El poema en prosa, artefacto que se escapa a toda categorización pero que nada más leerlo es instantáneamente reconocido, tiene una vida corta, poco más de ciento cincuenta años frente a los más de dos mil que tiene el poema métrico. No es que Baudelaire haya sido propiamente el inventor del género, pero sí quien lo dota de la factura con la que todavía hoy nos es servido. La primera manifestación moderna del invento cuajaría en 1869, con un título que lo dice todo, Petits poèmes en prose; enunciativo y directo, descriptivo y explicativo, no hay metáfora que asista a esa frase, y si la hay es de índole científico.
Baudelaire dice “pequeños poemas en prosa” del mismo modo que, por ejemplo, en esa época el matemático Henri Poincaré, también francés, estaba ya pergeñando otra clase de modernidad, que tomaría forma en su famosa publicación Los nuevos métodos de la mecánica celeste. Aunque el uno apele a la subjetividad total y el otro a la objetividad científica, cada cual no quiere sino fundar un modo de darle la vuelta al lugar común, anticipar una Vanguardia. Cuando en una época aparece algo verdaderamente nuevo, o se contagia a toda la estela social o desparece.
Debemos así a Baudelaire no sólo el descubrimiento del poema como una forma de arte absolutamente moderna, es decir, absolutamente subjetiva y urbana, sino también la formulación del más extraño de sus hijos, el poema en prosa, con su ideario, su estética y su forma tal como aún hoy lo conocemos y practicamos. En época de Baudelaire los géneros estaban enemistados entre sí —como ocurre todavía hoy—, pero nunca eran cuestionados como tales, y desde luego era impensable que pudiera aparecer un género nuevo, el mundo estaba hecho de una vez y para siempre.
Debemos a Baudelaire el descubrimiento del poema como forma de arte absolutamente moderna. Su ideario, su estética y su forma tal y como aún hoy lo practicamos
Baudelaire dota a sus Pequeños poemas en prosa de un espíritu conciso pero nada prosaico, con una tendencia a la ironía, al juego y a un pathos urbano; la idea de que el futuro de la poesía, de existir, ha de pasar por esa ruptura del molde clásico que falsamente afirmaba que en el arte cosas como “el progreso” o “la perfección” existían. Y tal revolución ha de hacerla el flâneur, ese ser casi amorfo de tan netamente asfáltico, que no conoce otra divisa que la demora en las maravillas ofrecidas por la recién estrenada modernidad, al punto de que su único destino posible será un maniático y vicioso abandono al spleen.
Porque el instante es la medida del tiempo en la época moderna, todo pasado viene a comprimirse en menos de una décima de segundo, y todo futuro no es más que la proyección —el despliegue fantasmático—, de ese instante presente. Pero el instante —como más tarde se encargaría de definir Benjamin– es un “abrir y cerrar de ojos”, no tiene forma, por definición es inmedible, por no tener ni contenido tiene —de ahí el inevitable carácter nihilista de todo lo instantáneo—, salvo el contenido que a ese fragmento le dé la subjetividad de la mano que lo escribe. La forma incluso del poema en prosa llama a esa rotundidad de lo instantáneo: se expresa como un bloque rectangular, un cuadrado de letras de tinta pero un cubo de sentido, con su espesor y densidad, que no vienen del dibujo o la forma métrica sino de la contundencia con que todo un mundo llamado yo es comprimido y expresado en apenas un parpadeo.
Cuando Baudelaire aborda la invención de ese género, el objetivo es olvidarse de la Naturaleza y de sus imitaciones artísticas, por lo tanto es lógico que invente un género sin género. Cómo no iba a llamar a su libro simplemente Pequeños poemas en prosa: favorecer la explicación del instante frente a la retórica del tiempo histórico. El poema en prosa ya nace, pues, como un bloque unitario y al mismo tiempo con una profusa y selvática red interna que multiplica los sentidos, semántica que avanza por mecanismos diferentes tanto al poema tradicional como a la prosa narrativa. Tales nuevos poemas nacen de una compactación que busca una respiración propia, muy diferente tanto al jadeo del poema métrico como a la lógica administrativa de la prosa convencional; la cuadratura de un círculo que, no obstante, cuadra.
Los poemas de Baudelaire son un verdadero punto cero de algo que estaba por venir, lo mismo que Borges hizo en sus cuentos medio siglo más tarde
Esa nueva música del poema se parece mucho a lo que demandaba Flaubert: “una prosa ritmada como el verso y precisa como el lenguaje de las ciencias”. Como nos recuerda Félix de Azúa en su clásico, Baudelaire, el artista de la vida moderna, el poeta francés termina por llevar a cabo el derrumbamiento de aquello que Foucault llamaría “el armario neoclásico o archivo ilustrado”, porque, recordemos, no estamos hablando de prosa poética —estilo que nada tiene que ver con la poesía y sí con el amaneramiento de las formas—, sino de, precisamente, su contrario: un verdadero punto cero de algo que estaba por venir, lo mismo que Borges hizo, en sus cuentos, medio siglo más tarde con la prosa.
Pequeños poemas en prosa es un libro al que en sus últimos años Baudelaire prefiere llamar Le Spleen de Paris. Acaso más desengañado y menos vital, este otro título conjuga el aburrimiento producto del constante deseo de absolutas novedades —físicas y tecnológicas— que no terminan de saciar al sujeto moderno, con el del dandi que errabundo vaga por la ciudad, abandonado al paseo sin fin y anticipando la —en términos políticos opuesta al paseo— deriva situacionista que de la mano de Guy Debord llegaría en la segunda mitad del siglo XX. En efecto, el destino es caprichoso y los opuestos siempre en algún lugar de identifican, y así Baudelaire prefigura a su antagónico.
Terminemos con las palabras del poeta. Poema en prosa y urbe en un solo comprimido lógico: “¿Quién de nosotros no ha soñado algún ambicioso día con una milagrosa prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y cadenciosa como para adaptarse a los impulsos líricos del alma, a las ondulaciones de las ensoñaciones, a los sobresaltos de la conciencia? Este ideal obsesivo nace, sobre todo, de la vida en las grandes ciudades, de la urdimbre de sus innumerables relaciones”.