Supe de la escritura de Jan Wagner (Hamburgo, 1971) por Transversal, la espléndida antología de poesía alemana contemporánea (o del siglo XXI, como reza el subtítulo) que la traductora y editora Cecilia Dreymüller publicó en su sello Tres Molins a fines de 2022. Se incluía allí una breve selección de cinco poemas, entre ellos la extensa secuencia de haikus que da título a este libro, ahí titulada “Variaciones sobre el tonel de agua de lluvia”.
Entre las notas con que Dreymüller describía al poeta había dos que llamaban la atención: por un lado, su condición de “gran estilista que jugaba de manera virtuosa e irónica con el canon formal de la poesía universal”; por otro, “una aguda sensibilidad y precisión minimalista para una cuidadosa fenomenología de las cosas pequeñas”. Y mucho de todo eso encontramos en este libro, Variaciones sobre bidones para la lluvia, originalmente publicado en 2014, con el que Wagner obtuvo el premio de la Feria del Libro de Leipizg al año siguiente: un poemario que parece haber nacido como gabinete de curiosidades y termina siendo, como en el cuento de Borges, el autorretrato más fiel de su autor.
“No menosprecies nunca al egopodio, / con la codicia ya en el nombre”, dice el soneto inicial, y en ese afirmar negando, tan característico del pensar poético, se cifra una parte sustantiva del poder de sugerencia de Wagner: un irse literalmente por la tangente, un proceder oblicuo que va dando rodeos y retrasando a conciencia las conclusiones mientras acumula analogías y correspondencias sobre su asunto.
Los títulos son significativos: “ensayo sobre el jabón”, “lamento con yak”, “réquiem por un barbero”, “excavador”, etc. Wagner está fascinado por la riqueza miscelánea del mundo y trata de apresarla con greguerías que a su vez se engastan en patrones verbales y formales complejos: sonetos, tercetos, sextinas, etc. Nubes de mosquitos son “letras de un diario” que se han despegado “a la vez / formando un enjambre en el aire”; los turistas en un barco se cubren con “impermeables de colores / como bombones en su estuche”, etc.
Buen conocedor de la poesía angloamericana, que ha traducido con asiduidad, Wagner se muestra aquí deudor no solo de ciertas vetas de Simic —su ironía amable y paciente—, sino del gusto por el extrañamiento de Craig Raine en Un marciano escribe una postal a casa: hablar de este mundo como si fuera otro, como si acabáramos de aterrizar en él y tuviéramos que descifrarlo sobre la marcha. Que es, en realidad, el principio de partida de la experiencia poética.
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Una y otra vez, Wagner va engarzando las conjeturas, las comparaciones, y al hacerlo teje poemas-tapices en los que el yo —los recuerdos que afloran sin querer— queda atrapado sin remedio: unas pelotas de tenis nos llevan a “la era de borg y maquenro”, la música del supermercado evoca el odio a su maestra de piano, “las alfombradas tardes de los miércoles, / los dientes amarillos / de jamelgo, la mueca del teclado”.
Pero es un yo liviano, que se muestra difuminado y casi invisible entre las imágenes y el fluir de la sintaxis por los versos (tan bien recreados métrica y rítmicamente por su traductor, Juan Manuel Cabrera): no un punto de partida, sino un ingrediente más de la receta. En el mejor de los casos, un recordatorio de que la posición del observador influye en aquello mismo que se observa.
Estos poemas son como ese clavo en la pared del dormitorio que “era el centro, / proyectaba su radio / sobre los parques, los sembrados […] se hacía mundial”: una forma de ordenar el mundo a su alrededor.