Lee aquí las primeras páginas del nuevo ensayo de Javier Gomá:
Conoce tu dignidad
Publico este libro por tres razones. La primera, la menos interesante, es de carácter personal. El escritor escoge con tiento aquellas palabras que aciertan a expresar mejor su visión de las cosas porque siente que se la juega en la secuencia exacta de ellas. Literatura es literalidad, se dice a sí mismo. Línea a línea, párrafo a párrafo, libro tras libro, observa que en su escritura algunas palabras van adquiriendo un predominio semántico en su literatura, se repiten con una frecuencia que refleja las regularidades de su pensamiento y acaban formando un diccionario íntimo casi sin sentir.
Mi particular diccionario, confeccionado a lo largo de muchos años de trabajar con la materia maciza del lenguaje, indócil a la levedad de las ideas, se compone de momento de las siguientes palabras:
Imitación, ejemplo, ejemplaridad, modelo, prototipo, mortalidad, individualidad, estadios estético & ético, experiencia de la vida, universal concreto, común de los mortales, red de influencias mutuas, teatro de la finitud, dignidad, vulgaridad, ganarse la vida, medianía sin relieve, liberación & emancipación, visión culta & corazón educado, mayoría selecta, ingenuidad aprendida, entusiasmo, ideal & lo sublime, estilo elevado, chistemalismo, experiencia & esperanza, necesario pero imposible, Dios escondido, mortalidad prorrogada, humana perduración, raptado por las Musas (visión & misión), literatura conceptual, filosofía mundana, imagen de la vida, filosofía en escena, inconsolable.
Este catálogo incluye «dignidad» y sugiere una interacción sistemática con el resto de palabras con las que crea relaciones y enriquece su significado, pero no da cuenta de su protagonismo creciente. Las dos últimas entregas de la Tetralogía de la ejemplaridad ya otorgaron a la dignidad una posición muy destacada. El prólogo a la segunda de las dos ediciones unitarias de la tetralogía compendiaba todo el proyecto filosófico de la ejemplaridad, visto por su costado pragmático, en dicho concepto: «La ejemplaridad aquí expuesta admite ser contemplada como una meditación sobre la dignidad humana porque su entero propósito se resume en una larga y razonada invitación a una vida digna y bella». Los siguientes libros acentuaron aún más esa creciente centralidad. Y finalmente, por evolución orgánica de las ideas, siguiendo un impulso propio no previsto, se volvió el asunto capital de mis textos más recientes. Ahora este libro reúne tres de los ya publicados, previa ordenación y reelaboración parcial de su contenido, allá donde fuera necesario, para destacar la unidad de propósito, y añade tres más redactados especialmente para esta ocasión.
La primera razón de este libro es, pues, la constatación de que la dignidad, recurrente en escritos anteriores, ha venido a ser en los últimos una idea tan abarcante y magnética dentro de mi literatura que merecía un estudio monográfico aparte. La segunda razón ya no guarda relación con la persona del autor de este libro ni con la pequeña historia de su bibliografía, sino con el tratamiento que la historia del pensamiento antiguo, moderno y actual ha dispensado a la dignidad. Aquí salta la fenomenal sorpresa: es un concepto vacante. ¡Quién lo hubiera dicho! En la Antigüedad fue el nombre que se dio a las perfecciones del hombre, que algunos elogiaron sin pararse a pensar en su esquiva esencia; Kant, sin llegar a definirlo, lo usó a guisa de comodín de su sistema moral y, tras él, ha sido olvidado o despreciado por la filosofía a despecho de la masiva y revolucionaria influencia que ha desplegado, señaladamente a lo largo del último siglo, en un plano práctico y material. Viendo ese estado de abandono teórico del concepto, perdido y en busca de un autor, me ha parecido oportuno proceder a ocuparlo y apropiármelo como hace uno ante cosa sin dueño.
Este libro se ordena en tres apartados temáticos de dos capítulos cada uno. El primer apartado se ocupa de la historia y esencia de la dignidad tanto en su dimensión ética y jurídica (capítulo 1) como en la ontológica y existencial (capítulo 2). A continuación, el apartado intermedio se adentra en los dominios de la cultura: el capítulo tercero distingue cuatro clases de cultura y explica sus características típicas a la luz especialmente de la tensión entre precio y dignidad, mientras que el siguiente se entiende con el estilo elevado en la prosa a modo de tanteo de una futura poética de la dignidad. Si este cuarto capítulo ha resultado el más extenso de los seis se debe a que se ha querido dar profusamente la palabra a fray Luis para que el lector aprecie por sí mismo y en concreto lo que el estudio declara en abstracto y se deleite en los primores del inigualable estilo del agustino. El último apartado del libro se traslada a la esfera pública y, de un lado, propone el ideal de una república regida por la ley de la amistad, donde los ciudadanos se respetan entre sí sin necesidad de recurrir a la coacción de la ley jurídica (capítulo 5) y, de otro, casi a modo de apéndice, aboceta una filosofía de la historia de España comprendida como un proceso de dignificación colectiva, tardía pero ejemplar. Este significado de la palabra «dignidad» merece un comentario. Abundan ahora usos de ella –dignidad de los animales, dignidad de la Tierra– que coinciden en el intento de templar lo que algunos juzgan una visión excesivamente antropocéntrica de la realidad y de atribuir esa cualidad a entes no persona- les. Tampoco faltan quienes, abstrayendo de la dignidad de las personas, claman por la de pueblos o grupos. La que ocupa a este libro es la dignidad individual y personal, porque la considera su expresión primera, propia y suprema, de suerte que cuando en cualquier lugar de sus seis capítulos se mencione una dignidad colectiva se entenderá que la palabra es usada en un sentido metafórico respecto a su sentido original y pleno.
Este libro querría ser, al modo moderno, una de esas consolationes que se compusieron en la Antigüedad y que tenían por objeto aliviar al lector, hombre y mujer, del dolor de una desgracia, desterrar su melancolía y, acopiando argumentos hábiles para elevar su espíritu, tratar de compensarlo de las muchas miserias que afligen la condición humana. He aquí la última de las tres razones anunciadas al principio: poner mi literatura al servicio de un programa de dignificación.
El mundo es el escenario donde se libra la guerra entre la miseria y la dignidad. Hasta el más simple de nosotros, sin talento especial salvo para envejecer unos años y mantener los ojos abiertos, se deja persuadir fácilmente de la miseria material, moral y estética sobreabundante en el mundo y, cansado de la vida, es tentado en algún momento por la tristeza. Y por si esta incitación de la naturaleza no fuera suficiente para hacerlo caer en la desesperación y llevado por su buena fe todavía vacilara, acude muy presta la alta cultura contemporánea para desengañarlo y, faltando a su misión educadora, tratar de convencerlo de que su pobre existencia definitivamente no vale nada ni merece ser vivida. En esa guerra antes mencionada, la victoria de la miseria es arrolladora, apabullante, asistida por el prestigio intelectual de la tristeza, para muchos un sentimiento distinguido y sofisticado, pero, bien mirado, el más masivo y vulgar de los sentimientos, al alcance de cualquiera sin necesidad de particular experiencia, sagacidad o ingenio, al que nos arrastra con fuerza irresistible una conspiración de todos los elementos, naturales y culturales.
¿A qué tipo de vida invita la alta cultura? A una más bien miserable y entristecida. En el diálogo De tristitia et miseria, Petrarca hace que Razón reproche a Dolor su extraviado afán:
Muchas cosas buscas con gran estudio para ser triste. El contrario habías de hacer para que con gozo honesto te alegrases.
Alegrarse de un gozo honesto no es mala empresa. Me declaro petrarquista en este punto y del número de los gozadores. Y cuento con un aliado de lo más versado en estos negocios, a quien nadie acusaría de falta de experiencia o de sobra de idealismo, Montaigne, que dio al segundo de sus ensayos el título «Tristeza», cuyo comienzo reza así:
Me hallo entre los más exentos de esta pasión y no la amo ni la aprecio, aunque el mundo se haya dedicado, como por acuerdo previo, a honrarla con un favor particular. Visten con ella la sabiduría, la virtud y la conciencia, necio y monstruoso ornamento. Con más propiedad, los italianos han usado su nombre para bautizar la malicia [tristizia, tristezza]. Es, en efecto, una cualidad siempre nociva, siempre insensata, y los estoicos prohíben a sus sabios sentirla por ser siempre cobarde y vil.
Por descontado que esto no supone ignorar las infinitas razones de la tristeza o despreciar las justas causas de los tristes, ni pretende ocultar el tedio y el fastidio que muchas veces a mí mismo me dominan. Además, este libro reivindicará el escándalo ante la indignidad como resorte de una revolución moral permanente. Pero lo que aquí se enuncia no es un estado de cosas sino una militancia: a favor de la dignidad. Y se contribuye a su victoria o al menos a su resistencia invitando al lector a conocer su dignidad, llamando su atención sobre su alto valer y despertándolo al sentimiento de su propia excelencia. El peso del vivir produce pesadumbre y cansa, eso no se puede evitar, pero sí puede aliviarse el cansancio haciendo que la pesadumbre inevitable sea, no la de un peso que hunde, sino la de uno que eleva: pondus in altum. Este libro quisiera contribuir con argumentos a aligerar un poco la carga del lector.
¿Con qué comparar la dignidad? Este libro la definirá como lo que estorba y lo que resiste a todo, incluido el interés general y el bien común. Cuando por diversos caminos tropieza uno con ese estorbo tan resistente, la sensación que despierta el choque es la de encontrarse ante un poder antiguo, ancestral, que hunde sus raíces en los estratos más profundos de la historia y de la naturaleza humana, y al mismo tiempo poder novísimo, como acabado de nacer y que se hubiera estrenado esa misma mañana. Este doble efecto de la dignidad, a la par viejísima y núbil, recuerda la impresión que tuvo Plutarco al contemplar por primera vez la Acrópolis y el resto de las portentosas edificaciones que Pericles mandó levantar en Atenas a mediados del siglo v a. C. Asombra a Plutarco, según cuenta en la biografía que dedicó al político ateniense, que se construyeran en un plazo de una brevedad apenas creíble, y que, pese a ello, desde el principio lucieron clásicas y venerables; y en no menor medida que, quinientos años después de construidas, cuando las visita el escritor, permaneciesen frescas, graciosas y lozanas, como si se hubieran inaugurado el día anterior:
No es la facilidad y la prontitud en la ejecución lo que confiere a las obras su solidez permanente y belleza perfecta, sino el tiempo y el trabajo empleado en producirlas, que premia a lo construido con los dones de la resistencia y conservación. Por eso son aún más admiradas las obras de Pericles, pues destinadas a durar largo tiempo, se concluyeron en tan breve plazo. Cada una de ellas, en cuanto a su belleza, parecía antigua desde su inauguración, mientras que en frescura todavía hoy parece nueva y como recién hecha. ¡Tanto brilla en ellas ese vago lustre que mantiene su aspecto intocado por el tiempo, como si tuvieran un aliento siempre joven y un espíritu exento de vejez!
La dignidad humana es monumento mayor que la Acrópolis de Atenas.
Qué es la dignidad
La dignidad es el concepto más revolucionario del siglo XX, dotado de tal fuerza transformadora que su mera invocación, como si de una palabra mágica se tratara, ha servido para remover pesados obstáculos que frenaban el progreso moral de la humanidad dando impulso a su formidable avance en la última etapa. Y, pese a esta influencia extraordinaria del concepto, difícil de exagerar, la filosofía, extrañamente, lleva dos siglos dándole la espalda sin convertirlo nunca en tema filosófico.
Y se dice que esta omisión es extraña porque el mencionado concepto, fuera de la filosofía, disfruta de una presencia abrumadora. Asoma en toda clase de contextos jurídicos. Inspira innumerables debates éticos, como los que se le plantean a la bioética (aborto, eutanasia, manipulación genética, clonación). Está en el origen de causas sociales como, entre otras muchas, el sindicalismo, el feminismo, el ecologismo o el animalismo. Incluso, ya en nuestro siglo, ha desencadenado el movimiento social de los indignados, sin que los así autodenominados, sin embargo, sintieran la necesidad de precisar antes, siquiera elementalmente, qué es aquello cuya violación encendía su ira y su protesta.
Schopenhauer se expresó de modo muy displicente acerca del concepto kantiano de dignidad y así inauguró la tendencia, dominante en el ámbito de la filosofía después de él y hasta nuestros días, de ignorarlo o desdeñarlo.Prueba de lo primero es el Diccionario de filosofía, compuesto por Ferrater Mora en cuatro tomos, que no le dedica ni una sola entrada. Y tampoco lo hace –y aquí la sorpresa sube de punto– la más reciente y mucho más extensa Routledge Encyclopedia of Philosophy, que comprende más de 2.800 artículos. En cuanto al desdén, podrían multiplicarse los testigos tanto en su aplicación jurídica como bioética, pero quizá ninguno tan elocuente como el estridente título de un artículo que Steven Pinker publicó en 2008: «La estupidez de la dignidad».
Pasan los años, las décadas, los siglos incluso, y la dignidad sigue ahí, vacante, sin prestigio teórico. Aunque se aprecia una cierta reviviscencia del interés por la dignidad en la última década, particularmente en su dimensión histórica y aplicada, aún permanece sin definir, pendiente de pensar por la filosofía. Quizá esta persistente omisión obedezca a alguna cualidad intrínseca del concepto que, si no se contrarresta, lo hurta a la meditación filosófica. A esa naturaleza esquiva de la dignidad se refiere Petrarca, latinista y humanista del siglo XIV, quien notaba que ya en su época, aunque proliferaban los escritos sobre la miseria del mundo, no contaba con uno solo sobre la dignidad. Y para explicar esta desproporción adujo que el conocimiento de la miseria no requiere especial estudio, basta con abrir los ojos, ¡tan manifiesta y abundante es!, mientras que conocer la dignidad, mucho menos evidente, exige un trabajo especulativo arduo, hecho contra la tendencia natural y carente de una tradición en la que sostenerse.
No niego que es muy grande y de muchas maneras la miseria de la condición humana, la cual lloraron muchos en libros enteros; mas, si miras también por otra parte, muchas cosas verás que la hacen alegre y bienaventurada, aunque, si no me engaño, ninguno hasta ahora ha escrito de esto y algunos lo comenzaron y lo dejaron porque les parecía que escogían materia difícil, seca y contraria a los que escribieron y en alguna manera más ardua de lo que les convenía, porque la humana miseria es tan grande que a todos muy claramente se manifiesta; y su felicidad tan pequeña y escondida que, como con pico, en muy hondo se ha de cavar para que pueda mostrar a los que no la creen.