Con veinticuatro años me enamoré de un pintor y me casé con él. Tenía la vida resuelta. Tenía una mesa de trabajo a la que sentarme, un compañero que me animaba, tiempo y dinero suficientes. Ahora sí que trabajaría. Nuevo error. Diez años después pasaba los días vagando por Nueva York, una “chica” divorciada de 35 años que tenía un estilo agresivo y había escrito un par de artículos. Más allá de mis bravatas, la confusión era honda, la desorientación, profunda. ¿Cómo había acabado así?, palpitaba a diario mi cabeza con aquella idea, ¿y cómo podía escapar? Preguntas para las que no tenía respuestas hasta que escuché a “esas de la liberación de la mujer”. Me pareció verlo todo cristalino. Tenía edad, hastío, agotamiento y dolor de sobra. Mi incapacidad perenne para tomarme en serio como trabajadora: aquél sí que era el dilema central en la existencia de una mujer.
Igual que Arthur Koestler descubriendo el marxismo, fue como si me estallara la sesera y me salieran luces y música de la cabeza. ¡Qué júbilo sentí cuando conseguí hacer el análisis! Me despertaba con él, me pasaba el día bailando en sus brazos y me dormía sonriendo con él. Me volví impermeable: los reveses de la fortuna cotidiana no podían hacerme mella. Si me aferraba a lo que me había hecho ver el feminismo, pronto sería dueña de mí misma; en cuanto fuera dueña de mí misma, sería dueña de todo. La vida me sonreía. Tenía discernimiento, y tenía compañía. Estaba plantada en medio de mi propia vivencia, gira que te gira: y a mi alrededor veía una sala llena de mujeres, también gira que te gira.
Sin duda es un momento de alegría cuando un número bastante amplio de personas se sienten impulsadas a actuar por una explicación social de cómo han tomado forma sus vidas y se reúnen bajo un mismo techo en un mismo momento, hablando el mismo idioma, haciendo el mismo análisis. Es la alegría de la política revolucionaria, y era nuestra. Ser feminista a principios de los 70: ¡qué bendición que te toque vivir ese despertar! Ningún “te quiero” del mundo le llegaba a la altura. No había otro sitio donde estar, salvo con las demás. Todas vivimos entonces dentro del abrazo holgado del feminismo. Creí que pasaría allí el resto de mi vida.
De la mano del júbilo, surgió para mí el convencimiento de que el trabajo era ya algo sin lo que no podía pasar. Me juré que querer a un hombre no volvería a ser prioritario. De hecho, quizá ambas cosas fueran incompatibles. Abordé la idea como si no fuera nada, la tarea más factible del mundo. Al fin y al cabo, siempre había sido una beligerante agitada, una de esas mujeres que siempre se quejan de que a los hombres les asustan “las mujeres como yo”. Si el amor entre iguales era imposible –y todo apuntaba a que así era–, ¿quién lo necesitaba? Me acurruqué con mi corazón recién encallecido. La emoción de la realidad feminista me hizo renunciar de buen grado al sentimentalismo y encontrar placer en la perseverancia. Lo único importante, me decía, era el trabajo. Tengo que enseñarme a trabajar. Si trabajo, conseguiré lo que necesito. Seré una persona en el mundo. ¿Qué importancia tendrá entonces estar renunciando al “amor”?
Ser feminista a principios de los setenta: ¡qué bendición que te toque vivir ese despertar! Ningún ‘te quiero’ le llegaba a la altura
Resultó, sin embargo, que no, que sí que importaba. Mu cho más de lo que jamás habría imaginado. Sí, ya no podía vivir con hombres bajo las antiguas condiciones. Sí, no me contentaría con menos que un apego adulto. Sí, si suponía tener que vivir sin eso, estaba preparada para vivir sin eso. Pero era imposible renunciar a la idea del amor, cuando no a la realidad. Conforme pasaron los años, me di cuenta de que el amor romántico estaba inyectado como un tinte en el sistema nervioso de mis emociones, bordado por todo el paño de mis deseos, fantasías y sentimientos; acosaba mi psique como un fantasma, era un dolor de huesos; estaba tan profundamente incrustado en la composición del espíritu que mirar directamente su influjo me hacía daño en los ojos. Me encantaba mi corazón encallecido, pero la pérdida del amor romántico seguía siendo capaz de desgarrarlo.
Siempre estuvo ahí, acechando, ese cisma interior sobre el amor, por mucho que nunca hablara de él. Se podía soportar porque había hecho un hallazgo importante. Mientras tuviera un cuarto lleno de feministas al que llamar mi hogar, tendría compañía de serie toda la vida. No volvería a estar sola. Las feministas eran mi espada y mi escudo: mi consuelo, mi alivio, mi emoción. Si tenía a las feministas, tenía comunidad, podía vivir sin amor romántico. Y era cierto: podía.
Hasta que ocurrió lo impensable. Lentamente, hacia 1980, la solidaridad feminista empezó a deshilacharse. Conforme el mundo no había sabido cambiar lo suficiente para reflejar nuestros esfuerzos, lo que antes nos había separado a todas las mujeres volvió a reafirmarse, ahora en nosotras. La sensación de vínculo empezó a erosionarse. Cada vez más parecíamos tener cada vez menos que decirnos. […]
Caí en una dolorosa depresión. La soledad existencial me reconcomió el corazón, mi corazón lleno de bonitos callos. Se apoderó de mí el miedo a la soledad de por vida. Trabaja, me decía, trabaja duro. Es lo único que tienes.
El primer fogonazo de iluminación feminista volvió a mí. Años antes el feminismo me había hecho ver el valor del trabajo; ahora estaba haciéndomelo ver de nuevo con otros ojos. Empezó a celebrarse una segunda conversación, esa en que el saber va a más. Comprendí que tendría que encarar sola justo aquello para lo que mi política me había estado preparando todo ese tiempo. Entendí lo que las feministas visionarias llevaban doscientos años entendiendo: que el poder sobre la vida propia sólo llega a través del control estable del pen samiento propio. Una consideración fácil de expresar, pero la tarea de una vida. Me senté a mi mesa, como si fuera la primera vez, para enseñarme a permanecer con mis pensamientos. […]
Empezó a evaporarse en mí la retórica del fervor religioso, y la sustituí por el dolor tranquilizador del esfuerzo diario. No podía seguir repitiendo “el trabajo lo es todo” como un mantra, cuando era evidente que no lo era. Pero sentarme a la tarea todos los días se convirtió en un acto de iluminación. […] Todo lo que acabo de escribir lo he perdido de vista en incontables ocasiones. La angustia, el aburrimiento, la depresión me abruman, me emborronan la cabeza, “me olvido”. La esclavitud del alma es una especie de amnesia: no puedes aferrarte a lo que sabes; si no puedes aferrarte a lo que sabes, no puedes asimilar tus propias vivencias; si no asimilas las vivencias, no hay cambio. […]
He soportado la pérdida de tres romances de salvación: la idea de amor, la idea de comunidad, la idea de trabajo. Con cada pérdida me he encontrado volviendo a esos momentos reveladores de noviembre de 1970. El feminismo de los primeros tiempos sigue siendo para mí el fogonazo vital de discernimiento que me despeja la mente. Me rescata de la autocompasión, me brinda el regalo incomparable de querer ver las cosas como son.
Sigo forcejeando con el amor: forcejeo para poder querer a la vez a mi corazón con callos y a otro ser humano. Y forcejeo también con el trabajo. El esfuerzo diario sigue siendo extenuante. Pero al hacer el esfuerzo, estoy resistiendo al romance. Cuando resisto al romance tengo más de mí. El feminismo vive en mí.