Enrique VIII a Ana Bolena, mayo de 1528

Esta es una de las cartas de amor que cambió la historia. Él era el segundo hijo de Enrique VII, que se había apoderado del trono de Inglaterra en 1485, estrenando la casa Tudor. Si Enrique VIII llegó a suceder a su padre en 1509 fue solo porque su hermano mayor —el príncipe Arturo— había fallecido unos años antes. Este dejó a una viuda joven, hija de los Reyes Católicos: Catalina de Aragón, con la que Enrique decidió casarse de repente, al poco de acceder al trono. En la fecha de nuestra carta, tras casi veinte años de matrimonio, el rey necesitaba desesperadamente a un heredero varón, pues hasta entonces solo había sobrevivido una hija, María. Después de una aventura con una joven cortesana llamada María Bolena, empezó a fijarse en la hermana de esta, Ana, que era dama de honor de la reina. En 1528 Enrique está enamorado de Ana Bolena, once años más joven que él. Aunque por entonces es improbable que el amor se haya consumado, él se siente ya embelesado del todo, mientras que ella resiste los intentos de seducción. La castidad, el refinamiento y la ambición de casarse con el rey —a diferencia de su hermana, Ana no se contenta con ser el objeto de una conquista—, unidos a su atractivo frío y altanero, intensifican la devoción de Enrique. La futura consorte tiene tanta personalidad que él duda de que haya en ella genuino amor —«el fervor... confío en que también por vuestra parte»—, pero más adelante Enrique se encolerizó por sus ardides y se vengó de un modo terrible.

El amor de Enrique era paralelo a su convicción de que el matrimonio con Catalina había sido irremediablemente incestuoso y que el consiguiente descontento divino explicaba la ausencia de hijos varones. Por lo tanto ordenó a sus ministros que obtuvieran la anulación pontificia. La Iglesia Católica se negó a satisfacer los deseos del monarca en el «Gran Asunto del Rey», lo que llevó a la decisiva ruptura del país con Roma y la fundación de la Iglesia de Inglaterra, lo cual, a su vez, le permitiría casarse con Ana en 1532. Cuando Ana le dio una hija —la futura Isabel I—, pero ningún varón, Enrique se volvió en contra de ella y la hizo ejecutar en 1536.

Mi señora y amiga,

Yo y mi corazón nos ponemos en vuestras manos, con el ruego de que los tengáis por pretendientes de vuestro buen favor y que vuestro afecto por ellos no disminuya por la ausencia. Pues sería una gran pena incrementar su pesar, cuando la ausencia ya lo hace suficientemente; más que nunca me habría parecido posible recordarnos cierta verdad de la astronomía cual es que, cuando más largos son los días, más alejado está el sol y, sin embargo, más arde. Así ocurre con nuestro amor, pues la ausencia nos separa y, sin embargo, mantiene el fervor, al menos por mi parte, y confío en que también por la vuestra. Os aseguro que por mi parte el dolor de la ausencia ya me resulta excesivo; y cuando pienso en el incremento de cuanto por fuerza debo sufrir, me resultaría prácticamente insufrible, de no ser por la firme esperanza que tengo; y como no puedo estar con vos en persona, os envío lo más próximo a esto, cual es mi retrato en un brazalete, con los detalles que ya conocéis. Deseo ocupar su lugar cuando os plazca.

Por la mano de vuestro leal servidor y amigo,

H[enricus] Rex

Frida Kahlo a Diego Rivera, sin fecha

Las cartas de amor de Frida Kahlo a su esposo, el pintor Diego Rivera, se llenan de los colores atrevidos y pasiones desbocadas de su arte —y de su vida—. De padre alemán y madre mexicana, Frida, nacida en 1907, quedó lisiada por la poliomielitis y en 1927 sufrió un accidente de autobús grave, casi fatal: una barra de hierro le había penetrado el útero. Pasó tres meses enyesada de cuerpo entero y soportó treinta operaciones y toda una vida de dolor. Mientras se recuperaba empezó a pintar y se encontró con Diego, que ya era famoso; los dos eran de izquierdas y se conocieron por medio del Partido Comunista. Diego se convirtió en su mentor artístico. Rivera había vivido en París, viajado por Italia y desarrollado su propio estilo de murales, de colores atrevidos, con figuras de una simplicidad casi azteca, siempre narrando la historia de México y su revolución. Diego y Frida se convirtieron en amantes: él contaba cuarenta y dos años; ella, veinte.

Kahlo y Rivera se casaron en 1929, pero el matrimonio fue tempestuoso. Él tenía un genio de mil demonios y era un mujeriego infatigable; ella mantuvo relaciones con hombres —entre ellos el líder revolucionario ruso en el exilio, León Trotski— e igualmente con mujeres como la cantante y bailarina franco-estadounidense Josephine Baker. Ni los problemas de salud ni el catolicismo conservador de buena parte de la sociedad mexicana impidieron que Kahlo desarrollara su visión artística; sus trajes complejos y coloristas mostraban la heterogeneidad de su herencia racial y la libertad de su vida amorosa. El estilo artístico de Kahlo, radicalmente expresivo —una mezcla extravagante de fantasía y realismo, magia y cultura popular—, lo inspiraron tanto el país mexicano como su propia y extraordinaria vida. Todo esto se manifiesta en las cartas a Rivera, en las que el amor físico y la turbulencia emocional se expresan a menudo con colores de pintor: «La vida callada dadora de mundos, lo que más importa es la no ilusión. La mañana nace, los rojos amigos, los grandes azules, hojas en las manos, pájaros ruideros, dedos en el pelo, nidos de palomas, raro entendimiento de la lucha hermana, sencillez del canto de la sinrazón, locura del viento en mi corazón. Dulce xocolatl del México antiguo, tormenta en la sangre que entra por la boca. Compulsión, augurio, risa y dientes finos, agujas de perla para algún regalo de un siete de julio. Lo pido, me llega, canto, cantando, cantaré desde hoy nuestra magia-amor». Describe su amor con imágenes del paisaje mexicano, incluso de la fruta: «Era sed de muchos años retenida en nuestro cuerpo... Todas las frutas había en el jugo de tus labios, la sangre de la granada, el tramonto del mamey y la piña acrisolada. Te oprimí contra mi pecho y el prodigio de tu forma penetró en toda mi sangre por la yema de mis dedos. Olor a esencia de roble, a recuerdo de nogal, a verde aliento de fresno. Horizontes y paisajes que recorrí con el beso... Yo penetro el sexo de la tierra entera; me abrasa su calor y en mi cuerpo todo roza la frescura de las hojas tiernas».

Se divorciaron en 1939. Durante mucho tiempo, se la conoció principalmente como la esposa de Diego; pero ahora el arte nacional de México lo conforman por igual las pinturas de Frida y los descomunales y exuberantes murales de Diego. En cuanto a su relación volcánica, ella lo expresó mejor que nadie: «Solo un monte conoce las entrañas de otro monte».

Diego:

Nada comparable a tus manos, ni nada igual al oro verde de tus ojos. Mi cuerpo se llena de ti por días y días. Eres el espejo de la noche. La luz violenta de los relámpagos. La humedad de la tierra. El hueco de tus axilas es mi refugio. Mis yemas tocan tu sangre. Toda mi alegría es sentir brotar la vida de tu fuente-flor que la mía guarda para llenar todos los caminos de mis nervios, que son los tuyos.

Catalina la Grande al príncipe Potiomkin, c.19 de marzo de 1774

Esta es la carta que revela una de las asociaciones románticas y alianzas políticas más exitosas de toda la historia. Catalina llegó a Rusia siendo una joven princesa alemana, para casarse con el insignificante heredero del trono: el gran duque Pedro, un bravucón inepto y marcado por la viruela que convirtió la vida de su esposa en un infierno. Catalina era una mujer inteligente, culta, apasionada y ambiciosa. En un contexto de terrible soledad encontró apoyo personal y político en una serie de amantes. En cuanto se puso de manifiesto que su marido —ya como emperador Pedro III— era no solo un zar desastroso sino un hombre de temer, le derrocó con la ayuda de su amante, Orlov, y ascendió ella al trono como Catalina II. Pedro III murió estrangulado. La vida de Catalina también corría peligro y Orlov apenas la ayudó. Cuando la relación se va a pique, la reina busca sustituto en una nadería intelectual, cierto Vasílchikov, que todavía la hace más infeliz. Necesita el apoyo de un igual. A Grigori Potiomkin ya lo conoce: es un hombre brillante, ostentoso y de carácter, que ya está enamorado de la emperatriz.

Entonces ella se enamora de él, sabiendo que goza de un intelecto tan soberbio como el suyo propio. En sus cartas, que escriben de día y de noche, se califican a sí mismos de «almas gemelas». A veces suenan como un mensaje de móvil: «Amo al general, el general me ama», pero sus ambiciones son imperiales. La pasión física se acompaña de la perspicacia política, y la pareja transforma la historia de Rusia: juntos se expanden por Ucrania, se anexionan Crimea y fundan una flota en el mar Negro, así como nuevas ciudades, de Odesa a Jersón.

En la presente carta, Catalina, que apoda a Potiomkin «mi héroe», «cosaco» y «gavur» (tártaro musulmán), admite que ya con las primeras luces del día, después de una discusión en la que ella ha decidido romper, es incapaz de vivir sin el carismático príncipe: el amor y el deseo son irresistibles. ¿Qué le ha hecho Potiomkin a la mujer más inteligente de Europa?

Querido, la verdad, supongo que no pensábais que hoy os escribiría. Pues estáis muy equivocado, señor. Me desperté a las cinco, ya han dado las seis; debería escribirle [a Vasílchikov]. Pero solo por mor de la verdad, y por favor prestad atención a qué clase de verdad me refiero: que no os amo y no quiero veros más. No os lo creeréis, amor mío, pero no puedo sufriros en lo más mínimo. Ayer charlamos hasta las doce y luego se le ordenó retirarse. No os enojéis; bien se puede prescindir de él. Lo más estimable que surgió de aquella conversación es que tuve noticia de qué se dicen  entre ellos: no —dicen—, este no es otro Vasílchikov, a este lo trata distinto; y a fe que es digno. Nadie está sorprendido y la relación se ha aceptado como si hiciera tiempo que la esperaban. Pero no: todo tiene que ser distinto. Desde el   dedo meñique hasta el talón y desde aquí hasta el último pelo de mi cabeza, he proclamado una prohibición general a mostraros hoy ni el menor afecto. Tengo el amor encerrado  en mi corazón, bajo siete llaves. Es horrible, el poco sitio que allí hay. Con gran dificultad ha logrado meterse allí dentro así que, tenedlo en cuenta: ¡quizá salte al exterior por algún lado! Pero veamos, vos que sois un hombre razonable, ¿podrían caber más locuras en tan pocas líneas? Un torrente de palabras necias ha brotado de mi cabeza. No comprendo cómo podéis pasarlo bien en compañía de una mente tan demencial. Ah, señor Potiomkin, ¿qué extraño milagro habéis obrado al desquiciar tan por completo una cabeza que antaño la sociedad tenía por una de las mejores de Europa?

Va siendo hora, con urgencia, de empezar a actuar razonablemente. Es vergonzoso, es malo, es un pecado que Catalina II permita que esta pasión enloquecida la gobierne. Tal temeridad os hará odioso incluso a sus ojos. Empezaré a repetirme ese último verso a menudo y confío en que con ello bastará para hacerme regresar a la buena senda. Pero esta no será la demostración última del gran poder que ejercéis sobre mí. Es hora de parar, o garabatearé una completa metafísica sentimental que acabará por haceros reír, aunque esta será toda su virtud. Bien, mis sinsentidos: partid hacia esos lugares, esas costas felices donde mi héroe habita. Si por casualidad no le halláis en casa y regresáis a mis manos, entonces os arrojaré directos a la hoguera y Grishenka no verá esta conducta extravagante en la que, sin embargo, Dios lo sabe, hay mucho amor; aunque sería mucho mejor que no lo supiera.

Adiós, gavur, moscovita, cosaco. No os amo.

Jacobo I a George Villiers, duque de Buckingham, 17 de mayo de 1620

Esta es una carta de amor del rey Jacobo I, casado, a su adorado varón favorito. Jacobo tenía una historia de relaciones íntimas con jóvenes atractivos. Desde el momento en que vio a George Villiers en 1614, cuando este contaba veintiún años, quedó impresionado por la belleza física de un joven que también resultó ser inteligente, aunque sin un talento particular. Tras ser nombrado copero del rey, ascendió con rapidez entre los pares hasta obtener el ducado de Buckingham, en 1623, y ser de hecho —en tanto que lord gran almirante— a la vez el jefe del gobierno y el hombre más odiado en todo el reino.

Jacobo besaba y acariciaba a George en público, y lo llamaba afectuosamente Steenie (Estebanillo) porque san Esteban tenía «el rostro de un ángel». Según admitió en 1617 ante la Corte, «pueden tener la certeza de que amo al conde de Buckingham más que a nadie ... Ojalá ... no se considere un defecto, pues Jesucristo hizo lo mismo y, por ende, no se me puede culpar: Cristo tenía a Juan, yo tengo a George». Es probable que hubiera alguna relación sexual; en una carta de Buckingham a Ja- cobo, este rememoraba: «si ahora me amábais ... mejor que en aquellos días que nunca olvidaré, en Farnham, donde no se podía encontrar el cabecero de la cama entre el señor y su perro». Jacobo trataba de «es- posa» a Buckingham: «Que Dios os bendiga, mi dulce hijo y esposa, y os permita ser el consuelo de vuestro querido padre y esposo». Llamativamente, Buckingham también logró convertirse en el mejor amigo del hijo de Jacobo, su heredero Carlos I, con lo cual siguió en lo más alto tras la muerte del rey. Pero en 1628 un oficial descontento lo asesinó. En esta carta, escrita cuando estaba en la cima del poder, Jacobo le ha ayudado a contraer matrimonio con una dama rica, lady Katherine Manners; pero incluso después de la boda, el rey sigue elogiando los «dientes blancos» de Buckingham.

Mi dulce y querido único hijo:

Vuestro querido padre os envía su bendición esta mañana, a vos y también a su hija. Que el Señor del Cielo os envíe un dulce y alegre despertar, toda clase de consuelos en vuestro santificado lecho, y bendiga los frutos de este para que yo pueda tener dulces pajes de cámara con los que jugar; por ello ruego cada día, mi amor. Cuando os levantéis, manteneos alejado de cuantos importunadores puedan perturbar vuestro espíritu para que, al encontrarnos, yo pueda ver cómo vuestros dientes blancos me iluminan y así prestéis a mi viaje vuestra reconfortante compañía. Y así Dios os bendiga, con la esperanza de que no olvidaréis leer otra vez mi carta anterior.

Jacobo R.

Vita Sackville-West a Virginia Woolf, 21 de enero de 1926

Vita Sackville-West era una poeta y novelista aristocrática, hija de lord Sackville. Después de casarse con el diplomático Harold Nicolson en 1913, siguió manteniendo relaciones amorosas con mujeres, y quizá el gran amor de su vida fue la novelista Virginia Woolf. En febrero de 1923, Woolf escribió en su diario: «[Vita] es una sáfica experta y quizá ... me tiene echado el ojo, por vieja que yo sea». Virginia, casada con Leo- nard Woolf (su apellido de soltera era Stephens), tenía entonces cua- renta y cuatro años, diez más que Vita. Virginia se consideraba una pro- vinciana mediocre, en comparación con el carácter vistosamente libertino de Vita, además de una escritora de menos éxito. Vita admiraba la escritura «exquisita» de Virginia. En esta carta de amor nada ostentosa, Sackville-West —que escribe a Woolf desde uno de sus refugios italianos a principios de 1926— confirma el afecto a su amante, aunque Vita tuviera otras amantes. La relación se terminó en 1928, pero inspiró a Woolf la novela Orlando que, con su protagonista inolvidable, capaz de cambiar de sexo, es en cierta medida la carta de amor de Virginia a Vita.

Milán Jueves, 21 de enero de 1926

He quedado reducida a un algo que desea a Virginia. Te compuse una hermosa carta en las horas de insomnio y pesadilla de esta noche, y ha desaparecido: sencillamente te echo de menos, de una forma muy simple, humana, desesperada. Tú, con todas tus cartas nunca sandias, jamás escribirías una frase tan elemental como esta; quizá ni siquiera la sentirías. Creo que a ti no se te escapará el pequeño vacío. Pero lo vestirías con una frase tan exquisita que perdería un poco de su realidad. En cambio conmigo es muy potente: me duele tu ausencia más aún de lo que podía imaginar —y estaba preparada para sentirla no poco—. Así que esta carta no es más que un chillido de dolor. Es increíble lo esencial que has llegado a ser para mí. Supongo que estás acostumbrada a que la gente te diga estas cosas. Maldita sea, criatura mimada, no haré que me ames más por entregarme yo de esta manera... Pero, ay, cariño, contigo no puedo ser astuta y reservada; te amo de más para eso. Verdaderamente de más. No tienes ni idea de lo distante que puedo ser con la gente que no amo. Lo he convertido en un arte refinado. Pero tú has derribado mis defensas. Y en verdad no lo lamento...

Por favor, discúlpame por escribir una carta tan deprimente.

V.

Entre Solimán el Magnífico y la sultana Hürrem, c. década de 1530

Estas dos cartas de amor narran la historia de la asociación entre Roxelana, una muchacha esclava, y el monarca más poderoso del mundo. Ella era probablemente la hija de un sacerdote ruso, una cristiana rubia, apresada y vendida al harén del sultán otomano Solimán el Magnífico, que gobernó durante cuarenta y seis años desde 1520. No cabe duda de que ella fue un personaje notable por su carácter, fuerza e inteligencia. Aunque Solimán tenía acceso a miles de odaliscas en su harén —y ya contaba con una consorte que le había dado un heredero, el príncipe Mustafá—, sin embargo, se enamoró de Roxelana, a la que dio el nuevo nombre de Hürrem («deleitosa») por su exuberancia y sus «ojos de travesura desbordante».

Los padisás otomanos escribían poemas de amor con seudónimo, y Solimán, que a menudo estaba lejos luchando contra los húngaros o los persas, escribió a Hürrem poemas con el nombre de Muhibbi. Reproducimos aquí uno de estos poemas, que aún se celebran.

Solimán a Hürrem

Trono de mi nicho solitario, mi tesoro, mi amor, mi luz de luna.

Mi más sincera amiga, mi confidente, mi existencia misma, sultana mía,

la más bella entre las bellas...

Mi primavera, mi amor de rostro alegre, mi día, cariño mío, hoja sonriente...

Mis plantas, mi dulce, mi rosa, la única de este mundo que no me causa pesar...

Mi Estambul, mi Caramán, mi tierra de Anatolia,

mi Badajsán, mi Bagdad, mi Jorasán,

mujer mía del pelo hermoso, amor mío de las cejas

inclinadas, amor mío de los ojos de travesura desbordante...

Siempre cantaré tu elogio.

Yo, el amante del corazón atormentado, Muhibbi el de los ojos llenos de lágrimas, estoy feliz.

Hacia 1521, Hürrem dio a luz a un primer hijo: el varón esencial, el heredero. Solimán hizo caso omiso de la restricción de que cada concubina tuviera un solo hijo y, hacia 1533, se casó asimismo con ella, rompiendo el precedente según el cual los sultanes no contraían matrimonio con concubinas. Hürrem tuvo la suerte de dar al emperador cinco hijos y una hija, mencionados en la siguiente carta. En su mayoría vivieron muchos años; en particular la niña, la bella e inteligente Mihrimah, que se convirtió en asistente de confianza de su padre y también en consejera de su hermano Selim. Con el paso de los años, Hürrem demostró ser una política formidable, que se enfrentó al hijo mayor del monarca, Mustafá, estrangulado por órdenes de su padre. Hürrem falleció en 1558, antes que Solimán, pero logró que en 1566 la sucediera su hijo Selim. El mausoleo de Hürrem, de techo cupular, se halla adyacente al de su esposo en Estambul, en la mezquita de Solimán. He aquí una de las cartas que Hürrem envió a Solimán cuando este se encontraba en campaña:

Hürrem a Solimán

Mi sultán, la ardiente angustia de la separación no tiene

límite. Perdonad pues a esta triste mujer y no demoréis

vuestras nobles epístolas. Permitid que mi alma goce

al menos del breve consuelo de una carta... Cuando se da

lectura a vuestras nobles cartas, vuestro servidor e hijo

Mir Mehmed y vuestra esclava e hija Mihrimah lloran

y gimen por vuestra ausencia. Su llanto me ha enloquecido,

como si estuviéramos de duelo. Mi sultán, vuestro hijo Mir

Mehmed y vuestra hija Mihrimah y Selim Jan y Abdullah os

envían muchos recuerdos y humillan la cara en el polvo a

vuestros pies.