—Steff, tu madre y yo pensamos que es hora de que sepas una cosa de mí.
—Soy ilegítima —dice con entusiasmo.
—No, que soy espía.
Ella también está mirando al frente. No es exactamente como quería empezar. No importa. Lo suelto tal como estaba preparado, y ella escucha. Sin contacto visual, tampoco hay tensión. Voy al grano sin perder la calma.
—Así que ahí lo tienes, Steff, ya lo sabes. He vivido una mentira necesaria, y eso es todo lo que me permiten decirte. Puedo parecer un fracasado, pero poseo cierta categoría dentro de mi propio Servicio.
No dice nada. Llegamos a la cumbre. Nos desenganchamos y emprendemos el descenso de la ladera, sin hablar. Es más rápida que yo, o eso quiere creer, así que dejo que tome la delantera. Volvemos a encontrarnos en el arranque del telesilla.
En la cola no nos hablamos y no se vuelve para mirarme, aunque no me extraña. Steff vive en su mundo, pero ahora sabe que yo también vivo en el mío y no es ningún desguace para fracasados del Ministerio de Exteriores. Está delante de mí, así que se agarra primero al telesilla. Apenas hemos emprendido el ascenso cuando me pregunta con toda naturalidad si he matado a alguien. Suelto una risita, digo «no, Steff, por supuesto que no, gracias a Dios», lo que es cierto. Otros sí, aunque sólo fuera de forma indirecta, pero yo no. Ni guardando las distancias ni siquiera con otra bandera; eso que la Oficina llama autoría improbable.
—Pues si no has matado a nadie, ¿cuál es la peor cosa que has hecho como espía? —pregunta con la misma despreocupación.
—Bueno, Steff, supongo que la peor cosa que he hecho ha sido convencer a ciertos tipos de que hicieran algo que no habrían hecho si yo no se lo hubiera pedido, por decirlo así.
—¿Algo malo?
—Podría decirse. Depende de qué lado estés.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Pues, bueno, traicionar a su país, para empezar.
—Y tú los convencías para que lo hicieran.
—Si no estaban convencidos de antemano, sí.
—¿Sólo tipos, o también convencías a tipas?
Lo que no era una pregunta tan desenfadada como pudiera parecer, según sabían quienes la habían oído hablar de cuestiones feministas.
—Tipos en general, Steff. Sí, hombres —le aseguro—.
En su inmensa mayoría.
Hemos llegado a la cumbre. De nuevo nos desenganchamos y nos lanzamos al descenso, con Steff colocándose deprisa en cabeza. Una vez más nos encontramos en el arranque del telesilla. No hay cola. Para subir siempre se ha puesto las gafas sobre la frente. Hasta ahora, que no se las quita de la cara. Son de las que espejean y no dejan ver los ojos.
—¿Cómo los convencías exactamente? —prosigue en cuanto nos ponemos en movimiento.
—Bueno, Steff, no estamos hablando de torturas—replico, lo que constituye un fallo por mi parte: En lo que se refiere a Steff, el humor en circunstancias graves es tan sólo una vía de escape.
—¿Cómo, entonces? —insiste, obsesionada con el tema de la persuasión.
—Mira, Steff, mucha gente está dispuesta a hacer muchas cosas por dinero, y una gran cantidad lo hace por orgullo o por rencor. También hay quienes hacen cosas por un ideal, y no aceptan dinero aunque se lo metas por el gaznate.
—¿Y qué ideal sería ése exactamente, papá? —pregunta por detrás de las relucientes gafas de esquí.
Es la primera vez desde hace semanas que me llama papá. También observo que no dice palabrotas, lo que en Steff suele ser como una luz roja de advertencia.
—Pues digamos, por poner un ejemplo, que alguien tiene una visión idealista de Inglaterra como madre de todas las democracias. O que ama a nuestra querida reina con inexplicable fervor. Puede que sea una Inglaterra que ya no exista para nosotros, si es que existió alguna vez, pero ese alguien cree que sí.
—¿Y tú crees que sí?
—Con reservas.
—¿Serias reservas?
—Bueno, ¿y quién no las tendría, por amor de Dios?—replico, indignado por la sugerencia de que de algún modo no he reparado en que el país está en caída libre—. Un gobierno tory en minoría, de lo más mediocre. Un ignorante ministro de Exteriores de mierda a cuyo servicio se supone que estoy. Los laboristas, por el estilo. La absoluta locura del jodido Brexit.
Me interrumpo. Yo también tengo sentimientos. Que mi indignado silencio diga lo demás.
—Entonces ¿tienes serias reservas? —insiste en su tono más puro—. Incluso muy serias. ¿No?
Caigo demasiado tarde en la cuenta de que me he descubierto del todo, pero quizá sea lo que he pretendido desde el principio: darle la victoria, reconocer que como no estoy a la altura de sus brillantes profesores todos podemos volver a ser quienes éramos.
—Bueno, a ver si lo he entendido —prosigue cuando emprendemos la siguiente ascensión—. Por el bien de una nación sobre la que tienes serias reservas, incluso muy serias, convences a otros nacionales de que traicionen a su propio país. —Y como si se le acabara de ocurrir, añade—: En razón de que no comparten las mismas reservas que tú tienes con respecto a tu país, mientras que ellos sí tienen reservas sobre el suyo. ¿No?
Ante lo cual dejo escapar una alegre exclamación que acepta una derrota honorable aunque reclamando al mismo tiempo algún atenuante.
—¡Pero no son corderitos inocentes, Steff! Se prestan voluntariamente. Al menos la mayoría. Y nos ocupamos de ellos. Les ofrecemos asistencia social. Si lo que quieren es dinero, se lo damos a montones. Si ansían el perdón de Dios, se lo concedemos. Lo que sea viable, Steff. Somos sus amigos. Confían en nosotros. Nosotros satisfacemos sus necesidades. Ellos satisfacen las nuestras. Así funciona el mundo.
Pero a ella no le interesa cómo funciona el mundo. Le interesa el mío, tal como resulta evidente en la siguiente ascensión:
—Cuando decías a otros quiénes debían ser, ¿consideraste alguna vez quién eras tú?
—Sólo sabía que estaba del lado bueno, Steff —le replico.