La productividad de Andreu Navarra tal vez constituya un reproche para quienes nos dedicamos a escribir, pero –de sus investigaciones sobre el anticlericalismo a su reciente biografía de Eugenio d’Ors– esa fecundidad es una noticia feliz para la materia que mejor nos puede ayudar a conocernos: la historia intelectual de las Españas.
Si a su rendimiento se le añade su juventud, la felicidad es completa: es mucho lo que podemos esperar de Navarra en los tiempos venideros. Ante todo porque, demostrado que no le falta diligencia, a Navarra tampoco le falta coraje: en apenas dos libros –este volumen orteguiano y la citada vida del «Pantarca»– ha tratado a las dos presencias intelectuales de mayor influencia en, como mínimo, la primera mitad del siglo xx español, con su proyección tanto en la historia política como en la opinión pública y la invitación a cartografiar las fuentes de debates que llegan hasta hoy. Debo decir que, en tiempos de prima al activismo, Andreu Navarra aborda su labor de historiador con la garantía del rigor de las lecturas y con una virtud hoy desprestigiada: la ecuanimidad. Una aproximación que puede incluir el respeto y el afecto hacia la época y los caracteres que estudia, pero que tendrá el reposo, la madurez y el respeto a la complejidad de la historiografía mejor. Es prueba de ello, por ejemplo, que en este Ortega y Gasset y los catalanes Andreu Navarra haya resistido la tentación casi invencible de traer el debate de antaño a nuestra actualidad, y ahí cabe agradecerle la elegancia con que la exposición y el encuadre de los hechos, siempre con su apoyatura textual, deja libertad al lector para sacar sus propias conclusiones.
Otra prueba del rigor –y de la originalidad del libro– radica en la fidelidad a su título. De la inspiración en Costa a la República, ciertamente, en Ortega y Gasset y los catalanes se nos da la evolución del pensamiento del filósofo ante la cuestión catalana, que ha sido y es siempre la cuestión española, pero resultan asimismo de interés fundamental tantas rozaduras con lo catalán de Ortega como aquí se tratan. Pienso en las páginas dedicadas al trato con Pla, por ejemplo, o con Alexandre Plana, y, ante todo, en unos encuentros y desencuentros con Cambó, que, llegados los años treinta, tendrían una honda repercusión hispánica, y que aquí se cuentan magníficamente. Singular relieve tienen los tratos con D’Ors, más fluidos de lo que podría hacer pensar una tradición de antagonismo. Aparece aquí el Ortega estudiado por Ferrater Mora, el criticado por cierta opinión católica o el desarrollado, también desde el catolicismo, por su discípulo Julián Marías, cuyos escritos sobre Cataluña han merecido atención estos últimos años y que Navarra comenta por extenso en un libro que, sin embargo, también merece alabanza por lo compacto, por su vocación de consulta. Tras leerlo, nos choca –y esta sensación es mérito del autor– que no existiera antes: al fin y al cabo, hablamos de la actitud del gran pensador nacional ante el gran problema nacional.
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Ortega y Gasset y los catalanes da testimonio de un momento de viveza en la conversación hispánica que, como las cartas cruzadas entre Unamuno y Maragall o los encuentros Pla-Delibes, tiene algo de «convivencia de angustias», pero también de cercanía intelectual y sustrato de afecto entre lo que podríamos llamar el polo castellano y el polo catalán. Como escribe Ortega, se trata de «ir hasta el Ebro […] y esperar a que Uds. […] desciendan hacia la otra orilla y nos pongamos al habla con ese mismo deseo de entendernos mutuamente».
Hay unas melancolías de la historia –pienso en el ideal iberista– y unas grandilocuencias proyectistas que, si bien han dado solemnidad a este diálogo hispánico, parecen haber soslayado el entendimiento simple, diario, de la convivencia, pese a todo, bajo el haz de intereses prolongado en el tiempo que es el Estado nación: hoy como ayer, es una irresponsabilidad hablar en Barcelona de Madrid como si fuera Marte y al revés. Es llamativo, en todo caso, cómo –tanto desde el catalanismo como desde el poder central– empieza a asumirse en el primer tercio del siglo xx que España es algo que ha de definirse y gobernarse a través de un entendimiento de Madrid y Barcelona, o –más atinadamente– de las elites gubernativas de Madrid y Barcelona. Bien contada en su génesis en este libro, es una percepción que ha tenido recorrido –en realidad– hasta bien entrado nuestro siglo: si en los ochenta, Pujol era «español del año» para ABC, en 2012, el nacionalismo todavía salvaba sus presupuestos en Cataluña con el apoyo del gran partido del centroderecha español. Dentro del ámbito catalán iba a haber el pragmatismo del «peix al cove», como en Madrid se iba a necesitar de ese mismo pragmatismo para apuntalar gobiernos. A la vez, esa tensión creativa Madrid-Barcelona podía conllevar una «dignificación de la ciudadanía», como en efecto supuso el Estado autonómico. El catalanismo hacía su aportación hispánica por «l’Espanya gran». Y hasta el centroderecha madrileño abrazaba el vaciamiento de las competencias estatales tanto por honrar la lealtad constitucional como por la convicción, un punto voluntarista, de que la descentralización estaba en línea con las propuestas conservadoras del Estado subsidiario y las liberales de gobierno limitado pero cercano. Dicho de otra manera, Madrid –metonimia del Estado– también se vio dinamizado, electrificado, por el catalanismo. Ahora que esta mecánica de entendimiento se ha desactivado, que al menos nadie nos diga –a los hijos del 78, me refiero– que no fue viable, que no fue positiva, que no funcionó. Que nadie sea injusto con los momentos que vivimos en una España más fraterna que trágica. Si me perdonan la ñoñez –pero qué es un país sino este entrecruzar de sentimentalidades–, quienes fuimos niños madrileños en Barcelona’92 sabemos que hubo ilusión y no sólo conllevancia.
En la larga cocción de un desengaño que le llevaría a fundar Esquerra, el militar de carrera Francesc Macià proclama, al abandonar su escaño en las Cortes –retomado más tarde–, que «no hay ninguna fuerza humana que pueda salvar a España». Lo llamativo es que el futuro no está escrito y sí la hubo, aunque para eso hubiera que esperar: no podemos leer este libro sin el escalofrío preventivo de pensar que ahí detrás, al cabo de tantas conversaciones, esperaban los años treinta, el paso de la intransigencia a la violencia vía la conculcación de la ley; tanta sangre derramada, y el largo silencio del franquismo.
Y, sin duda, del 78 a esta parte, el programa catalanista ha conocido sus éxitos: nadie puede decir que los poderes de Madrid, del Estado central, sean hoy los mismos que en el 77, pongamos, y en ese justo despojamiento hubo una convicción generosa. Hubo, de siete ponentes constitucionales, dos catalanistas. Nunca ha habido, como reclamaba Gaziel, mayor «reconocimiento y respeto de las diversidades peninsulares». Campalans pedía, como recuerda Navarra, un «ideal catalán»: «que nosotros seamos regidos y administrados en nuestra lengua». Bueno, eso es algo que, por incómodo que resulte, se consiguió ahora. Sí, es una ironía: hay motivos para pensar que la vieja aspiración catalanista cuajó en realidad en estas décadas, si bien no está mal traer aquí las palabras de Juan Claudio de Ramón: con el catalanismo «se predica un encaje en España al tiempo que nunca se permite pensar, aunque haya motivos para ello, que el encaje ya se ha producido. Ulises no debe llegar a Ítaca; Penélope ha de seguir tejiendo. El catalanismo parece más el noventayochismo propio de Cataluña que el movimiento regenerador que a veces se teoriza». Una pregunta: ¿y si la España del vilipendiado 78 permite más diversidad interna que la Cataluña que algunos proponen?
Cumplido o no, el ideal catalanista parece ya una pantalla superada: con la mezcla de «ligereza y ferocidad» que vio Burke en todos estos movimientos, hemos traicionado la concordia en la que nacimos. Es posible que la devastación de un tuit pueda hoy más que todos los seminarios, jornadas y ensayos, pero para algunos seguirá siendo un deber ahondar en la hermandad hispánica que nos ha dado no el mero coexistir, sino el vivir juntos. También por eso es importante este libro y –sin duda– por eso me honra ponerle, por modesto que sea, este prólogo. De momento, ya nos iría bien con algo más de esa conllevancia al modo orteguiano.