Mi amigo Jacinto nació en un palacio con ciento nueve millones de reales de renta en tierras de sembradura, viñedos, olivares y alcornocales.
En el Alentejo, por la Extremadura, a través de las dos Beiras, densos setos que serpenteaban por valles y colinas, altos muros de buena piedra, arroyos y caminos delimitaban las propiedades de esta vieja familia agrícola, que ya almacenaba grano y plantaba cepas en tiempos del rey Dionisio I. Su quinta y casa solariega de Tormes, en el Bajo Duero, ocupaba toda una sierra. Entre el río Tula y el río Tinhela, a lo largo de más de cinco leguas, todas las tierras le pagaban tributo. Sus espesos pinares dibujaban una oscura mancha desde Arga hasta el mar de Âncora. Pero el palacio donde Jacinto había nacido y donde siempre vivió estaba en París, en el número 202 de los Campos Elíseos.
Su abuelo, aquel gordísimo y riquísimo Jacinto a quien llamaban en Lisboa «don Galeón», bajando una tarde por la travessa da Trabuqueta, junto al muro de un huerto protegido por una parra, resbaló con una cáscara de naranja y se dio de bruces con el empedrado. Por la puerta del huerto salía en ese instante un hombre moreno, bien afeitado, con una gruesa chaqueta de bayetón verde y botas altas de montar, que, bromeando y sin esfuerzo, levantó al enorme Jacinto y hasta le recogió el bastón con empuñadura de oro que había rodado por el barro. Luego, fijando en él sus negros ojos de gruesas pestañas, le dijo:
—¡Jacinto Galeón! ¿Qué haces por aquí a estas horas rodando por el suelo?
Y Jacinto, aturdido y deslumbrado, reconoció al infante don Miguel.
Desde aquella tarde apreció al buen infante más que a su vientre, a pesar de ser tan glotón, y más que a su Dios, a pesar de ser tan devoto. En la sala noble de su casa (la Pampulha) colgó en la pared el retrato de «su salvador», adornado con palmas como un retablo, y colocó debajo el bastón que las magnánimas manos reales habían rescatado del barro. Durante el tiempo en que el venerado y deseado infante sufrió el destierro de Viena, el barrigudo señor corría bamboleándose en su coche amarillo del cafetín de Zé Maria en Belém a la botica de Plácido en los Algibebes, gimiendo de nostalgia por el «ángel», tramando el regreso del «ángel». El día entre todos bendito en que la Pérola apareció en el puerto de Lisboa con el Mesías a bordo, llenó la Pampulha de guirnaldas, levantó en el Caneiro un monumento de cartón piedra y lona en el que don Miguel, transformado en san Miguel, pintado de blanco, con aureola y alas de arcángel, montado en su corcel de Alter, le clavaba la lanza al Dragón del Liberalismo, que se retorcía vomitando la Constitución. Durante la guerra con el «otro», con el «liberal», mandaba recaderos a Santo Tirso y a São Gens, a que le llevasen al rey fiambres, cajas de dulces, botellas de su vino de Tarrafal y bolsas de hilo de seda repletas de monedas que él mismo enjabonaba para bruñir el oro. Cuando supo que el señor don Miguel, con dos viejos baúles amarrados a un mulo, había tomado el camino de Sines y del destierro definitivo, Jacinto Galeón cerró todas las ventanas como si guardase luto y corrió por la casa gritando furiosamente:
—¡Yo tampoco me quedo! ¡Yo tampoco me quedo!
No, no quería quedarse en la perversa tierra de donde partía, espoliado y rechazado, aquel rey de Portugal que levantaba a los Jacintos en la calle. Embarcó para Francia con su mujer (la señora doña Angelina Fafes, de la famosa casa de los Fafes de Avelã) y con su hijo Jacintinho, un niño amarillento y endeble, cubierto de bubones y forúnculos, acompañado de su haya y de su paje negro.
En las costas de Cantabria, el paquebote encontró una mar tan bravía que la señora doña Angelina, toda desgreñada, de rodillas en el jergón del camarote, prometió al Senhor dos Passos de Alcântara una corona de espinas de oro, con las gotas de sangre en rubíes de Pegu. En Bayona, donde atracaron, Jacintinho tuvo ictericia. En la carretera de Orleans, en mitad de una noche de perros, se rompió el eje de la berlina en la que viajaban, y el grueso señor, la delicada señora de la casa de Avelã y el niño anduvieron tres horas en medio de la lluvia y el barro del exilio hasta llegar a una aldea, donde tras golpear como mendigos las mudas puertas durmieron en los bancos de una taberna. En el Hotel de los Santos Padres, en París, sufrieron los terrores de un incendio que había estallado en las caballerizas, debajo del cuarto de don Galeón, y el honrado hidalgo, tambaleándose por las escaleras en camisón hasta llegar al patio, se clavó en el pie un pedazo de vidrio. Entonces alzó al cielo su puño velludo y rugió amargamente:
—¡Ya está bien! ¡Caramba!
Esa misma semana, sin pararse a escoger, Jacinto Galeón le compró a un príncipe polaco, que después de la toma de Varsovia se había hecho cartujo, aquel palacete del número 202 de los Campos Elíseos. Y allí, bajo los oropeles recargados de los estucos, entre los tapices floreados de las paredes, para descansar de tanta agitación, se refugió en una vida de molicie y buena mesa, con algunos compañeros de exilio (el magistrado Nuno Velho, el conde Rabacena y otros de menor importancia), hasta que murió de indigestión a causa de una lamprea en escabeche que le había enviado su administrador de Montemor. Los amigos pensaron que doña Angelina volvería al reino, pero la buena mujer tenía miedo del viaje, de los mares y de las calesas que se parten por la mitad. Y no quería separarse de su confesor, ni de su médico, que tan bien le entendían los escrúpulos y el asma.
—Lo que es yo, me quedo en el 202 —confesó—, aunque echo en falta la excelente agua de Alcolena… Jacintinho, que decida cuando crezca.
Y Jacintinho creció. Era un mozo más pálido y más flaco que un cirio, con largos cabellos lacios, narigudo, silencioso, enfundado en ropas negras, anchas y sin ceñir. Por la noche, no podía dormir por culpa de la tos y los ahogos; vagaba en camisón con una lamparilla por todo el 202; y los criados, cuando hablaban en la despensa, le llamaban «la Sombra». De aquella mudez y de aquella indeterminación de sombra surgió, al acabar el luto por papá, una muy viva afición a labrar maderas en el torno. Algún tiempo después, con la marchita flor de sus veinte años, brotó de su persona otro sentimiento, de deseo y admiración por la hija del magistrado Velho, una niña redondita como una tórtola, educada en un convento de París, y tan habilidosa que esmaltaba, doraba, arreglaba relojes y hacía sombreros de fieltro. En el otoño de 1851, cuando los castaños de los Campos Elíseos perdían ya las hojas, Jacintinho escupió sangre. El médico, acariciándose el mentón y con una arruga de preocupación en la despejada frente, aconsejó que el niño se marchase al balneario de Golfe Juan o a las cálidas playas de Arcachon. Pero Jacintinho, con su tesón de sombra, no se quiso apartar de Teresinha Velho, a quien seguía por París como una muda y persistente sombra. Como una sombra se casó, dio algunas vueltas más al torno, escupió un resto de sangre y se fue como una sombra.
Tres meses y tres días después del entierro nació mi amigo Jacinto.
Desde la cuna, donde la abuela esparcía hinojo y ámbar para ahuyentar el «mal fario», Jacinto medró con la seguridad, la reciedumbre y el vigor de un pino de las dunas.
No tuvo el sarampión y no tuvo lombrices. Las letras, la tabla de multiplicar y el latín penetraron en él tan fácilmente como el sol por el cristal de una ventana. En los patios de los colegios, blandiendo su espada de latón y dando gritos de mando, muy pronto venció a sus camaradas y se convirtió en el rey adulado a quien los otros ceden la fruta de las meriendas. En la edad en que se lee a Balzac y a Musset nunca sufrió los tormentos de la sensibilidad; ni los ardientes crepúsculos lo retuvieron en la soledad de una ventana, padeciendo por un deseo sin forma y sin nombre. Todos sus amigos (que éramos tres, contando a Grillo, su criado negro de siempre) mantuvimos hacia él una amistad pura y firme, que nunca se incrementó por participar de su opulencia y que tampoco se vio mermada por las manifestaciones de su egoísmo. Como no tenía un corazón lo bastante fuerte para concebir un amor fuerte, y como estaba contento con esa incapacidad liberadora, del amor sólo experimentó la miel, esa miel que el amor reserva a los que la recogen a la manera de las abejas: melodiosamente, con ligereza y movilidad. Como era robusto, rico e indiferente al estado y al gobierno de los hombres, nunca le conocimos otra ambición que la de comprender bien las ideas generales; y su inteligencia, en los alegres años de la universidad y las controversias, circulaba por las más densas filosofías como una lustrosa anguila por el agua clara de un estanque. Su talento, aquilatado y genuino, nunca se vio ignorado ni despreciado; y cualquier opinión, o incluso cualquier broma que soltase, encontraba al instante una corriente de simpatía y aceptación, que la alzaba y la sostenía balanceándose y refulgiendo en la superficie. Las cosas le obedecían con docilidad y cariño. No recuerdo que se le descosiera un botón de la camisa, que un papel se escondiese maliciosamente ante su vista o que, en un momento de prisa y de necesidad, un pérfido cajón se empeñase en seguir cerrado. Una vez, mofándose descreído de la Fortuna y su rueda, le compró un décimo de lotería a un sacristán español, y al punto la Fortuna, ligera y sonriente sobre su rueda, corrió como una exhalación a llevarle cuatrocientas mil pesetas. Y hasta las nubes del cielo, henchidas de humedad, si avistaban a Jacinto sin paraguas, contenían reverentes su descarga hasta que pasase… ¡Ah! El ámbar y el hinojo de la señora doña Angelina habían ahuyentado de su destino, olímpica y definitivamente, «el mal fario». Su cariñosa abuela (a la que conocí obesa y con barba) solía citar un soneto de cumpleaños, obra del magistrado Nunes Velho, que tenía un verso muy a propósito:
«Sabed, señora, que esta vida es río…». Pues ni siquiera un río en verano, manso y traslúcido, que discurriera armoniosamente por un lecho de arena suave y blanca, entre sotos fragantes y dichosas aldeas, ofrecería a aquel que bajase por su corriente en un barco de cedro, entoldado y acolchado, con frutas y champán refrescándose en hielo, con un ángel al timón y otros ángeles empujando a sirga, más seguridad y más dulzura de lo que la Vida ofrecía a mi amigo Jacinto.
Por eso le llamábamos «el Príncipe de la Gran Ventura».
Jacinto y yo, José Fernandes, nos encontramos y nos hicimos amigos en París, en las escuelas del Barrio Latino, adonde me había enviado mi querido tío Afonso Fernandes Lorena de Noronha e Sande, cuando aquellos infames me echaron de la universidad por romperle la cara asquerosa al licenciado Pais Pita, en la calle Sofia de Coimbra, una tarde de procesión.
Por esa época, Jacinto había concebido una idea… Este Príncipe había concebido la idea de que «el hombre sólo es supremamente feliz cuando es supremamente civilizado». Por hombre civilizado, mi camarada entendía a aquel que, robusteciendo su fuerza pensante con todas las nociones adquiridas desde Aristóteles, y multiplicando la potencia corporal de sus órganos con todos los mecanismos inventados desde Terámenes, creador de la rueda, se convierte en un magnífico Adán casi omnipotente y casi omnisciente, y por lo tanto apto para recoger del seno de una sociedad y de los límites del Progreso (en el estado en que éste se hallaba en 1875 ) todos aquellos gozos y provechos que resultan de saber y de poder… Al menos, así de locuazmente formulaba Jacinto su idea cuando conversábamos sobre los fines y los destinos humanos, sorbiendo inmundos bocks bajo los toldos de las cervecerías filosóficas del bulevar Saint Michel.
Esa idea de Jacinto impresionó a nuestros compañeros de cenáculo, que como nacieron a la vida intelectual de 1866 a 1870 , entre la batalla de Sadowa y la de Sedán, habían escuchado constantemente desde entonces de los técnicos y de los filósofos que fue la espingarda de aguja la que venció en Sadowa y que fue el maestro de escuela el que venció en Sedán, y estaban preparados de sobra para creer que la felicidad de los individuos, igual que la de las naciones, se alcanza por medio del desarrollo ilimitado de la mecánica y de la erudición. Uno de aquellos mozos, nuestro ingenioso Jorge Carlande, para facilitar la circulación de la teoría de Jacinto y condensar su brillo, la redujo a una fórmula algebraica: suma felicidad = suma ciencia × suma potencia
Durante muchos días, del Odéon a la Sorbona, la juventud positivista alabó la ecuación metafísica de Jacinto.
Sin embargo, para Jacinto, aquella idea no era meramente metafísica, ni la había lanzado por el gozo elegante de ejercer la razón especulativa, sino que constituía una regla, llena de realismo y de utilidad, que podía determinar la conducta y regular la vida. Por esa época, y siguiendo su propio precepto, Jacinto se había provisto ya de la Pequeña enciclopedia de los conocimientos universales en setenta y cinco volúmenes, y en un mirador acristalado instaló un telescopio sobre los tejados del 202 . Precisamente con ese telescopio se me hizo evidente su idea, en una noche de agosto, de húmedo y sofocante calor. En los cielos remotos destellaban lánguidos relámpagos. Por la avenida de los Campos Elíseos, los fiacres se dirigían al frescor del Bosque de Bolonia, lentos, abiertos, cansinos, rebosantes de vestidos claros.
—Zé Fernandes, aquí tienes demostrada—empezó a decir Jacinto, apoyado en la ventana del mirador—la teoría que rige mi conducta. Con estos ojos que recibimos de la madre naturaleza, diligentes y sanos, apenas podemos distinguir a lo lejos, al otro lado de la avenida, el escaparate iluminado de aquella tienda. ¡Nada más! Pero si añado a mis ojos los dos simples cristales de unos gemelos de carreras, detrás de la luna del escaparate veo jamones, quesos, tarros de gelatina y cajas de ciruelas pasas. Deduzco, por tanto, que se trata de una tienda de ultramarinos. He obtenido una noción, y tengo con respecto a ti, que con los ojos desnudos solamente ves el resplandor del escaparate, una ventaja cierta. Ahora, si en lugar de estos sencillos cristales usase yo los de mi telescopio, de configuración más científica, podría vislumbrar a lo lejos, en el planeta Marte, los mares, las nieves, los canales, el perfil de los golfos y toda la geografía de un astro que gira a millares de leguas de los Campos Elíseos. Es otra noción, ¡y tremenda! Aquí tienes, pues, el ojo primitivo, el de la naturaleza, elevado por la civilización a la máxima potencia visual. A partir de ahí, y por lo que respecta al ojo, yo, hombre civilizado, soy más feliz que el incivilizado, porque descubro realidades del universo que éste ni siquiera sospecha y de las que se encuentra privado. Aplica esta prueba a todos los órganos y comprenderás mi principio. En cuanto a la inteligencia y a la felicidad que de ella se obtiene por medio de la incesante acumulación de ideas, sólo te pido que compares a Renan y a Grillo… Claro es, por tanto, que debemos rodearnos de civilización en las máximas proporciones para gozar en las máximas proporciones de la ventaja de vivir. ¿Estás de acuerdo, Zé Fernandes?
A mí no me parecía irrefutablemente cierto que Renan fuese más feliz que Grillo; ni veía qué ventaja espiritual o material puede sacarse de distinguir a través del espacio las manchas de un astro, o a través de la avenida de los Campos Elíseos, los jamones de un escaparate. Pero dije que sí, porque soy bueno, y nunca apartaré a nadie de un concepto donde encuentre seguridad, disciplina y energía. Me desabroché el chaleco y, señalando las luces de un café, dije:
—¡Vamos, pues, a beber en las máximas proporciones, brandy and soda con hielo!
Por una conclusión muy natural, la idea de civilización que tenía Jacinto no se apartaba de la imagen de ciudad, de una enorme ciudad, con todos sus vastos órganos funcionando a pleno rendimiento. Mi ultracivilizado amigo no comprendía que, lejos de almacenes atendidos por tres mil dependientes, y de mercados donde se descargan las vegas y vergeles de treinta provincias, y de bancos donde retiñe todo el oro del mundo, y de fábricas que humean sin cesar y sin cesar inventan, y de bibliotecas abarrotadas hasta reventar con el papelorio del pasado, y de millas de apretadas calles, atravesadas, por abajo y por arriba, de hilos de telégrafos, hilos de teléfonos, tuberías de gas, tuberías de aguas fecales, y del atronador desfile de ómnibus, tramways, carretas, velocípedos, tartanas y coches de lujo, y de dos millones de seres humanos grises que, rodeados de policía, se afanan jadeantes en la dura búsqueda del pan o en la ilusión del placer, el hombre del siglo xix pudiese saborear plenamente el gozo de vivir.
Cuando Jacinto, con los balcones de su habitación del 202 abiertos de par en par a las floridas lilas, desplegaba ante mí esas imágenes, todo él se henchía esplendoroso:
—¡Qué noble invención la de la ciudad! ¡Sólo gracias a ella, Zé Fernandes, sólo gracias a ella, puede el hombre afirmar olímpicamente que tiene alma!
—¡Eh, Jacinto! ¿Y la religión? ¿No prueba la religión la existencia del alma?
Jacinto se encogía de hombros.
—¡La religión! La religión es el ampuloso desarrollo de un instinto rudimentario, común a todos los animales, el terror. Un perro, lamiendo la mano del amo que le da un hueso o un azote, es ya la tosca configuración de un devoto postrado en oración ante el Dios que reparte cielo o infierno… ¡Pero el teléfono! ¡El fonógrafo!
»¡Fíjate en el fonógrafo! Sólo el fonógrafo, Zé Fernandes, me hace sentir de veras mi superioridad de ser pensante y me separa del bruto. ¡Créeme, Zé Fernandes, la ciudad es lo único que existe!
Y añadía, además, que sólo la Ciudad le brindaba la sensación, tan necesaria para la vida como el calor, de la solidaridad humana. En el 202 , cuando consideraba que a su alrededor, en la densa masa del caserío de París, dos millones de seres se afanaban en la tarea de la Civilización (para mantener el dominio de los Jacintos sobre la naturaleza), sentía una sensación de sosiego y refugio sólo comparable a la del peregrino que, cruzando el desierto, se alza en su dromedario y vislumbra la larga fila de la caravana que avanza, llena de antorchas y de armas…
—¡Caramba!—murmuraba yo impresionado.
Lo contrario que en el campo, donde Jacinto, rodeado por la inconsciencia y la impasibilidad de la naturaleza, temblaba de miedo ante su propia fragilidad y su soledad. Se encontraba allí como perdido en un mundo que no le resultaba fraternal: ninguna zarza retiraría sus espinas para dejarle pasar; si gimiese de hambre, ningún árbol, por cargado que estuviese, le tendería su fruto en el extremo de una compasiva rama. Además, en medio de la naturaleza, Jacinto asistía a la súbita y humillante inhabilitación de todas sus facultades superiores. ¿De qué servía, entre bichos y plantas, ser un genio o un santo? Las mieses no entienden las Geórgicas, y resultaba imprescindible la vehemente intervención de Dios, la alteración de todas las leyes naturales y un enérgico milagro, para que el lobo de Gubbio no devorase a san Francisco de Asís, que le sonreía, le tendía los brazos y le llamaba «¡hermano lobo!». El intelecto se esteriliza en los campos, y sólo queda la bestialidad. En los rudimentarios reinos de lo vegetal y lo animal, sólo dos funciones se mantienen activas: la nutritiva y la procreadora. Aislada y sin ocupación posible, entre hocicos y raíces que no cesan de chupar y de hozar, sofocándose en el aliento cálido de la universal fecundación, su pobre alma se agostaba, se reducía a una migaja de alma, a una chispita espiritual que brilla con luz trémula sobre un pedazo de materia; y en esa materia, imperiosos y lacerantes, dos instintos surgían: el de devorar y el de engendrar. Al cabo de una semana campestre, de todo su ser, tan noblemente constituido, sólo quedaba un estómago y un falo. ¿Y el alma? Desaparecida bajo la bestia. Entonces necesitaba correr, entrar de nuevo en la ciudad, sumergirse en las aguas lustrales de la civilización, para desprenderse en ellas de la costra vegetativa y resurgir rehumanizado, espiritual y jacíntico de nuevo.
Pero las exquisitas metáforas de mi amigo expresaban sentimientos reales, de los que fui testigo regocijado en el único paseo que dimos por el campo, en el muy sociable y muy acogedor bosque de Montmorency. ¡Jacinto en medio de la naturaleza! ¡Un episodio de entremés! En cuanto se apartaba de los senderos de madera o de macadán, cualquier suelo que sus pies hollasen le llenaba de desconfianza y de terror. Aunque estuviesen secos, le parecía que los prados rezumaban una humedad mortífera. Debajo de cada terrón, tras la sombra de cada piedra, temía el asalto de un alacrán, de una víbora, de figuras viscosas y reptantes. En el silencio del bosque sentía el lúgubre vacío del universo. No soportaba la familiaridad con que las ramas le rozaban los brazos o la cara. Saltar un seto suponía para él un acto degradante que lo remitía al mono primigenio. Una flor que no hubiese visto antes en jardines, domesticada por siglos de servidumbre ornamental, le inquietaba como si fuese venenosa. Consideraba de una melancolía funambulesca algunas actitudes y apariencias de los seres inanimados: la prisa cantarina y sin sentido de los regatillos, la desnudez pelada de las rocas, las contorsiones de los árboles y su murmullo, tan solemne y tan tonto.
Después de una hora en aquel recatado bosque de Montmorency, mi pobre camarada jadeaba despavorido, experimentando por momentos ese declive y desaparición del alma que lo transformaría en un bicho más. Sólo se serenó cuando llegamos al empedrado y a la luz de gas de París, y cuando nuestra victoria casi se despedaza contra un estruendoso ómnibus repleto de ciudadanos. Le dijo al cochero que recorriésemos los bulevares, para disolver en su espesa sociabilidad aquella burda materialización que le había dejado la cabeza tan pesada e inconsciente como la de un buey. A mí, me exigió que le acompañase al Teatro de Variedades para sacudirse, con el estribillo de La Femme à Papa, el molesto rumor de los mirlos cantando en los chopos, que todavía le zumbaba en los oídos.
Ese maravilloso Jacinto cumplió por entonces veintitrés años, y era un soberbio mozo en el que había reaparecido la fuerza de los antiguos Jacintos rurales. Sólo su nariz, afilada, con las aletas casi trasparentes y de una inquieta movilidad, como si anduviese olisqueando perfumes, pertenecía al refinamiento del siglo xix. El cabello se mantenía crespo y casi lanígero, a la manera de los rudos tiempos; y el bigote, lo mismo que el de un celta, caía en sedosos hilos que había que cepillar y rizar. Todo su vestuario (las gruesas corbatas de satén oscuro con alfiler de perla, los guantes de ante blanco y el betún de las botas) le llegaba de Londres en cajas de cedro, y siempre llevaba en el pecho una flor, no natural, sino diestramente compuesta por su florista con pétalos de diversas flores: clavel, azalea, orquídea o tulipán, embutidos en un asta y acompañados de un leve follaje de hinojo.