La trastienda
por Olga Lucas
Marie Kondo no siempre tiene razón . Si la tuviera, no estaríamos leyendo este libro surgido del desorden, del montón de papeles y objetos acumulados al estilo Diógenes, supervivientes de numerosas mudanzas.
En sus últimos años José Luis Sampedro teorizaba mucho acerca del orden y el caos. Yo solo entendía sus explicaciones vagamente, nunca logré asimilarlas hasta el punto de poder reproducirlas. Sin embargo, cuando tras su fallecimiento quedé aplastada por la ingente cantidad de papeles que dejaba a mi cargo, me pareció entender, si no lo que decía, sí el hecho de que hablara de ello. Miles, decenas de miles de papeles ordenados a su manera, por un lado con la meticulosidad y el rigor del científico estructuralista, por otro con el caos imaginativo del gran creado. Nada extraño pues él era ambas cosas. Seis años después, cuando ya creíamos haber ordenado, indexado y digitalizado todo ese legado, hoy depositado en la BNE, aparecieron unas cajas de aspecto inequívocamente destinado a acabar en la basura. No solo Marie Kondo y sus seguidores, cualquier persona sensata las hubiera tirado sin contemplación, pero ¡alto; eran cajas de Sampedro! Por fortuna nadie se atrevió.
Finalmente un día las abrí. Dentro de una de ellas había otra caja más pequeña rotulada de su puño y letra con la palabra POESÍA. Y dentro de ésa un cuaderno antiquísimo y muchas hojas, unas manuscritas, otras mecanografiadas, todas ellas con abundancia de ácaros. Me encontré pues ante lo que intuí un gran hallazgo al que, pese a todo, no podía acceder debido a mi alergia y deficiencia visual. ¿Qué hacer?
Llamé a José Manuel Lucía Megías, le entregué la caja, le pedí que se la llevara a su casa antes de que yo acabara en urgencias y allí, cómodamente, en su condición de investigador y poeta, estudiara el contenido y me diera su opinión acerca del valor literario de este sorprendente hallazgo. A las pocas horas me llamó entusiasmado y agradecido por haber depositado mi confianza en él. Se puso inmediatamente a trabajar en la transcripción y ordenación de todo ese material. Días más tarde David Trías se enteró y quiso verlo, habló con Gloria Gutiérrez y entre los tres se fueron transmitiendo ilusión y me arrastraron a ella. Resultado: el libro que hoy presentamos bajo el título Días en blanco.
Mis dudas. Las de siempre a la hora de publicar material inédito que su autor no publicó en vida, pero sin embargo guardó. Las obras que de verdad no se desean que vean la luz tras el fallecimiento, no se dejan ahí, al albur de lo que decidan los demás. Salvo en el caso de muerte repentina en edad temprana, resulta difícil entender que un autor conserve manuscritos hasta el final de sus días, si está seguro de que no deben ser publicados. Creo que es dejar en manos de terceros la decisión que no quiso, no pudo o no se atrevió a tomar el autor mismo en vida.
En el caso de la poesía de José Luis Sampedro, hasta donde sabemos, no se publicó porque él mismo no le otorgó calidad suficiente. Tenía un gran respeto por la poesía y no consideraba la suya a la altura de la poesía en mayúsculas. Pero la escribió y la conservó.
Personalmente creo que tenía razón en considerarse mucho mejor novelista que poeta y que probablemente fue un acierto por su parte rechazar la propuesta de su publicación cuando ya era conocido y admirado por ser el autor de Los círculos del tiempo (Octubre, Octubre, La vieja sirena y Real Sitio). «Mi poesía no llegó a satisfacerme . Yo soy de prosa», dijo a sus alumnos en la UIMP.
Sin embargo, siete años después de su fallecimiento y basándome en mi experiencia ante este hallazgo, en la emoción que experimentaron las tres personas ya mencionadas que promovieron esta publicación y las que han trabajado en la edición de este volumen, considero que debe ser compartida con los demás. Los estudiosos y seguidores de la obra de José Luis Sampedro deben conocerla.
Por último, porque así me lo piden los editores y sin entrar en los valores poéticos que analiza José Manuel Lucía Megías en su estudio introductorio, debo añadir algo acerca del impacto que me ha producido leer estos poemas.
Lo cierto es que yo conocía las poesías, digamos de la «edad adulta», que son prácticamente todas las que estaban mecanografiadas. Algunas de ellas publicadas en libros colectivos, unas pocas incluidas en Escribir es vivir y los 6 poemas publicados en «Ventanas de viento», un libro ilustrado por el artista balear Miró Llull, a petición suya, y publicado en 1988.
Por supuesto también conocía las frívolas, agrupadas aquí bajo el epígrafe Poesía cómico-satírica y que formaban parte de la cotidianeidad de Sampedro. Eran su forma de combatir el hastío, la rutina, de soportar las reuniones, en definitiva, de hacer más divertida la vida o simplemente su manera de estar en ella. Ninguna sorpresa por ahí. Cualquiera que haya convivido un poco con Sampedro le habrá oído versificar y canturrear.
Para mí lo sorprendente e impresionante es el contenido del cuaderno hallado en el fondo de una caja dentro de otra caja y que contiene sus primeros escritos desde 1935 y las anotaciones durante la guerra. Quien conozca la revista UNO (sus inicios literarios) o haya leído el libro de Andrés Sorel José Luis Sampedro, un renacentista del siglo XX, ya sabrá que el joven Sampedro a sus dieciocho años escribía sobre Montaigne, leía a Gerardo Diego y buscaba su propia voz de escritor, exploraba los diversos géneros, intentaba encontrar aquel en el que le resultara más cómodo encauzar su potencial creativo y dar salida a todo el torrente de ideas y entusiasmo ante el descubrimiento de las diversas artes, una vez liberado de los estudios más áridos de las oposiciones a Oficial de Aduanas y conseguido un buen destino en Santander.
Como él mismo contó «cuando ya estaba como el urogallo, ebrio de vida, enfebrecido por los descubrimientos creativos…
¡¡Pumba!! Estalla la Guerra Civil». Un chaval de diecinueve años, lógicamente es llamado a filas, primero por la República y a partir de agosto de 1937 «los nacionales tomaron Santander y me tomaron a mí». Pero en ambos bandos, Sampedro hizo la guerra con «mi libretita y mi diccionario».
Impresiona leer cómo en plena refriega el joven Sampedro se sigue aferrando a esa búsqueda de sí mismo, de su camino literario, de su arte y filosofía, cómo le impacta el descubrimiento de la naturaleza. La guerra está ahí como telón de fondo, pero como si no fuera con él y solo la percibiera como una contrariedad que le cortaba las alas y en la que él no quería entrar. Al menos es mi impresión como lectora, probablemente condicionada porque encaja con lo que él siempre ha contado, con su metáfora del urogallo, con el lamento de haber interrumpido su formación musical y ver truncado su deseo de cursar estudios de Filosofía y Letras por el estallido de la guerra.
A quienes afortunadamente solo hemos visto las trincheras en las películas nos cuesta imaginar que en esas circunstancias se pueda estar pensando en «querer labrar mi vida con místico fervor de artesanía», o en la «metafísica del almendro», pero es probable que a lo largo de tres años de guerra, haya momentos y momentos, y entre un bombardeo y otro también encuentre su lugar incluso la «metafísica del almendro» y las hondas preocupaciones de José Luis Sampedro.
[Recién llegado aún; recién atravesado]
Recién llegado aún; recién atravesado
el límite sin fin de La Mancha desierta
vastamente extendida y eternamente abierta,
me asombraba el espacio limitado
y el dormido cristal de las calladas fuentes,
y el ambiente sereno de plenitud lograda,
y el rumor de la brisa en las ramas colgada
y los juegos de luz sonrientes…
y me llegué hasta el río, tranquilo caminante,
y hasta el rincón florido, donde el sátiro ríe
desde el jarrón de piedra, y la rosa deslíe
y el jazmín, su perfume fragante .
Jardines, aquel día me fuisteis presentados
y sin darme yo cuenta, mi alma quedó prendida
en la tela de araña invisible, tejida
en los caminos intransitados.
[23-XI-36]
El mundo en tensión
El mundo es un tambor
extraordinariamente
maduro para el ritmo.
Los caballos salvajes,
la savia, los torrentes,
el vino, las canciones de los hombres,
todo cuanto es de sangre,
hierve bajo su piel, atirantada
en el círculo azul del horizonte.
Huye
la brisa a despertar
a las aguas, las llamas y los astros
cantando el inminente nacimiento del Mundo.
Se espera
la llegada de un mundo de maravillosa belleza.
Nada lo anuncia, nada.
Mas alejado está por un instante
que por miles de años.
Es una madre nueva
que sin saber el nombre del milagro,
lo presiente en sus venas, en su sangre.
Un rebelde silencio
de no querer ser voces del invierno
y no poder ser voz de primavera.
Ni el aire, ni las aguas
se complacen en ser huracán, hielo.
Siente por vez primera las cadenas
de esclavos del invierno.
Diálogo de los países perdidos
—¿De dónde vienes, di, de dónde vienes
que traes una mirada tan lejana?
—De más allá de los mares.
De más allá de los mares.
—Mirarte es contemplar
unas aguas opacas, inmóviles, pesadas;
en las que flotan cascos rojos y negros de navíos.
y cascos blancos de blanquísimos veleros.
Y piraguas de tronco de las islas.
Y en el fondo, sobre el cieno arenoso,
yace un resto de buque: solo un viejo madero carcomido.
Pero aún puede leerse:
«Santa Lucía.
Huelva».
—Es el puerto de una ciudad
en cuyas cercanías se yerguen las palmeras.
En cuyas avenidas
pasean hombres blancos y vestidos de blanco
y mujeres de bronce cuyos desnudos senos se mueven al andar
y envuelven sus caderas con telas estampadas de pájaros, de flores.
En la plaza, en aquel edificio en que he vivido yo,
en que aún vive mi escudo,
vive ahora el Sr . Gobernador,
que pasea en calesa abierta por las tardes
después de tomar el té.
—¿Y qué latido inquieto palpita en tu mirada?
—Son los pasos del hombre de la casaca roja
que armado de fusil
mide los siete metros de la vieja terraza,
tac, tac, como un metrónomo espantoso
que colma mi dolor.
Porque es la única cosa que allí tiene medida,
tiene exactitud, ritmo .
Y oprime a las demás, a las que no fue dado.
¡Ah! ¡Si todas hubiesen disfrutado del orden!
Pero no . Las caderas,
los senos de las mujeres; los labios y las manos de los hombres,
los ojos de los niños, la palmeras,
sufren con el tac, tac,
de los pasos del hombre de la casaca roja.
—¿Y tú has estado antes en aquella ciudad?
—Sí, y la llamé provincia,
pero nunca colonia.
Porque así nunca hubiera logrado que aprendieran
sus mujeres el paso de las mías;
que sus niños jugasen con los míos.
Y los allí nacidos
vienen a mi tierra sin hallar diferencias
como si nunca hubiesen salido de la suya.
Pero estaba cansada . ¡Tan cansada!
que me ha rendido el sueño.
Sí, hasta que he escuchado
tu llanto y he sentido
que tirabas de mi falda y me has despertado.
¿Qué te pasaba?
—Tenía miedo de que no estuvieses dormida,
solo dormida; y de quedarme solo.
Pero me hablas, y ya estoy tranquilo.
[Nunca querré juzgar . Comprender solo]
Nunca querré juzgar. Comprender solo.
No querré la balanza ni la espada
ni los ojos vendados. ¡Bien abiertos
al motivo, al secreto, a la mentira,
al crimen, al impulso, a la desgracia!
El espejo prefiero: ese que ahonda,
con su forma y color de corazón,
corazón mío. Pues yo soy -también-
el ángel, el asesino, el niño .
El que yerra, el que acierta, el que tropieza.
¿Dar premios o castigos? Pero ¿por qué?
¿Por ser?
Y eso ¿con qué se mide? ¿Con el éxito?
¿Con las tablas escritas, muerta letra?
¿Con tríos de hombres negros?
¿O con clamor de piedras de la masa?
(¿Con su pasión sobre la tierra quieta?)
¿Se mide con los tomos de la historia,
al fin masa, hombre negro, letra muerta
y polvo por encima?
Juzgar es dividir, poner aparte.
Bueno y malo, medalla o cementerio,
olvido o mausoleo. (Cien siglos más
y todo es ya lo mismo:
el polvo que juzgó como el juzgado.)
Comprender es vivir: no romper nada:
junto el ser, su acto y su destino
con su pasado y su presente.
Su son de ser humano, su futuro
y su armonía mortal. Suceso eterno,
sin etiquetas de papel pintado.
La vida misma, ¿acaso es que se juzga?
¿Es que acaso la vida es buena o mala,
triste o alegre?, ¿amarga o dulce?
No pongáis adjetivos a la vida.
No cortéis una libra de su carne (era triste, era alegre)
para creer, oh, tontos,
que hay carne de la vida en tu despensa.
La vida es. ¿Te enteras?
Europa
La luz era dos mil años más joven.
Los picos de los montes más agudos
(con dos mil años menos de erosión)
cuando aquel genio moreno y delgado
pintó un retrato de mujer en Cnosos.
Allí se fundó Europa, como allí nació el mito.
Luz de gas en Viena.
Lluvia en París: Europa.
Un hombre que va solo por la calle
y, de pronto,
necesita no correr, no tener prisa.
Europa es la vendedora de periódicos.
Es Francisco José, muriendo aquel noviembre
sobre su austera cama de campaña
en Schöbrunn.
Viudo de su mujer, asesinada
en la Rue de Mont-Blanc, allá en Ginebra.
Viudo de su nación. Viudo de Europa.
(Sí, aunque París se enfebreciera
del veinte al veintinueve.)
Pero Europa soy yo. ¿Qué más me importa
que ahora pisen Viena esos soldados
que no oyeron jamás, jamás a Strauss?
Quedémonos aquí. Aquí viviremos
aún muriendo, mientras que allá viviendo
moriríamos. Así los senadores
europeos de Roma se sentaron
esperando la muerte de los bárbaros
y la inmortalidad de su esperarla.
[El hombre nada más . Tan solo el hombre]
El hombre nada más. Tan solo el hombre.
En el principio, el hombre . Y al acabar, el hombre.
Y entre principio y fin, la vida humana.
Este telón, y el hombre. Si acaso, otros telones
que son el embalaje de las vidas,
sus envolventes, su presentación;
pero que solo son papel y lienzo,
imágenes y falsas perspectivas,
ilusiones lejanas, fugaces impresiones,
de quita y pon, que suben y que bajan.
Si acaso esos telones que se cambian
y en medio de ellos, sí, la vida humana.
La vida humana, el hombre y su palabra,
y sus manos robustas o temblonas,
generosas o ávidas, sus manos.
El hombre y su mirada y sus sentidos.
El hombre y sus dos pies sobre la tierra.
El hombre y sus acciones; y su frente
pensativa y secreta y su silencio.
El hombre y sus lamentos y su risa.
El hombre en el desierto de su mundo.
El hombre en fin: LA SOLEDAD DEL HOMBRE.
[27-XII-61]
Pequeños cambios producen grandes efectos o A dónde iremos a parar
Se reunió el Parlamento de animales
para escribir su Carta de Derechos,
y con ella evitar los muchos males
que a los débiles dejan tan deshechos .
Un viejo orangután de Filipinas
eyaculó un proyecto en una tarde
con tantas expresiones sibilinas
que la pantera inglesa, con anginas,
dijo: «Coño, la cosa está que arde» .
Se puso a discusión el primer punto
cuyo texto se expresa en este rollo:
«El mundo todo entero en su conjunto
perseguirá el progreso y desarrollo» .
Habló con un desdén poco aristócrata
el asno americano (era demócrata):
«Apruebo la intención», dijo, «sin duda,
pero encuentro la forma un poco ruda.
»¿No se puede afirmar que el mundo crece
si no con sus montes y sus océanos?
Sería más exacto, me parece,
referirse tan solo a los humanos» .
Por la Asamblea así quedó aceptado
y el zorro secretario -un palestino-
enmendó ad hoc el texto filipino
continuando el debate así empezado.
Se pasó a la otra frase, y al momento,
el oso ruso dijo: «Estoy conforme
si se corrige cierto error enorme
que desdeña el concepto crecimiento.
»Progreso es un concepto metafísico
manejado por el capitalismo
y desarrollo viene a ser lo mismo.
Por eso yo prefiero algo más físico
»y material, cual es el crecimiento.
No negaréis, espero, mi argumento».
No se negó, y así quedó enmendado,
pero en ello no concluyó el debate,
pues el gallo francés dijo:
«El remate de la frase no está redondeado.
»En principio, mi acuerdo es aplastante
pero debe ser cosa decidida
que el crecimiento habrá de ser constante.
No basta que se impulse un solo instante
sino que ha de durar toda la vida».
De perlas pareció lo adicionado
y con tan acertadas correcciones
dentro de tan concordes opiniones
el texto se estimó perfeccionado.
«Tanto acuerdo me pone muy contento»,
dijo el león, «y si hemos terminado
léase ya lo que hemos acordado
que será un admirable monumento».
«Señor», repuso el zorro palestino,
«resulta que, a pesar de tanto acuerdo
evidente será para el más lerdo
que se ha perdido el texto filipino.
»La Asamblea estaría muy unida
pero al cambiar un poco aquí y allí
el texto corregido queda así:
Los hombres crecerán toda su vida».
[Sociedad de Naciones, Ginebra, c. 1968]