A Eva no hace falta que nadie le diga que el mundo está roto. Operadora de emergencias del turno de noche en Nueva Orleans, Eva McNabb oye los quebrantos de la humanidad a diario, ocho horas seguidas, cinco días por semana. Más, si hace doblete. Se entera de los accidentes de tráfico, de los atracos, los tiroteos, las muertes, las mutilaciones, los asesinatos. Oye el miedo, el pánico, la rabia, la ira y el caos, y manda a hombres hacia ellos a toda velocidad.
Porque son casi siempre hombres, aunque cada vez haya más mujeres en el cuerpo. Eva, sin embargo, piensa en ellos como en sus chicos, sus niños. Los manda a toda esa desolación y luego le pide al cielo que vuelvan de una pieza.
Vuelven casi todos, aunque a veces no, y entonces manda a ese lugar de quebranto a más de sus chicos, de sus niños. Literalmente en ocasiones, porque su marido era policía y ahora también lo son sus dos hijos.
Así que Eva conoce esa vida. Conoce ese mundo.
Sabe que se puede salir de él, pero que siempre se sale roto.
***
Hasta con luz de luna se ve sucio el río.
Jimmy McNabb no querría que fuera de otro modo: le encanta el río sucio de su sucia ciudad.
Nueva Orleans.
Se crio y vive aún en Irish Channel, a pocas calles de donde se encuentra ahora, detrás de un coche sin distintivos policiales, en el aparcamiento del muelle de First Street.
Angelo, él y el resto del equipo se están preparando: chalecos, cascos, pistolas, granadas aturdidoras… Igual que un equipo SWAT, solo que a Jimmy se le ha olvidado invitar a la fiesta a los SWAT. Y no solo a los SWAT, también a la policía portuaria y a todos los demás, menos a su equipo de la Unidad Especial de Investigación, sección Narcóticos.
Esta es su fiesta privada. La fiesta de Jimmy.
—Los del puerto se van a cabrear —dice Angelo mientras se pone el chaleco.
—Ya los avisaremos cuando haya que hacer la limpieza —contesta Jimmy.
—No les gusta hacer de conserjes. —Angelo se ajusta el velcro—. Me siento como un imbécil con todo esto encima.
—Un poco pinta de imbécil sí que tienes —responde Jimmy. Con el puñetero chaleco puesto, su compañero parece el muñeco de Michelin. Angelo no es muy fornido. Cuando se estaba preparando para las pruebas físicas de ingreso en la policía, hizo una dieta relámpago a base de plátanos y batidos, a ver si ganaba peso, y no ha engordado ni medio kilo desde entonces. Es tan fino como su bigote, que él cree —erróneamente— que le da un aire a Billy Dee Williams. De piel color caramelo y facciones afiladas, Angelo Carter se crio en el Distrito 9, negro a más no poder.
A Jimmy, en cambio, el chaleco le queda pequeño.
Es un tipo grandullón: mide metro noventa y tres y tiene el pecho y los hombros anchos de sus antepasados irlandeses, que vinieron a Nueva Orleans a excavar las esclusas a pico y pala. Cuando era patrullero, rara vez tenía que recurrir a la fuerza, ni siquiera en el Barrio Francés: su estatura y su aspecto bastaban para que hasta los borrachos más agresivos se achantaran de golpe. Pero, cuando se liaba a puñetazos, hacía falta un pelotón entero de compañeros para pararle. Una vez, destrozó —sin exagerar— a una panda de paletos de Baton Rouge que la liaron en el Sweeny’s, el bar de su barrio. Entraron en vertical y armando bulla y salieron en horizontal y calladitos. Jimmy McNabb había sido un agente de a pie de los duros, igual que su padre, Big John McNabb, toda una leyenda en el cuerpo. A sus hijos no les quedó más remedio que entrar en la policía, aunque de todos modos a ninguno de los dos le apetecía dedicarse a otra cosa.
Ahora Jimmy echa una ojeada al resto de su equipo y llega a la conclusión de que están tensos pero no demasiado, solo lo justo.
Es una tensión necesaria.
Él también la nota, la adrenalina que empieza a circular por su torrente sanguíneo.
Y le gusta.
Su madre, Eva, dice que a su hijo siempre le ha ido la marcha. Da igual lo que sea: la cerveza, la adrenalina, el whisky, una carrera de caballos en Jefferson Downs o batear en la novena entrada de un partido de la liguilla policial, lo mismo da: «A Jimmy le va la marcha».
Jimmy sabe que su madre tiene razón. Eva suele acertar. Y además lo sabe.
Jimmy y su hermano pequeño tienen una muletilla que repiten con frecuencia: «La última vez que Eva se equivocó». «La última vez que Eva se equivocó, aún había dinosaurios en la Tierra». O «La última vez que Eva se equivocó, Dios descansó el séptimo día».
O la favorita de Danny: «La última vez que Eva se equivocó, Jimmy tenía novia fija». (O sea, más o menos cuando estaba en octavo curso).
«Jimmy es pícher», dijo una vez Eva, «le gusta rondar por el campo».
Qué cachonda esta Eva, piensa Jimmy.
Es la monda.
Danny y él siempre llaman Eva a su madre. En tercera persona, claro. A la cara, nunca. Igual que llaman John a su padre. La cosa empezó cuando Jimmy tenía siete años, quizá. A Danny y a él los castigaron con no salir por alguna travesura que habían hecho —algo relacionado con el béisbol y una ventana rota— y Jimmy dijo: «Tío, qué cabreo se ha pillado Eva», y con Eva se quedó.
Ahora Jimmy mira a Wilmer Suazo para ver qué tal está. El hondureño tiene los ojos un poco desencajados, pero eso es normal en él, suele ponerse un poco nervioso. Jimmy le llama hondureño, pero Wilmer se crio en Irish Channel, igual que él, en la zona de Barrio Lempira, que ya existía antes de que naciera Jimmy.
Ancho y bajo como una nevera, Wilmer es de Nueva Orleans hasta las cachas, habla tan yat como los demás y es una suerte contar con un hispano en el equipo, sobre todo ahora que hay más mexicanos y hondureños que nunca en la ciudad (llegaron después del Katrina, para la reconstrucción, cuando a nadie se le ocurría pedirles la tarjetita verde).
Es una suerte tenerle aquí esta noche. Porque el objetivo es hondureño.
Jimmy le hace un guiño. “Tranquilo, ‘mano”. Calma, hermano.
Wilmer asiente con la cabeza.
En cambio, Harold —nada de Harry— nunca se altera.
Jimmy se pregunta a veces si al huevón de Gustafson le late el pulso. Una vez se quedó dormido como un tronco en el asiento de atrás del coche cuando iban a una redada en la que podían haberle matado. Es el sangre de horchata de Jimmy: dulce, bonachón y blanco como la leche, de pelo rubio y ojos azules claros. Y diácono de parroquia, encima.
Hasta Wilmer se muerde la lengua cuando Harold está delante, y eso que Wilmer tiene una boca como una letrina tercermundista. Cuando Harold está presente, solo suelta tacos en español, creyendo —acertadamente— que Gustafson no entiende ni una palabra de lo que dice.
Si McNabb es grande, Gustafson lo es todavía más.
«No hace falta construir un muro en la frontera», dijo una vez Jimmy. «Con que se tumbe Harold, basta».
Una vez, por una apuesta (no con Harold, porque Harold nunca apuesta), Gustafson levantó a Jimmy en el banco de pesas.
Diez veces.
A Jimmy le tocó aflojar dos mil quinientos pavos, pero aquello fue digno de verse.
Tengo un buen equipo, se dice Jimmy.
Son listos y valientes (pero no temerarios, la temeridad es una estupidez) y sus puntos fuertes y los flacos se compaginan a la perfección. Jimmy ha conseguido que lleven cinco años siendo una piña, y cada cual conoce las reacciones de sus compañeros tan bien como las suyas propias.
Esta noche les va a hacer falta todo eso. Porque es la primera vez que asaltan un barco.
Laboratorios de heroína en torres de pisos, chiringuitos de venta de crack en casuchas de mala muerte, locales de moteros, tugurios de bandas callejeras… Todo eso lo han hecho mil veces.
Pero ¿un buque de carga? Es la primera vez.
Y es eso, un buque de carga, lo que va a usar Óscar Díaz para traer su enorme cargamento de metanfetamina. Así que, qué remedio, tendrán que asaltarlo.
Llevan meses siguiéndole la pista al hondureño. A distancia, eso sí.
Han dejado pasar los alijos de poca monta, a la espera de que diera el gran golpe.
Y lo ha dado.
—Bueno, vamos allá —dice Jimmy.
Mete la mano en el coche y saca su guante Rawlings, viejo y gastado —lo tiene desde sus tiempos del instituto—, con una pelota arañada encajada en la redecilla.
Los demás también sacan guantes, se colocan formando un círculo, a intervalos de un metro, y empiezan a pasarse la pelota como si calentaran para un partido. Casi dan risa, con los chalecos y los cascos puestos. Pero es un ritual y McNabb respeta los rituales. Nunca ha perdido a un hombre cuando se pasan la pelota antes de una misión, y hoy tampoco piensa perder a ninguno. Además, es una forma tácita de recordarse que no pueden cagarla: la bola debe seguir rodando.
Hacen un par de rondas más y luego Jimmy se quita el guante y dice:
—Laissez les bons temps rouler.
Que empiece la fiesta.
Eva McNabb escucha la voz del niño por el teléfono. Es un aviso de violencia doméstica.
El chaval está aterrorizado.
Eva, que lleva casi cuarenta años casada con Big John McNabb—ella mide metro sesenta; él, metro noventa y tres—, sabe lo que es eso porque lo ha vivido en sus propias carnes. John ya no le pega, pero tiene muy mala baba cuando se emborracha, y desde que se jubiló está casi siempre borracho. Ahora se limita a tirar vasos y botellas y a abrir agujeros con el puño en la pared.
Así que algo sabe Eva sobre violencia doméstica. Claro que esta llamada es distinta.
Todas son malas, pero esta es peor.
Lo nota por la voz del niño, por los gritos de fondo, por los chillidos, por los golpes sordos que oye a través del teléfono. Esta empieza mal, y lo único que puede hacer es intentar que no acabe aún peor.
—Tesoro —dice cariñosamente—, ¿me escuchas? ¿Me oyes, cariño?
—Sí.
Al niño le tiembla la voz.
—Vale —dice Eva—. ¿Cómo te llamas?
—Jason.
—Jason, soy Eva. —Decirle su nombre es incumplir el protocolo, pero que le den por saco al protocolo, se dice Eva—. Escúchame, Jason, la policía va para allá, van a llegar enseguida, pero hasta que lleguen… ¿Tenéis secadora en casa, cher?
—Sí.
—Bien, pues, Jason, cielo, quiero que te metas dentro de la secadora, ¿de acuerdo? ¿Puedes hacerme ese favor, cariño?
—Sí.
—Bien. Hazlo enseguida. Yo no cuelgo.
Oye que el niño se mueve. Oye más gritos, más chillidos, más exabruptos. Luego pregunta:
—¿Estás en la secadora, Jason?
—Sí.
—Muy bien —dice Eva—. Ahora quiero que cierres la puerta.
¿Puedes cerrarla? No tengas miedo, mi amor, yo estoy aquí.
—Ya la he cerrado.
—Estupendo. Ahora te vas a quedar ahí quietecito y tú y yo vamos a charlar un rato hasta que llegue la policía. ¿Vale?
—Vale.
—Seguro que te gustan los videojuegos. ¿Cuáles te gustan?
Eva se pasa los dedos por el cabello corto y negro —su único signo de nerviosismo— y escucha al niño hablar del Fortnite, del Overwatch y el Black Ops 3. Al mirar la pantalla que tiene delante, ve cómo avanza hacia Algiers, el barrio donde vive el chico, la luz parpadeante que representa al coche patrulla.
Danny está en un coche patrulla en esa zona, en el Distrito 4, pero no le toca a él atender el aviso.
Eva se alegra.
Es muy madraza con sus dos hijos, pero Danny es el pequeño, el más sensible de los dos y el más tierno (Jimmy tiene la sensibilidad de un puño de acero), y no quiere que vea lo que es probable que le toque ver al agente que acuda a aquella casa.
El coche patrulla ya está cerca, a una manzana, y le siguen otras dos unidades (ninguna de ellas es la de Danny). Ha avisado a las tres de que hay niños de por medio.
Todos los agentes del distrito saben que si Eva McNabb dice que se den prisa, más vale que se la den o tendrán que vérselas con ella, cosa que ninguno quiere.
Eva oye las sirenas por el teléfono. Luego, el disparo.