En 1918, la Gran Guerra llevó a Paul Lewis a la Marina, en calidad de capitán de corbeta, pero él nunca se sintió a gusto dentro de aquel uniforme. No le ajustaba bien, no se le acomodaba, y normalmente se aturullaba y no respondía adecuadamente cuando los marineros lo saludaban.
A pesar de todo, Paul Lewis tenía alma de guerrero e iba en busca de la muerte.
Cuando la encontró y se enfrentó a ella, la desafió y trató de clavarle un alfiler como habría hecho un lepidopterólogo con una mariposa, para así diseccionarla, trocearla, analizarla y encontrar la manera de confundirla. Lo hizo tantas veces que arriesgarse se convirtió en rutina.
Aun así, la muerte no se le había presentado nunca como lo hizo a mediados de septiembre de 1918. Presenció filas y filas de hombres tendidos en una sala de hospital, muchos de ellos ensangrentados, que morían de una forma nueva y horrorosa.
Le convocaron para resolver un misterio que dejaba sin habla a los médicos, porque él era científico. Aunque tenía formación de médico, nunca había ejercido como tal, ni asistido a pacientes. Como muchos de aquella primera generación de médicos científicos, su vida había transcurrido en un laboratorio: su carrera hasta el momento era extraordinaria, se había labrado una reputación internacional y era todavía lo bastante joven para considerar que aún no había llegado su mejor momento.
Hacía una década, cuando trabajaba con su mentor en el Rockefeller Institute de Nueva York, había demostrado que era un virus lo que provocaba la polio, un descubrimiento que seguía considerándose todo un hito en la historia de la virología. Después desarrolló una vacuna que protegía a los primates de la polio con una eficacia cercana al cien por cien.
Ese y otros éxitos le valieron el cargo de director de organización en el Henry Phipps Institute —un centro de investigación asociado a la Universidad de Pensilvania—, y en 1917 fue distinguido con un gran honor: dar la conferencia anual de Harvey. A aquella distinción le seguirían muchas otras, y hoy en día los hijos de dos destacados científicos que trataron con él en aquellos tiempos y que habían conocido a muchos premios Nobel aseguran que sus padres les habían hablado de Lewis como el hombre más inteligente con el que se habían encontrado en la vida.
Los médicos del hospital se dirigían a él para explicarle cuáles eran los síntomas tan violentos que presentaban los marineros. La sangre que cubría a tantos de ellos no procedía de una herida, al menos no de una herida causada por metralla o explosivos que les hubieran desgarrado algún miembro: les salía por la nariz o la expulsaban, al toser; unos por la boca, otros por los oídos. Algunos tosían con tal fuerza que las autopsias revelarían después que se les habían desgarrado los músculos abdominales o los cartílagos de las costillas. Muchos de ellos se retorcían de dolor o deliraban; casi todos los que podían hablar se quejaban de un fuerte dolor de cabeza, como si les estuvieran golpeando con una maza para clavarles una cuña de madera en el cerebro, justo detrás de los ojos, y describían unos dolores de cuerpo generalizados y tan intensos que parecía que se les estaban rompiendo todos los huesos. Unos cuantos vomitaban. Al final del proceso, la piel de algunos de ellos adquiría tonalidades inusuales, otros mostraban una tinción azulada en torno a los labios o en las yemas de los dedos, y a otros se les oscurecía tanto el rostro que era imposible distinguir si eran negros o blancos.
Lewis solo había visto una enfermedad en su vida que se pareciera a aquello: dos meses atrás, algunos miembros de la tripulación de un barco inglés habían salido en ambulancia de un muelle sellado rumbo a otro hospital de Filadelfia, donde ingresaron en pabellones aislados. Otros tantos miembros de la tripulación habían muerto, y en la autopsia se vio que los pulmones de aquellos hombres se parecían a los de los muertos por gas venenoso o por la peste neumónica, una forma aún más virulenta de la llamada peste bubónica. Por suerte, no se había extendido: no había enfermado nadie más.
Los hombres a los que vio Lewis en el hospital dos meses después no solo le causaron sorpresa, también desazón y miedo. Miedo por sí mismo y por lo que pudiera provocar aquella enfermedad. Y lo que fuese aquello que les había atacado se estaba extendiendo como un explosivo.
Y se estaba extendiendo a pesar de todos los esfuerzos bien planeados y concertados por contenerlo. La misma enfermedad había estallado diez días antes en una base de la Marina, en Boston. Milton Rosenau —también capitán de corbeta—, del Hospital Naval de Chelsea, se lo había comunicado a Lewis, al que conocía bien. Rosenau también era científico: había dejado su puesto de catedrático de Harvard y se había enrolado en la Marina cuando los Estados Unidos entraron en guerra, y todos los médicos militares del ejército y de la Marina consideraban que su libro sobre salud pública era «la Biblia».
Acababa de llegar de Boston un destacamento de marineros y las autoridades navales de Filadelfia se habían tomado en serio las advertencias de Rosenau: habían llevado a cabo todos los preparativos necesarios para aislar a los enfermos, por si se producía un brote. Confiaban en que el aislamiento pudiera contener la expansión.
Pero a los cuatro días de la llegada del destacamento, diecinueve marineros de Filadelfia fueron hospitalizados, aparentemente con la misma dolencia. A pesar de aislarlos inmediatamente, a ellos y a todos los que hubieran tenido contacto con ellos, al día siguiente ingresaron a ochenta y siete marineros más. También se aisló a estos y a sus contactos, pero dos días después ingresaron seiscientos hombres con aquella extraña enfermedad. El hospital se quedó sin camas libres y el personal sanitario comenzó a caer enfermo. Entonces la Marina comenzó a enviar a cientos de marineros enfermos a un hospital civil. Mientras esto sucedía, los marinos y los trabajadores civiles no cesaban de moverse de la ciudad a las instalaciones de la Marina, como había ocurrido en Boston. Y tanto el personal de Boston como el de Filadelfia iba y venía por todo el país.
Aquello también iba a conmocionar a Lewis.
Había visitado a los primeros enfermos, les había tomado muestras de sangre, orina y esputos, había realizado lavados nasales y les había practicado frotis en la garganta. Después había vuelto a repetir todo el proceso de recogida de muestras y a estudiar los síntomas, para buscar más pistas. En su laboratorio, tanto él como sus subordinados destinaban todas sus energías a cultivar e identificar el patógeno que estaba haciendo enfermar a los soldados. Tenía que encontrar aquel patógeno. Tenía que encontrar lo que causaba la enfermedad. Y lo más importante: tenía que encontrar un suero curativo o una vacuna preventiva.
A Lewis le gustaba más el laboratorio que ninguna otra cosa —o persona— en la vida. Su lugar de trabajo estaba lleno de cosas: tenía el aspecto de una cueva de estalactitas, con todos aquellos tubos de ensayo colocados en sus bandejas, placas de Petri apiladas, pipetas... Pero a él le resultaba acogedor y le reconfortaba más que su casa o su familia. La presión por encontrar una respuesta no le incomodaba, puesto que gran parte de la investigación que había realizado para la polio la tuvo que llevar a cabo en medio de una epidemia tan dura que el Ayuntamiento de Nueva York exigía a la gente salvoconductos para viajar. Lo que no llevaba tan bien era haber tenido que abandonar la «alta ciencia»: para conseguir una vacuna o un suero tendría que hacer un montón de apuestas basadas solo en aproximaciones, en resultados que no eran concluyentes, por decirlo suavemente. Y todas esas apuestas tenían que ser acertadas.
Una, al menos, podía serlo: aunque no sabía qué era lo que provocaba la enfermedad ni cómo podía prevenirse o curarse, creía que sabía de qué enfermedad se trataba.
Pensó que se trataba de una gripe, aunque era una gripe nunca vista hasta el momento.
Y no se equivocó. En 1918 apareció un virus de la gripe —probablemente en los Estados Unidos— que acabaría extendiéndose por todo el mundo, y una de las primeras apariciones en su forma más letal se vio en Filadelfia. Antes de su desaparición, en 1920, aquella pandemia de alcance mundial mató a más gente que cualquier otra epidemia de la historia. Si bien la peste del siglo xiv mató a un porcentaje de la población mucho más elevado —a más de un cuarto de los europeos—, en cifras absolutas la gripe de 1918 mató a más gente que aquella peste o que el sida en la actualidad.
La cifra de muertos de la pandemia a escala mundial se ha establecido en un mínimo de veintiún millones, y hay que tener en cuenta que la población total del mundo era entonces de menos de un tercio de la actual. Por otra parte, esa estimación, que procede de un estudio contemporáneo de la enfermedad y que los periódicos citan a menudo, es muy probable que no sea acertada. Hoy en día, los epidemiólogos creen que la gripe provocó como mínimo cincuenta millones de muertes2 en todo el mundo, pero es muy posible que fueran cien millones.
No obstante, hasta esa cifra se queda corta a la hora de describir el horror que fue la enfermedad, del que nos dan la medida otros muchos datos. La gripe suele matar sobre todo a los ancianos y a los niños, pero en la pandemia de 1918 la mitad de las víctimas mortales eran hombres y mujeres jóvenes, en la flor de la vida, entre los veinte y los cuarenta años. Harvey Cushing, un brillante cirujano que era muy joven entonces y que alcanzaría gran fama, y que cayó también enfermo de gripe y nunca se recuperó del todo de lo que pudo ser una complicación de la enfermedad, dijo que aquellas víctimas estaban «doblemente muertas, al haber muerto tan jóvenes».
No puede saberse con certeza, pero si es cierta la cifra de muertes estimada más alta, entre un 8 y un 10 por ciento de la población de jóvenes adultos de entonces pudo haber muerto víctima del virus.
Murieron con una velocidad y una virulencia extraordinarias. Aunque la pandemia duró más de dos años, es probable que dos tercios de las muertes se produjeran en un período de veinticuatro semanas, y más de la mitad en un lapso de tiempo aún más breve, entre mediados de septiembre y principios de diciembre de 1918. La gripe mató a más gente en un año que la peste negra de la Edad Media en un siglo, y mató a más gente en veinticuatro horas que el sida en veinticuatro años.
La pandemia de gripe se parecía a estos dos azotes en otros aspectos: al igual que el sida, mató a los que más tenían por vivir; y en 1918, como habían hecho durante la peste bubónica, e incluso en Filadelfia —ciudad moderna donde las hubiera—, los sacerdotes iban por las calles en carretas tiradas por caballos, llamando a las puertas cerradas a cal y canto para que la gente sacara a sus muertos.
Pero la historia del virus de la gripe de 1918 no es simplemente una historia de caos, muerte y desolación, de una sociedad que lucha en una guerra contra la naturaleza que se ha superpuesto a otra guerra, esta contra otro grupo humano. Es también una historia de avances científicos, de descubrimientos, de la forma de pensar de uno y de cómo cambia esa forma de pensar; de cómo en medio de una confusión casi absoluta, un puñado de hombres reunió la frialdad necesaria para la contemplación, para la calma absoluta que precede a una actuación nada filosófica, sino seria y resuelta.
Y es que la pandemia de gripe que estalló en 1918 fue la primera gran colisión entre naturaleza y ciencia moderna, la primera gran colisión entre una fuerza natural y una sociedad en la que algunos individuos se negaban a doblegarse a esa fuerza o a invocar a la intervención divina para que les salvara; individuos, en definitiva, que mostraron su determinación de combatir a aquella fuerza de cara, valiéndose de su raciocinio y de una tecnología que estaba entonces en pleno desarrollo.
En Estados Unidos fue, sobre todo, la historia de un puñado de seres extraordinarios, Paul Lewis entre ellos. Hombres, y algunas mujeres, que no iban a la zaga y ya habían desarrollado la ciencia fundamental en la que se basa buena parte de la medicina actual. Habían desarrollado vacunas, antitoxinas y técnicas que aún hoy se utilizan. Habían llegado, en algunos casos, a los límites del conocimiento.
En cierto modo, estos investigadores habían pasado una buena parte de sus vidas preparándose para la confrontación que se vivió en 1918. Y no solo en términos generales; en muchos casos lo hicieron de un modo harto específico. En todas y cada una de las guerras que han tenido lugar en la historia americana, las enfermedades siempre han acabado con más soldados que los combates. Los líderes estadounidenses de la investigación ya habían anticipado que durante la Gran Guerra estallaría algún tipo de epidemia de primer orden. Y, en la medida de lo posible, se habían preparado para ello: estaban esperando que diera la cara.
La historia, no obstante, comienza un poco antes. Para que la medicina pudiera hacer frente a esa enfermedad con una mínima promesa de solución, primero había que convertirla en un quehacer científico: había que revolucionarla. Pero la medicina no es una ciencia absoluta, y puede que nunca llegue a serlo porque lo impide la idiosincrasia de los pacientes y de los médicos, de cada uno en su estilo. Hasta pocas décadas antes de la Primera Guerra Mundial no había cambiado apenas desde los tiempos de Hipócrates, más de dos mil años atrás. Luego, la práctica de la medicina se transformó, sobre todo en Europa; en Estados Unidos, sin embargo, se quedó rezagada en materia de enseñanza e investigación, y eso acabó afectando también a la práctica.
Las escuelas médicas europeas hacía décadas que exigían sólidos conocimientos de química, biología y otras ciencias a sus estudiantes. En Estados Unidos, en cambio, en torno a 1900 era más fácil entrar en una escuela médica que en alguna de las universidades de más rango. Al menos un centenar de escuelas médicas estadounidenses admitían a cualquier hombre —pero no a cualquier mujer— que estuviera dispuesto a pagar la cuota. Un 20 por ciento de las escuelas, como mucho, exigía a sus alumnos un certificado de enseñanza media para ser admitidos; un porcentaje aún menor exigía formación científica de algún tipo, y solo una requería haber finalizado un grado universitario. Una vez obtenido el acceso, las escuelas de medicina americanas tampoco compensaban aquella carencia proporcionando a sus alumnos una base científica: muchas otorgaban el título de médico a sus estudiantes solo por asistir a clase y aprobar el examen; algunas permitían que los alumnos suspendieran varios cursos y pasaban por alto el que nunca hubieran visto a un solo paciente. Aun así, les daban el título de médico.
Fue mucho después, a finales del siglo xix, cuando un grupo de líderes destacados en ciencias médicas comenzó a planificar una revolución que transformó la medicina estadounidense, que pasó de estar entre las más atrasadas del mundo desarrollado a convertirse en la mejor de todas.
William James, amigo de varios de estos hombres y cuyo hijo trabajaría para algunos de ellos, escribió que el hecho de reunir una masa crítica compuesta por una serie de mentes geniales podría hacer que toda una civilización «vibrara y se estremeciera». Aquellos hombres querían hacer vibrar el mundo, y se pusieron a ello.
Para conseguirlo, se necesitaba no solo inteligencia y formación, sino auténtico valor, el valor de renunciar a todo apoyo y toda autoridad. O puede que necesitaran, simplemente, temeridad.
En su Fausto, escribió Goethe: Escrito está: «Al principio era el Verbo».
¡Aquí me paro ya! ¿Quién me ayudará a seguir adelante? No puedo hacer tan imposiblemente alto aprecio del Verbo. Tendré que traducirlo de otro modo, si el espíritu me ilumina bien.
Escrito está: «En el principio era la Mente».
En «el Verbo» descansaba la autoridad, la estabilidad y la ley, mientras «la Mente» se agitaba, destruía y creaba, sin conocimiento y sin preocuparse por lo que estaba creando.
Poco antes del comienzo de la Gran Guerra, aquellos hombres que con tal fervor querían transformar la medicina estadounidense lograron su propósito: crearon un sistema capaz de producir pensadores de nuevo cuño, dotados para desafiar al orden natural. Y junto a la primera generación de científicos, a la que ellos mismos habían formado y preparado —entre ellos, Paul Lewis y unos cuantos como él—, compusieron una escuadra que se mantuvo alerta, que confiaba en que no llegara el momento, pero estaba preparada y expectante por si estallaba una epidemia.
Cuando llegó, salieron al encuentro de la enfermedad y emplearon todos sus conocimientos y capacidades para vencerla. Y como les superó, se concentraron en la construcción de un corpus de conocimientos necesarios para ganarle más tarde la partida. Y es que los conocimientos científicos que se generaron a partir de aquella pandemia de gripe apuntaban directamente —todavía lo hacen— al futuro de la medicina.