El remitente misterioso
El fuego arrojaba llamas suficientes para que, al inclinarse para iluminarla, Françoise pudiera distinguir las letras, y esto fue lo que leyó.
Señora:
Hace mucho tiempo que la amo, pero no puedo ni decírselo ni no decírselo. Perdóneme. Vagamente, todo lo que me han dicho acerca de su vida intelectual, de la distinción única de su alma, me convenció de que solo en usted encontraré la dulzura tras una vida amarga, la paz tras una vida aventurada, el camino hacia la luz tras una vida de incertidumbre y oscuridad. Y usted ha sido, sin saberlo, mi compañía espiritual. Pero eso ya no es suficiente. Es su cuerpo lo que quiero, y al no poder tenerlo, en mi desesperación y mi frenesí, escribo esta carta para calmarme, como se arruga un papel mientras se espera, como se escribe un nombre en la corteza de un árbol, como se grita un nombre al viento o en el mar. Para explorar con mi boca la comisura de sus labios daría mi vida. La idea de que tal cosa podría ser posible y de que es imposible me abrasa de igual modo. Cuando reciba de mí estas cartas, sabrá usted que en este momento me enloquece este deseo. Es usted muy buena, apiádese de mí, me muero por no poseerla.
Una vez que estuvo sola, Françoise pensó unos instantes en las palabras del médico, pero enseguida, involuntariamente, volvió a pensar en el remitente misterioso que tan diestro y audaz, tan valiente se había mostrado a la hora de verla, y tan humilde y dócil para renunciar a la hora de obedecerle. La embriagaba pensar en la osadía extraordinaria que le había hecho falta para probar esa maniobra por amor hacia ella. Varias veces se había preguntado quién sería y ahora se imaginaba que era un militar. Siempre le habían gustado, y antiguos ardores, llamas que su virtud se había negado a alimentar pero que habían abrasado sus sueños y deslizado extraños reflejos en sus ojos castos, volvían a encenderse. Antaño, a menudo había deseado ser amada por uno de esos soldados cuyo cinturón cuesta desabrochar, dragones que por las noches, en los rincones de las calles, arrastran sus sables tras ellos girando la cabeza, y cuando se los abraza demasiado sobre un canapé pueden pincharte las piernas con sus grandes espuelas, y que esconden todos, bajo una tela demasiado rústica para poder sentirlo palpitar fácilmente, un corazón despreocupado, aventurero y dulce.
Françoise ordenó enviar un despacho de inmediato. Pedía a su guía espiritual que acudiera en el primer tren. Christiane pasó el día y la noche en una somnolencia casi completa. Le habían ocultado la llegada de Françoise. A la mañana siguiente se encontraba tan mal, tan agitada que el médico, después de prepararla, hizo entrar a Françoise. Françoise se acercó, le preguntó por ella para no asustarla, se sentó junto a su cama y se puso a consolarla cariñosamente con palabras oportunas y tiernas.
—Estoy tan débil… —dijo Christiane—. Acerca tu frente, quiero besarte.
Françoise retrocedió instintivamente, pero Christiane por suerte no lo vio. Se controló enseguida, la besó con ternura y largamente en las mejillas. Christiane pareció mejorar, animarse, y quiso comer. Pero se acercaron a decirle algo a Françoise al oído. Su guía espiritual, el abad de Tresves, acababa de llegar. Françoise, astuta, fue a conversar con él a una habitación contigua, de modo que no adivinara nada.
—Abad, si un hombre estuviera muriendo de amor por una mujer que pertenece a otra [sic], y a la que habría tenido la virtud de no tratar de seducir, si el amor de esa mujer fuera lo único que pudiera salvarlo de una muerte próxima y segura, ¿no sería excusable que ella se lo ofreciera? —dijo Françoise enseguida.
—¿Cómo es posible que no se haya contestado usted misma?—dijo el abad—. Sería aprovecharse de la debilidad de un enfermo para mancillar, arruinar, impedir, echar por tierra el sacrificio que hizo de su vida por la buena voluntad de su corazón y la pureza de aquella a la que amaba. Es una hermosa muerte, y actuar como usted dice sería cerrarle el reino de Dios a quien lo mereció por haber derrotado tan noblemente a su propia pasión. Para la amiga demasiado piadosa significaría sobre todo la degradación de reencontrarse un día con aquel que, sin ella, habría venerado su honor más allá de la muerte y más allá del amor.
Acudieron a llamar a Françoise y al abad, Christiane se moría, pedía confesarse y la absolución. A la mañana siguiente, Christiane había muerto. Françoise nunca volvió a recibir cartas del Desconocido.