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No estoy al tanto de lo que Hugo escribe. A veces veo su nombre en la biblioteca, en la portada de alguna revista literaria que no me molesto en abrir; no he abierto una revista literaria en más de diez años, gracias a Dios. O veo en el periódico, o en un póster —quizá en la biblioteca, también, o en una librería— un anuncio de una mesa redonda en la universidad, donde Hugo va a debatir sobre el estado actual de la novela, o sobre el cuento contemporáneo, o sobre el nuevo nacionalismo en nuestra literatura. Entonces pienso: ¿de verdad irá gente?, gente que podría estar dándose un baño o tomando algo o paseando, ¿de verdad irá hasta el campus a buscar la sala y se sentará en filas a escuchar a esos tipos pedantes y peleones? Tipos hinchados, testarudos, impresentables, así es como los veo, consentidos por la vida académica, la vida literaria, por las mujeres. La gente irá a oírles decir que a tal y tal escritor ya no merece la pena leerlos, y que hay que leer a tal otro; a oírles menospreciar y ensalzar y discutir y burlarse y escandalizar. La gente, digo, pero me refiero a las mujeres, mujeres de mediana edad, como yo, atentas y temblorosas, deseando hacer preguntas inteligentes y no quedar en ridículo; jovencitas de pelo sedoso rebosantes de veneración, deseando trabar la mirada con uno de los hombres del estrado. Las chicas, y también las mujeres, se enamoran de hombres como esos, imaginan que hay poder en esos hombres.
Las mujeres casadas con los hombres del estrado no están entre el público. Están haciendo la compra o limpiando cacas o tomando una copa. La vida para ellas gira alrededor de la comida y la caca y las casas y los coches y el dinero. Tienen que acordarse de buscar los neumáticos para la nieve e ir al banco y devolver los cascos de cerveza, porque sus maridos son tipos brillantes, talentosos e inútiles a los que hay que cuidar por el bien de las palabras que emanarán de ellos. Las mujeres del público están casa- das con ingenieros o médicos o empresarios. Las conozco, son mis amigas. Algunas se han volcado en la literatura por frivolidad, es cierto, pero la mayoría vienen tímidamente, y con enorme esperanza pasajera. Absorben el menosprecio de los hombres del estrado como si lo merecieran; y a medias creen que lo merecen, por sus casas y sus zapatos caros, y sus maridos, que leen superventas de Arthur Hailey.
Yo también estoy casada con un ingeniero. Se llama Gabriel, pero prefiere que lo llamen Gabe. En este país prefiere Gabe. Nació en Rumanía, vivió allí hasta el final de la guerra, cuando tenía dieciséis años. Ya no sabe hablar rumano. ¿Cómo puedes olvidar, cómo puedes olvidar la lengua de tu infancia? Antes pensaba que fingía haberla olvidado, porque las cosas que había visto y vivido cuando hablaba esa lengua eran demasiado espantosas para recordarlas. Me dijo que no. Me contó que su experiencia de la guerra no fue tan mala. Describió el jolgorio festivo que se armaba en la escuela cuando sonaban las sirenas antiaéreas. No le creía del todo. Le exigía que fuera un embajador de los malos tiempos así como de países lejanos. Entonces pensé que tal vez ni siquiera era rumano, sino un impostor.
Eso fue antes de casarnos, cuando venía a verme en el piso de Clark Road donde yo vivía con mi hija pequeña, Clea. Hija de Hugo también, claro, pero él tuvo que renunciar a la niña. Hugo consiguió becas, viajaba, se volvió a casar y su mujer tuvo tres hijos: se divorció y volvió a casarse, y su siguiente mujer, que había sido alumna suya, tuvo tres hijos más, el primero mientras él aún vivía con la segunda esposa. En tales circunstancias un hombre no puede aferrarse a todo. Gabriel a veces se quedaba toda la noche en el sofá plegable que hacía las veces de cama en ese apartamento minúsculo y cutre; y me gustaba mirarlo cuando dormía y pensar que en el fondo podía ser alemán o ruso o incluso canadiense, nada menos, y que fingía un pasado y un acento para resultar interesante. Era un hombre misterioso. Mucho después de que nos hiciésemos amantes y después de que nos casáramos continuó, y continúa, pareciéndome misterioso. A pesar de todas las cosas que sé de él, cosas cotidianas y físicas. Su cara describe una curva suave y sus ojos, que parecen casi pegados en su rostro, describen también una curva bajo los párpados rosados. Las arrugas que tiene están trazadas sobre esa suavidad, esa superficie impenetrable, sin ninguna trascendencia. Su cuerpo es sólido, sereno. Antes era un patinador magnífico, con un aire un tanto perezoso. No puedo describirlo sin una consabida sensación de fracaso. No puedo describirlo. Podría describir a Hugo, si alguien me lo pidiese, con gran detalle: Hugo tal como era hace dieciocho, veinte años, con el pelo cortado a cepillo y delgaducho, con los huesos del cuerpo e incluso del cráneo ensamblados y soldados de un modo casual, precario, que le daba un brío descoordinado, imprevisto a los planos cambiantes de su cara así como a los movimientos, a menudo peligrosos, de sus extremidades. Se sostiene por los nervios, dijo una amiga mía de la facultad la primera vez que se lo presenté, y era cierto; a partir de entonces casi podía ver las vigorosas cuerdas.
Gabriel me contó cuando lo conocí que disfrutaba de la vida. No dijo que creía en disfrutarla; dijo que la disfrutaba. Sentí vergüenza ajena. Nunca creía a la gente que decía cosas así y, de todos modos, relacionaba esa clase de afirmaciones con hombres groseros, fanfarrones y en secreto desagradablemente insatisfechos. Pero parece ser verdad. No es curioso. Es capaz de gozar y repartir sonrisas y caricias y decir con voz suave: «¿Por qué te preocupas por eso? No es problema tuyo». Ha olvidado la lengua de la infancia. Su manera de hacer el amor me resultaba extraña al principio, porque carecía de desesperación. Hacía el amor sin énfasis, por así decirlo, sin ningún recuerdo del pecado o esperanza de depravación. No se observa. Nunca escribirá un poema sobre eso, nunca, y de hecho puede que lo haya olvidado en media hora. Hombres así son corrientes, quizá. Era solo que yo no había conocido a ninguno. Solía preguntarme si me habría enamorado de él si le hubieran quitado su acento y su pasado olvidado, casi olvidado; si hubiera sido, pongamos, un estudiante de ingeniería en mi mismo curso en la universidad. No lo sé, no puedo saberlo. Lo que cautiva en un hombre o una mujer puede ser algo tan vaporoso como un acento rumano o la curva serena de un párpado, un misterio con un aire ilícito.
No había ningún misterio de ese tipo en el caso de Hugo. Tampoco lo eché en falta, no sabía que existiera, quizá no lo habría creído posible. Creía en otras cosas, entonces. No es que conociera a Hugo, de principio a fin, pero llevaba en la sangre la parte que conocía y de vez en cuando me intoxicaba. Nada de eso ocurre con Gabriel, no me perturba más de lo que se perturba él mismo.
Fue Gabriel quien me encontró el relato de Hugo. Estábamos en una librería, y se me acercó con un volumen grande en rústica, caro, una antología de cuentos. Aparecía el nombre de Hugo en la portada. Me pregunté cómo lo habría encontrado Gabriel, qué andaba haciendo en el apartado de narrativa, cuando nunca lee ficción. Me pregunté si a veces le daba por buscar cosas de Hugo. Está interesado en la carrera de Hugo igual que estaría interesado en la carrera de un mago o de un cantante popular o un político con quien mantuviera, a través de mí, un vínculo plausible, una prueba de realidad. Creo que es porque él hace un trabajo tan anónimo, un trabajo inteligible solo para los de su gremio. Le fascina la gente que trabaja expuesta al ojo público, sin la protección de ninguna disciplina especial (eso debe de parecerle a un ingeniero), intentando confiar tan solo en sí misma, y elaborando su propio repertorio de trucos, con la esperanza de que cuaje.
—Cómpraselo a Clea —me dijo.
—¿No es mucho dinero para un libro en rústica? Me sonrió.
—Ahí está la foto de tu padre, tu padre de verdad, que ha escrito este cuento y a lo mejor te apetece leerlo —le dije a Clea, que estaba en la cocina preparándose unas tostadas.
Tiene diecisiete años. A veces come tostadas y miel y mantequilla de cacahuete y galletas Oreo y queso de untar y sándwiches de pollo y patatas fritas. Si alguien hace un comentario de lo que come o deja de comer, es capaz de irse corriendo arriba y encerrarse en su cuarto con un portazo.
—Qué gordo parece —dijo Clea, y dejó el libro—. Siempre me habías dicho que era delgaducho.
Todo el interés que demuestra por su padre es desde el punto de vista hereditario, y en los genes que haya podido pasarle a ella.
¿Tenía un buen cutis?, ¿tenía un coeficiente intelectual alto?, ¿las mujeres de su familia tenían los pechos grandes?
—Cuando nos conocimos lo era —dije—. ¿Cómo iba a saber qué le ha pasado desde entonces?
Aun así, en esencia estaba como me habría figurado que estaría a estas alturas. Cuando veía su nombre en un periódico o en un cartel imaginaba a alguien por el estilo; había previsto en qué aspectos el tiempo y la vida lo habrían cambiado. No me sorprendió que hubiera engordado pero no se hubiera quedado calvo, que se hubiera dejado el pelo largo y una barba tupida y rizada. Bolsas debajo de los ojos, los carrillos colgantes incluso cuando se ríe. Se está riendo, mirando a la cámara. La dentadura ha ido de mal en peor. Odiaba a los dentistas, decía que su padre había muerto de un ataque al corazón en la silla del dentista. Una mentira, como tantas otras, o por lo menos una exageración. Torcía la sonrisa cuando posaba en las fotografías, para esconder el incisivo superior derecho, muerto desde que alguien en el instituto le empujó contra una fuente. Ahora ya no le importa, se ríe, enseñando esos muñones cariados. Parece, al mismo tiempo, apesadumbrado y alegre. Un escritor rabelaisiano. Camisa de franela a cuadros abierta para mostrar la camiseta interior, que no solía llevar. ¿Te lavas, Hugo? ¿Tienes mal aliento, con esos dientes? ¿Pones a tus alumnas apodos soeces cariñosos o exasperados, hay llamadas telefónicas de padres ofendidos, le toca al decano o a quien sea explicar que no era con mala intención, que los escritores no son como los demás hombres? Probablemente no, probablemente a nadie le importa. Hoy en día los escritores ofensivos pueden seguir saltando de un privilegio a otro, confundidos, como se dice que están los niños criados con indulgencia, por el exceso de aprobación.
No tengo pruebas. Construyo a alguien a partir de esta fotografía borrosa, estoy contenta con ese tipo de clichés. No tengo la imaginación ni la buena fe para actuar de otra manera; y además he observado, todo el mundo habrá observado a medida que nos adentramos en la madurez, qué manoseados y simples son en el fondo los disfraces, las identidades si se prefiere, que la gente adopta. En la ficción, en el ámbito de Hugo, esos disfraces no darían el pego, pero en la vida parecen ser lo único que queremos, lo único que cualquiera puede manejar. Mira la foto de Hugo, mira la camiseta interior, escucha lo que dice de él.
Hugo Johnson nació y se semieducó en el campo, y en los pueblos mineros y madereros del norte de Ontario. Ha trabajado de leñador, tirador de cerveza, tabernero, instalador de líneas telefónicas y capataz en un aserradero, y de manera esporádica ha estado afiliado a varias comunidades académicas. Ahora vive la mayor parte del tiempo en la ladera de una de las montañas por encima de Vancouver, con su mujer y sus seis hijos.
La mujer estudiante, por lo visto, tuvo que cargar con todos los niños. ¿Qué fue de Mary Frances?, ¿murió, está liberada, Hugo la volvió loca? Pero escucha las mentiras, las medias mentiras, los absurdos. «Vive en la ladera de una de las montañas por encima de Vancouver.» Suena como si viviera en una cabaña en medio de la naturaleza, y lo único que significa, me atrevo a apostar, es que vive en una cómoda casa familiar en Vancouver Norte u Oeste, que ahora se extienden montaña arriba. «De manera esporádica ha estado afiliado a varias comunidades académicas.» ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que ha dado clases durante años, la mayor parte de su vida adulta, en universidades; que dar clases en universidades ha sido el único trabajo estable bien pagado que ha tenido, ¿por qué no dice eso? Cualquiera pensaría que desciende del monte de vez en cuando y les arroja unas migajas de sabiduría, para hacerles una demostración de lo que es un «escritor» de verdad, un «artista» que tiene lo que hay que tener; nunca se te ocurriría pensar que es un «académico» en activo. No sé si fue leñador o tirador de cerveza o tabernero, pero sé que no fue instalador de líneas telefónicas. Trabajó pintando postes de teléfono; lo dejó a mitad de la segunda semana porque se mareaba con el calor y la altura. Era junio y hacía un calor abrasador, fue justo después de que los dos nos graduáramos. Se entiende. Con el sol realmente se mareaba, dos veces vomitó al llegar a casa. Yo también he dejado trabajos que no soportaba. El mismo verano dejé un trabajo doblando vendas en el hospital de Victoria, porque me estaba volviendo loca de aburrimiento. Pero si fuese escritora, e hiciera una lista de mis diversas y pintorescas ocupaciones, no creo que incluyera «dobladora de vendas», no creo que me pareciese del todo honesto.
Después de dejar aquello, Hugo encontró trabajo corrigiendo exámenes finales de bachillerato. ¿Por qué no lo puso? Corrector de exámenes. Le gustaba corregir exámenes más que trepar a los postes de teléfono, y probablemente más de lo que le gustaba cortar leña o tirar cerveza o cualquiera de esas otras cosas, si es que alguna vez las había hecho; ¿por qué no lo puso?
«Corrector de exámenes».
Tampoco ha sido nunca, que yo sepa, capataz en un aserradero. Trabajó en la planta de su tío el verano antes de que nos conociéramos. Se pasaba todo el día cargando leña y recibiendo insultos del verdadero capataz, a quien no le caía bien por ser el sobrino del jefe. Por las noches, si no estaba demasiado cansado, salía a pasear hasta un pequeño arroyo que estaba a menos de un kilómetro y tocaba la flauta dulce. Los tábanos le incordiaban, pero iba de todos modos. Tocaba «La mañana», de Peer Gynt, y unas arias isabelinas que no recuerdo cómo se llamaban. Salvo una: «Wolsey’s Wilde». Aprendí a tocarla al piano para que pudiéramos hacerla a dúo. ¿Sería en honor al cardenal Wolsey, y wilde sería una danza? Pon eso, Hugo: «Flautista». Quedaría estupendo, muy de moda hoy en día; me da la impresión de que tocar la flauta dulce y similares actividades peregrinas ahora no se miran con malos ojos, al contrario. De hecho, tal vez sean más aceptables que todo eso de acarrear leña y tirar cerveza. Mírate, Hugo, tu imagen no solo es falsa sino anticuada. Deberías haber dicho que pasaste un año meditando en las montañas de Uttar Pradesh; deberías haber dicho que diste clases de teatro creativo para niños autistas; deberías haberte rapado la cabeza, afeitado la barba, puesto un hábito de monje; deberías haber cerrado la boca, Hugo.
Cuando estaba embarazada de Clea vivíamos en una casa de Argyle Street, en Vancouver. Era una casa de estuco gris tan triste por fuera, que pintamos por dentro todas las habitaciones de colores vivos mal combinados. Tres paredes de los dormitorios eran azul porcelana, y una magenta. Decíamos que era un experimento para ver si el color podía volver loco a una persona. El cuarto de baño era de un naranja amarillo intenso. «Es como estar dentro de un queso», dijo Hugo cuando lo terminamos. «Es verdad —le dije—. Muy buena frase, artista.» Estaba satisfecho, pero no tanto como si la hubiera escrito. A partir de entonces, cada vez que le enseñaba a alguien el cuarto de baño, decía: «¿Ves el color? Es como estar dentro de un queso». O: «Es como mear dentro de un queso». No es que yo no hiciera lo mismo, recopilar cosas y decirlas una y otra vez. Quizá dije eso de mear dentro de un queso. Teníamos muchas frases comunes. Los dos llamábamos a nuestra casera Avispón Verde, porque la única vez que la vimos llevaba un conjunto verde veneno con franjas de piel de rata almizclera y un ramillete de violetas, y despedía una especie de zumbido venenoso. Tenía más de setenta años y regentaba una casa de huéspedes para hombres en el centro. A su hija Dotty la llamábamos la Ramera de Turno. Me pregunto por qué se nos ocurrió decir «ramera»; no era, no es, una palabra de uso general. Supongo que porque era una palabra sofisticada, que sonaba a depravación sofisticada, y contrastaba irónicamente —la ironía era nuestro fuerte— con la propia Dotty.
Dotty vivía en un piso de dos habitaciones en el sótano de la casa. Se suponía que le pagaba a su madre cuarenta y cinco dólares al mes de alquiler y me contó que intentaría ganar ese dinero haciendo de niñera.
—No puedo salir a trabajar —dijo— porque estoy mal de los nervios. A mi último marido lo tuve seis meses moribundo en casa de mi madre, muriéndose de su enfermedad del riñón, y a ella le debo todavía trescientos dólares del alquile . Mi madre me hacía preparar el ponche de huevo para mi marido con leche desnatada. Vivo condenada a la miseria. Dicen que más vale no tener dinero si gozas de salud, pero ¿y cuando n tienes ni una cosa ni la otra? Bronconeumonía desde que cumplí tres años. Fiebre reumática a los doce. A los dieciséis me casé con mi primer marido, que murió en un accidente mientras talaba un árbol. He perdido tres bebés. Tengo la matriz hecha trizas. Gasto tres paquetes de compresas cada mes. Me casé con un granjero que vivía en el valle y a sus vacas lecheras les entró la fiebre. Nos dejó limpios. Ese fue el que murió del riñón. No me extraña. No me extraña que tenga los nervios destrozados.
Estoy condensando. La historia era más larga y Dotty me la contaba sin ninguna pena, incluso con un punto de asombro y orgullo. Me invitaba a sentarme a la mesa y tomar una taza de té, luego una cerveza. La vida misma, pensé, sacada directamente de los libros, las clases, los artículos, los debates. A diferencia de su madre, Dotty tenía la cara plana, blanda, fofa, preparada para el fracaso, era ese tipo de mujer anodina y desorientada a la que ves cargando una bolsa de la compra, esperando el autobús. De he- cho, la había visto una vez en un autobús hacia el centro, y al principio no la reconocí, con el tabardo azul. Vivía en unas habitaciones llenas de muebles aparatosos rescatados de su matrimonio: un piano de pared, un mullido sofá y sillones de orejas, un aparador para la porcelana y una mesa de comedor, a la que nos sentábamos, ambos de nogal enchapado. En el centro de la mesa había una lámpara enorme, con un pie de porcelana pintada y una pantalla plisada granate, ladeada de un modo extravagante, como una crinolina.
Se la describí a Hugo. «Es una lámpara de burdel», le dije. Después exigí una felicitación por describirla con tanto acierto. Le recomendé a Hugo que prestara más atención a Dotty si quería ser escritor. Le hablé de sus maridos y de su matriz y de las cucharitas que coleccionaba de recuerdo, y me dijo q e fuese a verlas yo sola con toda tranquilidad. Estaba escribiendo una obra en verso.
Una vez, cuando bajé a echar carbón a la caldera, encontré a Dotty con su bata de felpilla rosa diciéndole adiós a un hombre de uniforme, un repartidor o un empleado de gasolinera. Era media tarde. Dotty y ese hombre no se estaban despidiendo de una manera que sugiriese lascivia o afecto, y yo no me habría hecho ninguna clase de suposiciones, habría pensado que se trataba de un pariente, si ella no se hubiera embarcado en una enrevesada historia que sonaba un poco ebria explicando que se había empapado con la lluvia y había tenido que dejar la ropa en casa de su madre y volver con el vestido de su madre que era demasiado ceñido y por eso ahora estaba en bata. Y primero la había sorprendido así Larry al traerle un arreglo de costura que quería para su mujer, y ahora yo, y qué íbamos a pensar de ella. Me pareció extraño, porque yo ya la había visto en bata muchas veces. Entre las risas y las explicaciones de Dotty, el hombre, que ni me había mirado, ni había sonreído o dicho una palabra ni apoyado con algún gesto su historia, se escabulló por la puerta.
—Dotty tiene un amante —le conté a Hugo.
—Necesitas salir más. Estás intentando hacer interesante la vida.
A la semana siguiente vigilé para ver si aquel hombre volvía. No volvió. Pero vinieron otros tres hombres, y uno de ellos vino dos veces. Caminaban con la cabeza gacha, pasaban rápido, y no tenían que esperar en la puerta del sótano. Hugo no lo pudo negar. Dijo que era la vida imitando al arte una vez más, tenía que ocurrir, después de todas las putas gordas con varices que había encontrado en los libros. Fue entonces cuando le pusimos el apodo de Ramera de Turno y empezamos a alardear de ella con nuestros amigos. Se quedaban detrás de las cortinas para espiar las idas y venidas de Dotty.
—¡Dime que no es ella! —exclamaban—. ¿Es ella? Qué decepcionante, ¿no? ¿No tiene ropa más profesional?
—No seáis ingenuos —decíamos nosotros—. ¿Creéis que todas llevan lentejuelas y boas?
Todo el mundo guardaba silencio para oírla tocar el piano. Cantaba o tarareaba mientras tocaba, no constantemente, pero a todo volumen, con esa voz desafiante e impostada que usa la gente cuando está o cree que está a solas. Cantaba «Yellow Rose of Texas» y «You Can’t Be True, Dear».
—Las putas deberían cantar himnos.
—Intentaremos enseñarle algunos.
—Sois todos unos mirones. Sois todos perversos —dijo una chica que se llamaba Mary Frances Shrecker, una joven huesuda y de cara serena con unas trenzas blancas que le caían por la espalda.
Estaba casada con un antiguo prodigio de las matemáticas, Elsworth Shrecker, que había sufrido una crisis nerviosa. Ella trabajaba de dietista. Hugo decía que no la podía mirar sin pensar en la palabra lumpen, aunque probablemente alimentara, como unas gachas de avena. Fue su segunda esposa. Pensé que era la mujer ideal para él, pensé que se quedaría para siempre a su lado, alimentándolo, pero la estudiante la desbancó.
El piano era un entretenimiento para nuestros amigos, pero desastroso los días que Hugo estaba en casa intentando trabajar. Se suponía que se quedaba trabajando en su tesis, aunque en realidad se dedicaba a escribir su obra de teatro. Trabajaba en nuestro dormitorio, en una mesa plegable delante de nuestra ventana, frente a una valla de madera. Cuando Dotty lleva a ya un rato tocando, venía a la cocina y pegaba la cara a la mía y decía en una voz grave y monótona de fingida rabia controlada:
—Baja y dile que pare de una vez.
—Ve tú.
—Maldita sea. Es tu amiga. Tú le das alas. Tú la animas.
—Nunca le he dicho que tocara el piano.
—Me organicé para poder tener esta tarde libre. No ha sido un golpe de suerte. Me organicé. Estoy en un punto crucial, estoy en el punto en que esta obra vive o muere. Si voy ahí abajo, temo que podría estrangularla.
—Bueno, pues no me mires a mí. No me estrangules a mí. Perdóname por respirar y todo lo demás.
Siempre acababa bajando yo al sótano, por supuesto, y llamaba a la puerta de Dotty y le preguntaba si no le importaría dejar de tocar el piano, porque mi marido estaba en casa e intentaba trabajar. Nunca dije «escribir», Hugo me había instruido para no decirlo, esa palabra era como un cable pelado para nosotros. Dotty siempre se disculpaba; Hugo le daba miedo y su trabajo y su inteligencia le infundían respeto. Dejaba de tocar, pero el problema es que a veces se olvidaba, podía empezar de nuevo al cabo de una hora, de media hora. Esa posibilidad me ponía nerviosa y triste. Como estaba embarazada, quería comer a todas horas y me sentaba a la mesa de la cocina con avaricia y pena, a engullir un cuenco lleno de arroz rojo recalentado o algo por el estilo. Hugo sentía que el mundo era hostil con su escritura, sentía que no solo sus habitantes humanos sino sus ruidos y diversiones y el trajín cotidiano se aliaban en su contra, con mala fe, adrede, frustrándolo y mermándolo diabólicamente e impidiéndole trabajar. Y yo, que debía interponerme entre él y el mundo, fracasaba en ese empeño, quizá tanto por decisión propia como por ineptitud. No creía en él. No había comprendido que sería necesario creer en él. Creía que era inteligente y talentoso, signifique lo que signifique, pero no estaba segura de que llegara a ser escritor. No me parecía que tuviera la autoridad que debe tener un escritor. Era demasiado impaciente, demasiado susceptible con todo el mundo, demasiado fanfarrón. Yo creía que los escritores eran gente tranquila, triste, por saber más de la cuenta. Creía que eran diferentes, que desde el principio poseían una dureza peculiar, un lustre que intimidaba, y que Hugo no tenía. Pensaba que algún día lo reconocería. Y mientras tanto él vivía en un mundo cuyas recompensas y castigos me resultaban tan ajenos, tan ocultos como si hubiese sido un lunático. Se sentaba a cenar, pálido y asqueado; se agarrotaba sobre la máquina de escribir con una parálisis furiosa cada vez que me veía obligada a entrar en el dormitorio a buscar algo, o se ponía a dar saltos por el salón preguntándome qué era (un rinoceronte que se cree una gacela, el presidente Mao ejecutando una danza de guerra en un sueño soñado por John Foster Dulles) y luego me besaba en la nuca y el cuello con ruidos ávidos y voraces. Me sentía aislada del origen de aquellos arrebatos de alegría o de malhumor, no iban conmigo. Bromeaba con amargura:
—Supón que cuando tengamos el bebé la casa se incendia y el bebé y la obra están ahí, ¿a cuál salvarías?
—A los dos.
—Pero ¿y si solo pudieras salvar uno? Olvida al bebé, suponte que yo estoy dentro, no, suponte que me estoy ahogando aquí mismo y que tú estás aquí y no puedes llegar a mí y a la obra...
—Me lo estás poniendo difícil.
—Ya lo sé. Ya lo sé. ¿No me odias?
—Claro que te odio.
Después de eso tal vez nos íbamos a la cama, juguetones, chillando, peleando en broma, excitados. Toda nuestra vida, la parte que funcionó en nuestra vida mientras estuvimos juntos, eran juegos. Inventábamos conversaciones para escandalizar a la gente en el autobús. Una vez nos sentamos en una cervecería y me increpó por salir con otros hombres y dejar a los niños solos mientras él estaba en el campo trabajando para mantenernos. Me suplicó que recordara mi deber de esposa y de madre. Yo le eché el humo a la cara. La gente que había alrededor nos lanzaba miradas severas y parecía satisfecha Cuando salimos del local nos reímos hasta no tenernos en pie, apoyados en la pared. En la cama fingíamos que yo era lady Chatterley y él era Mellors.
—¿Dónde estará ese pequeño granuja de John Thomas? —decía él con acento cerrado—. ¡No encuentro a John Thomas!* [Nombre con que D. H. Lawrence alude al órgano sexual masculino en la novela. (N. de la T.)]
—Lo siento en el alma, creo que me lo he tragado —decía yo, remilgadamente.
En el sótano había una bomba de agua. Hacía un ruido tremendo, constante. La casa se asentaba en un terreno bastante bajo, no muy lejos del río Fraser, y en época de lluvias la bomba debía permanecer en marcha prácticamente a todas horas para que el sótano no se inundara. Tuvimos un enero lluvioso y oscuro, como es habitual en Vancouver, y le siguió un febrero lluvioso y oscuro. Hugo y yo estábamos bajos de moral. Yo me pasaba casi todo el tiempo durmiendo. Hugo no podía dormir. Decía que era por culpa de la bomba. No le dejaba trabajar durante el día y no le dejaba dormir por la noche. La bomba había sustituido el piano de Dotty como el incordio que más le irritaba y deprimía en nuestra casa. No solo por el ruido que hacía, sino por el dinero que nos estaba costando. Todo ese coste iba a parar a nuestra factura de la luz, aunque era Dotty la que vivía en el sótano y cosechaba las ventajas de no acabar inundada. Hugo me pedía que fuera a hablar con Dotty y yo le decía que Dotty no podía ni con los gastos que ya afrontaba. Hugo dijo que prestara más servicios. Le dije que cerrara la boca. A medida que me sentía más lenta y pesada y confinada en la casa por el embarazo, más me iba encariñando y acostumbrando a Dotty, y menos me apetecía hacer acopio de lo que decía y repetirlo. Con ella estaba más a gusto a veces que con Hugo y nuestros amigos.
Estupendo, dijo Hugo, pues entonces debía llamar a la casera. Le dije que llamara él. Dijo que ya tenía muchísimo que hacer. La verdad es que los dos rehuíamos un enfrentamiento con la casera, sabiendo de antemano que nos confundiría y nos derrotaría con sus evasivas y su cháchara estridente.
En mitad de la noche en mitad de una semana lluviosa me desperté, y me pregunté qué me había despertado. Era el silencio.
—Hugo, despierta. La bomba se ha estropeado. No oigo la bomba.
—Estoy despierto —dijo Hugo.
—Sigue lloviendo y la bomba no está en marcha. Se habrá estropeado.
—No, no se ha estropeado. Está parada. La he parado yo.
Me incorporé y encendí la luz. Yacía boca arriba, entornando los ojos e intentando mirarme al mismo tiempo con dureza.
—No la has apagado.
—Vale, pues no.
—Lo has hecho.
—Ya no podía soportar el maldito derroche. No soportaba la idea. Tampoco soportaba el ruido. Llevo una semana sin dormir.
—El sótano se inundará.
—Volveré a ponerla en marcha por la mañana. Solo pido unas horas de paz.
—Será demasiado tarde, llueve a mares.
—No exageres.
—Ve a la ventana.
—Está lloviendo. No lloviendo a mares.
Apagué la luz y me tumbé y hablé con una voz firme y serena.
—Escúchame, Hugo, tienes que ir a ponerla en marcha, o habrán de evacuar a Dotty.
—Por la mañana.
—Tienes que ir y ponerla en marcha ahora.
—Pues no pienso ir.
—Si no vas tú, iré yo.
—No, no irás.
—Sí.
Pero no me moví.
—No seas tan alarmista.
—Hugo.
—No me llores.
—Se le echará todo a perder.
—Mejor sería. De todos modos, eso no va a pasar.
Se quedó a mi lado, tenso y cauteloso, esperando, supongo, a que me decidiera a levantarme de la cama, bajara al sótano y averiguara cómo volver a poner en marcha la bomba. ¿Y qué habría hecho entonces? No me habría pegado, embarazada como estaba. Nunca me pegó, de hecho, a menos que yo le pegara primero. Podría haber ido a apagarla de nuevo, y yo podría haberla puesto en marcha otra vez, y así sucesivamente, ¿hasta cuándo? Me podría haber sujetado, pero si empezaba a forcejear habría temido lastimarme. Podría haberme insultado y luego largarse de casa, pero no teníamos coche, y estaba lloviendo demasiado para que se quedara mucho rato a la intemperie. Seguramente se habría limitado a pasar de la cólera a la hosquedad, y yo podría haber cogido una manta para irme a dormir en el sofá del salón el resto de la noche. Creo que eso es lo que habría hecho una mujer con carácter. Creo que eso es lo que habría hecho una mujer que quisiera que su matrimonio durase. Pero yo no lo hice. Me dije que no sabía cómo funcionaba la bomba, que no sabía dónde conectarla. Me dije que tenía miedo de Hugo. Barajé la posibilidad de que Hugo tuviese razón, que no pasaría nada. Aunque quería que pasara algo, quería que Hugo se estrellara.
Cuando me desperté, Hugo se había ido y la bomba estaba en marcha como de costumbre. Dotty empezó a aporrear la puerta en lo alto de las escaleras del sótano.
—No te vas a creer la que se ha liado aquí abajo. Me llega el agua hasta las rodillas. Saqué los pies de la cama y me vi con el agua hasta las rodillas. ¿Qué habrá pasado? ¿Oíste que se apagaba la bomba?
—No —dije.
—No sé cómo ha podido ocurrir, supongo que la bomba no daba abasto. Anoche me tomé un par de cervezas antes de acostarme, porque si no me habría enterado de que algo no iba bien.
Normalmente tengo el sueño ligero, pero hoy he dormido como un tronco, y al sacar los pies de la cama... Dios, menos mal que no le he dado al interruptor en ese momento, me habría electrocutado. Está todo flotando.
Nada estaba flotando y el agua no le habría llegado a la rodilla a una persona hecha y derecha. Sería como mucho un palmo en algunos sitios, y no más de dos o cuatro dedos en otros, por lo irregular que era el suelo. Había empapado y manchado los bajos del sofá y de las sillas, y se había metido en los últimos cajones y en los armarios, y combado el pie de su piano. Las baldosas del suelo estaban sueltas, la moqueta encharcada, los bordes de la colcha chorreando, el calefactor del suelo inservible.
Me vestí, me puse unas botas de Hugo y bajé con una escoba. Empecé a barrer el agua hasta el desague que había al otro lado de la puerta. Dotty se preparó una taza de café en mi cocina y se quedó sentada un rato en el escalón de arriba, mirándome, repitiendo el mismo monólogo de que la noche antes se había tomado un par de cervezas y había dormido más profundamente que de costumbre, no había oído la bomba apagarse, no entendía por qué se había apagado, si se había apagado, no sabía cómo iba a explicárselo a su madre, que desde luego creería que era culpa suya y se lo cobraría. Íbamos a tener suerte, pensé. (¿Íbamos?) Con las expectativas y el gusto de Dotty por regodearse en la desgracia, hacía muy improbable que ella casi menos que nadie quisiera investigar lo ocurrido. Cuando el nivel del agua bajó un poco, fue a su dormitorio, se puso algo de ropa y unas botas que tuvo que escurrir primero, trajo la escoba y comenzó a ayudarme.
—Lo que no me pase a mí, ¿eh? Nunca he ido a que me lean la suerte. Tengo amigas que siempre van a que les lean la suerte y yo digo: a mí dejadme en paz, solo sé una cosa y es que no me espera nada bueno.
Subí a mi casa y llamé por teléfono a la universidad, para intentar hablar con Hugo. Les dije que era una urgencia y lo encontraron en la biblioteca.
—Se inundó.
—¿Qué?
—Que se inundó. El piso de Dotty está empantanado.
—Puse en marcha la bomba.
—Y un cuerno. Lo has hecho esta mañana
—Esta mañana cayó un aguacero y la bomba no daba más de sí. Eso ha sido después de que la pusiera en marcha
—La bomba no daba más de sí anoche porque anoche no estaba en marcha y no me vengas ahora con aguaceros.
—Bueno, pues hubo uno. Tú estabas durmiendo.
—No tienes ni idea de lo que has hecho, ¿verdad? Ni siquiera te quedas para verlo. Me toca verlo a mí. Me toca a mí apechugar. Tengo que escuchar a esa pobre mujer.
—Tápate los oídos.
—Cierra la boca, imbécil indecente.
—Lo siento. Est ba bromeando. Lo siento.
—Lo sientes. Que lo sientes, maldita sea. Montas un estropicio del que te advertí y ahora lo sientes, maldita sea.
—Tengo que ir a un seminario. Lo siento. No puedo hablar ahora, no sirve de nada hablar contigo ahora, no sé qué estás intentando que diga.
—Solo estoy intentando que te des cuenta.
—Muy bien, me doy cuenta. Aunque sigo pensando que ha pasado esta mañana.
—No te das cuenta. Nunca te das cuenta.
—Dramatizas.
—¡Que yo dramatizo!
La suerte siguió de nuestro lado. No era tan probable que la madre de Dotty se conformara sin explicaciones y, a fin de cuentas, las baldosas de su suelo y el yeso de sus tabiques se habían echado a perder. Pero la madre de Dotty estaba enferma, el clima húmedo y frío también le habían causado estragos, y aquella misma mañana se la llevaron al hospital con neumonía. Dotty se fue a vivir a la casa de su madre, a ocuparse de los huéspedes. En el sótano quedó un olor desagradable, a moho. Nosotros nos marchamos también, al poco tiempo. Justo antes d que naciera Clea nos instalamos en Vancouver Norte, en la casa de unos amigos que se habían ido a Inglaterra. Nuestra pelea se calmó con la emoción de la mudanza; nunca se resolvió de verdad. Apenas nos movimos de las posturas que habíamos adoptado por teléfono.
Yo le decía: «No te das cuenta, nunca te das cuenta», y Hugo me decía: «¿Qué quieres que te diga? ¿Por qué armas tanto lío con este tema?», preguntaba, con razón. Cualquiera se lo habría preguntado. Mucho después de separarme de él, también me lo pregunté. Podría haber ido yo misma a poner en marcha la bomba, como he dicho, asumiendo la responsabilidad por los dos, como una mujer paciente y realista, una mujer casada de verdad habría hecho, como estoy segura de que Mary Frances habría hecho, hizo, muchas veces, durante los diez años que aguantó. O podría haber sido sincera con Dotty, a pesar de que no era la mejor candidata para esa confesión. Podría habérselo contado a quien fuese, si me parecía tan importante; haber arrojado a Hugo a los pies de los caballos. Pero no lo hice, no fui capaz de protegerlo o descubrirlo del todo, solo de azotarlo con la culpa, desesperada a veces, deseando abrirle la cabeza para meterle dentro mi punto de vista, los principios que para mí eran de rigor. Qué presunción, qué cobardía, qué mala fe. Inevitable. «Tenéis un problema de incompatibilidad», nos dijo el consejero matrimonial un tiempo después. Nos reímos hasta las lágrimas en el inhóspito pasillo del edificio municipal de Vancouver Norte donde hacíamos las sesiones. Así que ese es nuestro problema, nos dijimos, qué alivio saberlo, la incompatibilidad.
No leí el relato de Hugo esa noche. Se lo pasé a Clea, y resulta que ella tampoco lo leyó. Lo leí al día siguiente, por la tarde. Llegué a casa cerca de las dos, después de volver del colegio privado para chicas donde trabajo a media jornada dan o clases de historia. Preparé un té, como de costumbre, y me senté en la cocina a disfrutar la hora antes de que los chicos, los hijos de Gabriel, regresaran de la escuela. Vi que el libro estaba aún encima del frigorífico, lo cogí y leí el relato de Hugo.
La historia es sobre Dotty. Naturalmente la ha cambiado en varios aspectos superfluos y el incidente principal que protagoniza es una invención, o se entrevera con una realidad distinta. Pero aparece la lámpara, y la bata de felpilla rosa. Y un detalle sobre Dotty que se me había olvidado: cuando estabas hablando, te escuchaba con la boca entreabierta, y asentía, y repetía contigo la última palabra de tu frase. Una costumbre enternecedora y molesta. Se afanaba por darte la razón, aspiraba a entenderte. Hugo se ha acordado de eso, pero ¿cuándo habló Hugo con Dotty?
Eso no importa. Lo que importa es que este relato de Hugo es un relato muy bueno, en mi opinión, y creo que puedo opinar con fundamento. Qué sincero es y qué bonito, me dije mientras leía. Había que reconocerlo. Me conmovió la historia de Hugo; me alegró, me alegra, y a mí los trucos no me conmueven. O sí, pero tienen que ser trucos buenos. Trucos bonitos, trucos sinceros. Ahí está Dotty, sacada de la vida y expuesta a la luz, suspendida en la maravillosa gelatina transparente que Hugo ha dedicado toda la vida a aprender a elaborar. Es un acto de magia, no cabe duda; es un acto de un amor particular, podríamos decir, implacable y sin sentimentalismo. Un privilegio espléndido y afortunado. Dotty fue una persona afortunada, dirá la gente que entiende y aprecia ese gesto (no todo el mundo, desde luego, entiende y valora este gesto); fue afortunada por vivir en aquel sótano unos meses y con el tiempo recibir este privilegio, aunque ella no lo sepa y probablemente no le importara si ha trascendido al Arte. No le ocurre a todo el mundo.
No te ofendas. Las objeciones irónicas son para mí un hábito. Casi me dan vergüenza. Respeto lo que se ha hecho. Respeto la intención y el esfuerzo y el resultado. Acepta m agradecimiento.
Pensé que le escribiría una carta a Hugo, sí. Mientras preparaba la cena, y mientras comía y hablaba con Gabriel y los niños, estaba pensando en todo momento e que le escribiría una carta. Pensaba decirle que me había resultado muy extraño darme cuenta de que ambos compartíamos, todavía compartíamos, el mismo banco de la memoria, y que todo aquello que para mí eran retazos y piezas sueltas, bagaje inútil, para él era oportuno y de provecho, una inversión rentable. También quería disculparme, con alguna indirecta, por no haber creído que llegaría a ser escritor. Reconocimiento, no disculpa; eso era lo que le debía. Unas pocas frases elegantes, agradecidas.
Al mismo tiempo, durante la cena, mirando a Gabriel, mi marido, llegué a la conclusión de que en realidad Hugo y él no son tan diferentes. Ambos han logrado una meta. Ambos han decidido de qué forma encarar todo lo que se encuentran en este mundo, qué actitud tomar, cómo dejar pasar o sacar partido de las cosas. Ambos, a su manera limitada y precaria, tienen autoridad. No están «a la merced». O creen que no lo están. No puedo culparlos por arreglárselas como les convenga.
Después de que los niños se fueran a la cama y Gabriel y Clea se sentaran a ver la televisión, encontré un bolígrafo y me puse el papel delante para escribir la carta, y la mano se me fue de un salto. Empecé a escribir frases breves e hirientes que en ningún momento había previsto:
Con esto no basta, Hugo. Tú crees que sí, pero no basta. Estás equivocado, Hugo.
Esos no son argumentos para mandar por correo. Sí que los culpo. Siento envidia y desprecio.
Gabriel entró en la cocina antes de irse a la cama, y me vio sentada con una pila de exámenes y mis lápices de corregir. Tal vez venía con intención de hablarme, de preguntarme si me apetecía tomar un café o una copa con él, pero respetó mi tristeza, como siempre; respetó que fingiera no estar triste sino absorta, agobiada con esos exámenes; me dejó superarlo a solas.
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarina