Huelga de escritores: una estremecedora profecía
Las grandes ciudades son con frecuencia el escenario de huelgas y manifestaciones de médicos, basureros, bomberos y policías. La protesta pública es constante, ya que cualquiera que esté relacionado con la seguridad pública sabe reconocer en el acto una ciudad llena de basura humeante y asesinos contagiosos. Sin embargo, la basura de la calle, las llamas en los dormitorios, los asesinos sueltos y las manchas pulmonares no pasan de ser meros inconvenientes físicos. Huelgas mucho más serias pueden producirse en el ámbito laboral, y los políticos y los ciudadanos, al enfrentarse con los problemas más tradicionales, se consuelan pensando: «Bueno, hay un lío de mil demonios, pero al menos los escritores no están involucrados». Porque, créanme, comparados con los escritores, hasta los camioneros son un trozo de pan.
Imaginen, por ejemplo, una lluviosa tarde de domingo en Nueva York. Los escritores de toda la ciudad permanecen en la cama con la cabeza metida debajo de sus respectivas almohadas. Tienen tallas, complexiones, razas, credos y religiones muy diversas, pero todos coinciden en una misma cosa: todos se quejan. Algunos se quejan de sí mismos. Otros de los colegas. Pero esto carece de la menor importancia. Simultáneamente, todos se dan la vuelta en la cama y marcan un número de teléfono. En segundos, todos los escritores de Nueva York se encuentran hablando con otro escritor de Nueva York. Hablan de no escribir. Este es, después de quién es o no es maricón, el tema de conversación más frecuente entre los escritores de Nueva York. Pueden darse algunas variaciones sobre este tema, y uno reacciona en consecuencia:
Variación número uno sobre este tema
Te encuentras con que no puedes escribir. Entonces llamas a otro escritor. Él tampoco puede escribir. Es fabuloso. Puedes hablar durante dos horas de la imposibilidad de escribir y luego salir a cenar juntos hasta las cuatro de la madrugada.
Variación número dos sobre este tema
Te encuentras con que no puedes escribir. Entonces llamas a otro escritor. La llamada es una tragedia monumental. El otro habla y habla hasta que te queda claro que no solamente está escribiendo, sino que cree que lo que está escribiendo es probablemente lo mejor que ha escrito nunca. La única salida para evitar el suicidio en semejante situación es llamar a un cantante de rock. Esto te permite volver a sentirte inteligente y te anima a seguir tirando con el chollo de no escribir.
Variación número tres sobre este tema
Escribes. Otro escritor te llama para hablarte del hecho de no escribir. Le anuncias que tú sí estás escribiendo. Con cierto masoquismo, el otro te pregunta sobre qué estás escribiendo. Le informas con modestia que se trata de algo insignificante, vagamente evocador digamos, algo así como Un marido ideal, quizás algo más divertido. Tu comportamiento en su funeral al día siguiente deberá ser digno y desenvuelto.
Aún hay otras variaciones sobre el tema, pero creo que ya pueden apreciar por dónde quiero ir. Ahora bien, en esa precisa tarde de domingo se ha producido un hecho singular. Ni un escritor de Nueva York escribe. Cuando la noticia recorre toda la comunidad de escritores que no escriben, todos experimentan un tremendo sentimiento mutuo de alivio y bienestar. Por un instante sublime, todos los escritores de Nueva York se aprecian. Si nadie puede escribir, entonces es evidente que los escritores no tienen la culpa. Ellos tienen la culpa. Los escritores se unen. Se vengarán de la ciudad. Ya nunca más se quedarán acostados sin escribir en la intimidad de sus casas. No escribirán públicamente. Irán a la huelga. Deciden hacer una sentada en el vestíbulo del hotel Algonquin, y no escribir allí.
Pasa el tiempo, pero, aproximadamente año y medio después, la gente empieza a percatarse de que no hay nada que leer. Primero nota que los quioscos de periódicos están muy vacíos. Poco después, el mal atañe a las noticias de la tele. Sigue habiendo telediarios, la mayoría en playback y el resto al tuntún. La gente empieza a aburrirse. Exige que la ciudad tome medidas. La ciudad nombra una delegación para parlamentar con los escritores. La delegación está formada por un bombero, un médico, un miembro del servicio de sanidad y un policía. Los escritores se niegan a negociar. ¿Cuál es su respuesta a la ciudad arrodillada a sus pies?: «Llamen a mi agente». Los agentes se niegan a negociar hasta no tener en sus manos el contrato de venta de los derechos cinematográficos del acontecimiento. La huelga continúa. Se permite a la Cruz Roja cruzar la línea de piquetes para entregar las liquidaciones y repartir tazas de café italiano. La situación es cada vez más tensa. Adultos de todo el país permanecen sentados en las estaciones de autobuses jugando al mus. Se subastan viejas colecciones de la revista People a precios increíbles. Los bibliotecarios empiezan a dejarse sobornar, y se les ha visto conduciendo Cadillacs color lavanda, con techos tapizados de vinilo y ventanillas traseras panorámicas. Unos cuantos poseedores de viejos ejemplares de The New Yorker deciden formar un sindicato. Abren un bar de lectura solo para miembros, que sufre un atentado reivindicado por una organización radical que cree que Donald Barthelme está metido.
Finalmente, se requiere la intervención de la Guardia Nacional. Centenares de guardias bien armados llegan al Algonquin. Pero se ven obligados a retirarse por la hiriente ráfaga de chistes sarcásticos.
Aunque los escritores han acordado no tener líderes, uno de ellos se convierte en algo así como una figura de autoridad. Su influencia se funda en gran medida en el hecho de llevar consigo un ejemplar de tapas duras de El arco iris de gravedad, que al parecer se ha leído entero. En realidad, se trata de un especialista en arbitrajes laborales enviado por el Ayuntamiento para infiltrarse en la huelga y sabotearla. Insidiosa y arteramente, el individuo va de escritor en escritor, convenciéndoles de que hay quienes han empezado a escribir de nuevo y que incluso disponen ya del manuscrito terminado, a punto de publicarse en cuanto se termine la huelga. Se las sabe todas. Los escritores abandonan el Algonquin y vuelven a sus casas para seguir sin escribir. Y cuando se dan cuenta de que han sido engañados, y por quién, se sienten próximos al suicidio por su falta de perspicacia. De modo que aquí queda, al menos, esta enseñanza: nunca juzgue una cubierta por el libro que contiene.
Traducción de José Luis Guarner y Alberto Cardín