Mi madre solía decirnos que en la vida abunda esa sustancia inasible que constituye la felicidad y que lo único que hace falta para encontrarla es enfrentarse a las cosas muertas que la deshonran. Y le gustaba citar la frase de un antiguo profeta: Haz dulce tu camino y recibirás una melodía. Era la dulzura de las melodías que se cantan mientras dura el camino de la vida lo único que debía importarnos y no el éxito o la consideración que pudiéramos obtener de los demás.
Sabía bien de qué hablaba, ya que desde muy pequeña no había hecho otra cosa que viajar. Nuestro abuelo era embajador, y había visitado a su lado los salones y los palacios de los hombres más poderosos de la Tierra. Pero no era de esos palacios ni de esos hombres de lo que le gustaba hablar. Había perdido a su madre a los pocos días de su nacimiento y desde entonces nuestro abuelo nunca se separó de ella y la llevó consigo en todos sus destinos como embajador. No había cumplido los catorce años y ya había recorrido prácticamente todo Oriente Próximo, gran parte de Sudamérica y casi toda Europa. Entonces el abuelo murió, dejándole una pequeña fortuna que le permitió seguir viajando por el mundo. Vivió dos años en Japón, cuya lengua hablaría con facilidad, y visitó en tres ocasiones la India, país que amaba sobre todas las cosas, ya que siempre consideró el budismo como la religión más perfecta. No es fácil explicarse cómo pudo tener tiempo para realizar todos aquellos viajes, pues apenas contaba veintiocho años cuando murió. Tampoco qué la llevó a unirse a mi padre, un hombre de gustos sedentarios, con el que apenas compartía otra cosa que su afición por la lectura y el cine. Fueron felices a su manera, aunque no creo que ella le amara.
Se conocieron en León, donde mi padre tenía un hotel situado no lejos de la catedral, el hotel La Leonesa. A mi madre le gustaba mucho esa ciudad, que conoció al regreso de uno de sus viajes, y volvía a ella con frecuencia. Siempre se alojaba en el hotel de la familia. No sé decir por qué. Puede que fuera la búsqueda de una seguridad, la necesidad de encontrar un lugar fijo en aquel mundo cambiante de su deambular interminable. Incluso pedía alojarse en la misma habitación.
Era mi padre quien llevaba el hotel. Había abierto un despacho de abogados con un socio, pero la muerte de mi abuelo le obligó a hacerse cargo contra su voluntad de un negocio que no le gustaba. La necesidad de poner orden en las cuentas, y de encontrar un buen comprador para que su madre y su hermana, que era deficiente, pudieran vivir sin aprietos, le hizo ocuparse temporalmente de su administración. Durante el día trabajaba en el despacho con su socio, y al terminar se dirigía al hotel para supervisar cuentas y controlar a sus empleados. Mi madre se alojó allí por azar, y él no tardó en interesarse por aquella enigmática mujer que se hacía servir las comidas en su habitación, de donde apenas salía. Al atardecer, paseaba por las calles de la ciudad, o se sentaba en una cafetería cercana. Apenas tenían trato entre ellos y, cuando coincidían en los pasillos o en el vestíbulo, se limitaban a saludarse intercambiando unas breves palabras de cortesía. Mi madre tenía la belleza huidiza de esas criaturas que pertenecen a un mundo distinto al nuestro y a las que sabemos de antemano que no podremos retener: un pájaro que se posa a nuestro lado, un ciervo entrevisto en el monte. Pero ¿qué mundo era aquel al que pertenecía? Mi padre nunca conoció la respuesta.
Una tarde ella se presentó en la pequeña oficina del hotel. Golpeó tan levemente con los nudillos en el cristal de la puerta que mi padre tardó en darse cuenta de que estaba esperando a que la abriera. Anochecía y no había otra luz que la de la lámpara de la mesa. Y la vio mirando con fijeza algo que había en el interior. Era una simple oficina de hotel, con sus archivos polvorientos, su mesa gastada, y él, un hombre de provincia sin ningún interés especial. ¿Qué llamaba su atención? En una de las paredes colgaba un cuadro con un mapamundi y era eso lo que miraba mi madre. Se acercó a ese mapa y recorriendo con el dedo el contorno de los continentes dijo algo que la oiríamos repetir muchas veces: ¡Qué pequeña es la cárcel del mundo! ¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber recorrido al menos una vez todos sus rincones?
Mi padre permaneció en silencio, y ella le explicó el motivo de su visita. Tenía que salir de viaje y deseaba conservar su habitación durante su ausencia. Solo serían un par de semanas y no quería verse obligada a cargar su abultado equipaje, que consistía en dos grandes baúles y varias maletas. Naturalmente, le seguiría pagando la habitación. Aún más, le daría por adelantado el equivalente a un mes entero de alojamiento. Y, abriendo su bolso, extrajo un cheque que llevaba preparado y que puso sobre la mesa. Mi padre trató de protestar, de decirle que no hacía falta que le adelantara el dinero, pero ella le pidió amablemente que lo aceptara. Usted no me conoce de nada, le dijo. No tiene por qué fiarse de mí. Mi padre se la quedó mirando. Llevaba un sombrero de ala ancha que ensombrecía su rostro, exaltando el negro profundo de sus ojos y los reflejos de su cabello castaño. La luz dorada del pasillo la iluminaba por detrás creando un halo misterioso alrededor de su figura. Era como si toda ella hubiera surgido de esa luz.
Y él supo que, a partir de ese instante, su vida sería un camino de sufrimiento. No ha entrado nadie, esa mujer no se aloja en este hotel, se dijo cuando ella se fue. Tampoco existía el cheque que tenía en las manos. Todo lo que había pasado esa tarde se lo acababa de imaginar, se repitió una y otra vez. Era una liberación que nada de aquello hubiera existido, pues sabía que en el mundo en que se encontraban esa mujer y él nunca podrían llegar a compartir nada.
Pasaron los días sin que mi madre regresara. Terminaba el mes acordado, cuando recibió en el hotel una carta en la que ella le pedía prolongar la reserva de la habitación e incluía en el sobre un nuevo cheque. Se estaba agotando ese nuevo plazo, cuando regresó cargada de otras maletas. Y mi padre y ella empezaron a intimar. De ese tiempo, fueron sus paseos por la ciudad y la orilla del río Bernesga, las tardes pasadas en los cafés o en los cines, donde iban con frecuencia, y sus visitas a la catedral, en la que mi madre entraba casi todos los días, atraída por su belleza. Preferentemente al atardecer, cuando la luz del sol entraba por las vidrieras y todo en su interior –los retablos de las capillas, los creyentes que entraban para rezar, los ángeles y las figuras que adornaban los altares– parecía suspendido en una nube de oro. Se sentaban en uno de los bancos y permanecían absortos, casi sin respirar, contemplando la luz que todo lo cubría, como si fueran los guardianes de aquel milagro. Nunca hablaron de amor, no se tocaron, no se dieron un beso, se limitaban a permanecer sentados sin decirse nada, casi sin mirarse, como si fueran dos hermanos que todo lo supieran el uno del otro. Sin embargo, no era así y, cada día que pasaba, a mi padre le parecía más misteriosa, lejana e inalcanzable. Una tarde en que paseaban por la orilla del río, ella se volvió inesperadamente y le acarició la cara como si fuera un niño pequeño. Luego se refugió entre sus brazos buscando el calor de su cuerpo. La primavera había llegado de forma inesperada. Los tallos acababan de brotar en los huertos, las yemas crecían, y las hojas se soltaban de sus estuches y ondeaban verdes como cintas de seda. ¿No te pasa que cuando eres feliz, le dijo inesperadamente mi madre, te da por pensar que lo que tienes no puede durar, que lo perderás antes o después y no podrás recuperarlo nunca? Mi padre se preguntó por qué decía eso. ¿Tal vez porque tenía miedo a perder la felicidad que había descubierto a su lado? Iba a decirle que los días que se había pasado esperándola habían sido los más espantosos de su vida y que no quería que se volviera a ir, pero ella, tal vez adivinando sus pensamientos, puso el dedo índice sobre sus labios invitándole a guardar silencio. No digas nada, le dijo con una sonrisa. Recuerda que Dios solo viene donde no es mencionado.
Apenas recuerdo a mi padre durante esos primeros años, era ella quien lo llenaba todo. Teníamos una criada que nos cuidaba. Se ocupaba de vestirnos y de darnos de comer, de llevarnos al colegio, y de bañarnos y ponernos el pijama cuando terminaba el día. Antes de acostarnos nos llevaba a ver a nuestros padres, que estaban en el salón leyendo u oyendo música. Mi hermana Fátima y yo nos refugiábamos en los brazos de mi madre mientras la música nos envolvía como si fuéramos en una pequeña barca que mecida por las olas se adentrara en el mar. Luego llegaba el tiempo de nuestros juegos. Jugábamos a las cartas, a la oca y al parchís, a las adivinanzas. Algo, no sé qué, / que nace no sé cómo, / y duele no sé por qué. ¿Qué es?, nos preguntaba mi madre. El amor, exclamábamos Fátima y yo. Pero no sabíamos por qué lo decíamos, ni por qué el amor, si la teníamos a ella, tenía que doler. Mi madre había llamado Fátima a mi hermana en homenaje al mundo árabe, que conocía profundamente, y por el que sentía una gran admiración.
Luego nos leían fragmentos de los libros que les gustaban. Ninguna de aquellas lecturas se parecía a las más severas que escuchábamos en el colegio, y que casi siempre tenían que ver con las prohibiciones y castigos de la religión. Mi madre amaba un libro que se titulaba Pentamerone, escrito por un discípulo de Boccaccio llamado Giambattista Basile, y en cuyos cuentos todo era posible: que pueblos enteros, en un detalle de admirable amabilidad, se quedaran dormidos al lado de su princesa hechizada; que las flores se marchitaran en el cabello de las muchachas cuando éstas abrían las puertas prohibidas; que el corazón de un dragón al hervir en la cocina no solo preñara simultáneamente a la reina, a la cocinera, a la yegua y a la perra, sino en un gesto de gozosa propagación, a los muebles y enseres del palacio. En uno de esos cuentos una reina daba a luz una rama de mirto. Un joven príncipe que pasaba por allí se encaprichaba de ella y la llevaba con él a su dormitorio. Y de noche una muchacha brotaba de la rama y se acostaba a su lado. Y cuando este tendía la mano para tocarla, en vez de una rama áspera, llena de espinas, se encontraba con una cosa blanda y suave que no se cansaba de acariciar y besar. Y juzgando que era un hada, lo que en efecto era, se abrazaba a ella con todas sus fuerzas y los dos se pasaban toda la noche haciendo cosas que no había imaginado que pudieran hacerse en parte alguna. Mas antes de que el sol saliese, la muchacha se levantaba y se iba dejando al príncipe «colmado de dulzura, repleto de curiosidad, rebosante de asombro». Así terminaba aquel relato, que en la voz de mi madre parecía robado al mundo maravilloso de las hadas. Ella nos decía que era así como deberíamos sentirnos cuando alguien nos contaba una historia: colmados de dulzura, repletos de curiosidad, rebosantes de asombro. Y que le daban pena las personas que desdeñaban estas historias, por creerlas irreales. Era como si buscaran los racimos entre las zarzas, en vez de en las vides.
Mi hermana se dormía en el regazo de mi madre, que, a su vez, permanecía reclinada en los brazos de mi padre, como una de esas sagradas familias del mundo del mito. Yo los miraba feliz de haber nacido en una familia así y no en otra cualquiera, porque ¿acaso los niños podían elegir la familia en que iban a nacer? Pero, cuando por fin me quedaba solo, los más oscuros presentimientos venían a turbar esa dicha. Y nos veía a los cuatro, no sé por qué, como una familia a la que de pronto le sucedería una desgracia. Me imaginaba que llamaban a mi padre para decirle que su mujer había tenido un accidente y que no habían podido hacer nada para salvarla, pues esas desgracias siempre tenían que ver con la pérdida de nuestra madre. Y así unas veces era una enfermedad mortal la que la retenía en la cama, y otras su cuarto estaba vacío, porque esa noche, mientras nosotros dormíamos, se había ido de casa, dejándonos una nota en que nos decía que, a pesar de todo lo que nos quería, se había tenido que marchar, pero que no nos preocupáramos porque nos iba a escribir todos los días, aunque luego esas cartas nunca llegaran.
También recuerdo cuando mi hermana, mi madre y yo íbamos a la catedral y nos sentábamos en uno de los bancos para ver el milagro de la luz sobre las vidrieras y la piedra. Este lugar, ¿quién lo habrá hecho?, exclamaba nuestra madre. ¿Ocuparse de lo que no puede existir, no es la tarea más dulce? Nos deteníamos en una pequeña capilla lateral, donde había una virgen con el niño en los brazos. Encendíamos una vela cada uno y nos quedábamos mirándola. Y yo, que ya empezaba a ser mayor, no podía dejar de fijarme en su cuerpo bien proporcionado, en sus pechos pequeños, en sus manos finas y suaves, tan pequeñas como las de una niña. Tenía una melena que se derramaba sobre sus hombros, y sus ojos brillaban al mirar a su hijo con una luz cálida y profunda. Sin embargo, no podía ocultar su tristeza de madre y esposa. Una de esas tardes, tras contemplar un rato aquella figura, mi madre se volvió a nosotros y nos dijo que la maternidad era el milagro más cruel, como si fuera feliz y desgraciada a la vez por habernos tenido. Salimos a la calle. Una brisa cálida se arremolinaba a ras del suelo, levantando un leve torbellino de polvo y hojas caídas antes de tiempo. Amenazaba lluvia. El temporal aún se ocultaba tras el horizonte y vimos a los lejos los puntos destellantes de los relámpagos. Yo no podía dejar de pensar en lo que nuestra madre acababa de decir. Porque un milagro ¿cómo podía ser cruel? Luego encontraría esa misma frase en los libros de una poeta norteamericana que se había suicidado metiendo su cabeza en un horno de gas, dejando a sus dos hijitas abandonadas. ¿Había pensado en ellas antes de hacerlo, en el daño irreparable que les iba a causar? Sí, seguro que lo había hecho, pero aun así no había podido evitarlo. Siempre había un límite para lo que el amor podía soportar.