Krems, de la que en 1153 el geógrafo árabe Al-Idrisi celebró el esplendor que excedía, en su opinión, al de Viena, se asemeja hoy a Vineta, la ciudad cubierta por las aguas, entre cuyas calles en el fondo del mar la leyenda ve a alguien deambulando, vestido con ropas antiguas. Un caminante se asoma desde un portón entre las callejuelas, en la oscuridad de la hora las figuras descienden de los tapices a la vida. En Stein, aún más adormecida, cerca de la placa que conmemora a Köchel, a quien le debemos el catálogo de las composiciones de Mozart, el farmacéutico se anima por la insólita llegada de un forastero, le muestra toda la farmacia con orgullo y presume de las glorias de Stein, no sin polémica con Krems, eco de viejas rivalidades municipales entre ambas ciudades de Wachau.
El escenario se adecua a la pequeña inversión de la relación de causa y efecto verificada esa noche en Krems. Un pequeño hotel famoso por su vino (elogiado por el emperador Maximiliano pero, en realidad, considerado por otros como demasiado áspero) había sido elegido para celebrar mi breve gloria de la jornada, debida a una conferencia sobre Kafka pronunciada a primera hora de la tarde en Klosterneuburg, El Escorial vienés, que custodia las reliquias de san Leopoldo, el duque Leopoldo III de Babenberg, y muestra el obsesivo pathos funerario de Carlos VI de Habsburgo, la cúpula rematada por la corona y la cruz, por la corona de los Habsburgo llevada como una cruz.
Una conferencia siempre resulta bien, por definición, y la técnica profesional enseña a sugerir seductoras profundidades fingiendo disimularlas tras algún recurso ingenioso. Así pues, había tenido éxito, como todo conferenciante, incluso en el ámbito del ilustre congreso, y los organizadores, entre los que se habían entremezclado los admiradores y los amigos para la ocasión, ineludibles en semejantes circunstancias, me llevaron a cenar, quién sabe por qué, a Krems. Había nevado, lo que dejaba aún más vacía la somnolienta nada de la vieja ciudad y empujaba a vivir aquel presente, aquella noche, como si ya hubiera pasado, inmaterial y silenciosa como el recuerdo, una suave nada cuya blancura no parecía ser algo real, sino una imagen atenuada y distante.
Yo era el protagonista de la escena, mecido por las atenciones del pequeño círculo. Se había unido al grupo, con impecable discreción, una señora triestina, casada con un austriaco y residente en Linz, a unos cien kilómetros de allí, desde hacía varios años. Orgullosa de poder exhibir una familiaridad cómplice con el celebrado orador, casi un pequeño derecho de propiedad reservada, la señora me dijo en un determinado momento que una prima suya había estado en clase conmigo, una compañera de colegio, y que hablaba a menudo de mí, de los dos, de nuestra amistad.
"En realidad no es mi prima, se ha casado con mi primo, espere, de soltera se llamaba…, no sé, espere, tengo su apellido en la punta de la lengua, se llamaba…". No tuve, por desgracia, compañeras de clase, crecí entre el sudor cuartelero de una clase solo de chicos; le respondí, por tanto, que debía tratarse de un error, pero ella insistía, intentando recordar el nombre. Aborrezco la parapsicología y desde luego no fue con satisfacción misteriosófica, sino solo con sorpresa como le dije con tranquila sencillez, mientras ella todavía se empeñaba en la búsqueda de aquel nombre de soltera: "Usted piensa en Nori S., pero se equivoca, no estábamos juntos en clase y no puede acordarse de mí, porque no me conoce, nunca nos hemos hablado".
Estaba todavía más asombrado de lo que estaba ella por haber dado un nombre a aquella imprecisión genérica, pero, mientras ella asentía y confirmaba maravillada, no tuve tiempo de indagar de dónde procedía aquella sobria e irrefutable certeza, porque el placer que me proporcionaba la evidente mentira objetiva de la charlatana señora, su indudable quid pro quo, era más intenso que la moralidad científica que me obligaba a rechazar una afirmación que no se correspondía con los hechos. "Sí, claro, justamente ella, pero cómo ha podido adivinarlo, Nori, se lo aseguro, le recuerda mucho, habla de usted a menudo…".
Me protegía, suave e inequívocamente, mientras me abandonaba a una felicidad clara como el agua de un torrente. La falsedad era evidente. Nori S., cursaba tercero en el instituto cuando yo estaba en segundo, era preciosa e inalcanzable, con un pelo castaño que se le encrespaba, más claro al aire luminoso de las grandes ventanas abiertas o mal cerradas del instituto; todos los estudiantes la amaban hacía años, la amaban, con la fidelidad compacta de un regimiento de guardia. Cuando recorría los pasillos absorta y ajena, lograba que un centenar de reclutas comprendieran que el destino, como dice una célebre poesía, está escrito en todas las imágenes y que en su rostro y en sus ojos rasgados y claros estaba escrito todavía con más nitidez que en aquella célebre poesía.
Para un chico de diecisiete años, una seductora chica de dieciocho es más inaccesible que una diva de Hollywood para un profesor; en general, no me sobrevaloro pero tampoco me infravaloro demasiado, cuando es el caso, pero es, siempre ha sido y siempre será impensable salvar la distancia entre Nori y yo, la distancia que hay entre los soldados del regimiento en posición de firmes y la bandera que ondea al viento. En el amor común por Nori aprendíamos la universalidad de Eros, que persigue la generalidad, lo absoluto, lo divino, el Ser que se despliega ante los ojos de cada uno, como el claro de los bosques del Monte Nevoso o la aparición del mar en Mi- holašćica. En aquel amor profesado sin excepciones individuales éramos todos hermanos, como ante la muerte y ante el futuro que nos esperaba, impenetrable por la excesiva luz de la juventud que ese amor irradiaba. Solo envidiaba un poco a un compañero, Stefanutti, que, obviamente sin ser tenido en consideración alguna por ella, era conocido y blanco de las bromas de todos por su amor no correspondido; era, por así decirlo, el enamorado infeliz oficial, el delegado de todos nosotros. Tenía la vocación de representante de los demás, que antes o después lo llevaría al escaño de alguna asamblea, a cargos menores, claro está, comparados con el de diputado de los enamorados de Nori, pero en cualquier caso representativos.
Lo envidiaba porque las burlas y la opinión general lo ponían de alguna manera en una relación pública con Nori, aunque esta fuera de negación y privación, mientras que yo no tenía con ella ninguna relación, ni siquiera indirecta y negativa. En efecto, yo conocía a Nori, pero ella no me conocía a mí, del mismo modo que yo reconozco la cara del presidente de Estados Unidos, mientras que para él la mía es desconocida. Así pues, era imposible que Nori le hubiera hablado de mí a la señora, porque ignoraba mi existencia, no nos habíamos dicho una palabra y yo no podía ser un complemento directo de sus oraciones, sin duda armoniosas como el vuelo de las gavio- tas. Me divertía la ironía de la situación porque la señora alardeaba de la familiaridad de su prima política conmigo, creyendo que aquella proximidad le proporcionaría un poco de mi fugaz gloria de aquella tarde, cuando la sola hipótesis –si bien insostenible– de que Nori hubiese hablado de mí constituía una promoción de mi persona en la sala, un laurel olímpico.
Le dije, por tanto, mientras ella protestaba e insistía en la veracidad de sus palabras, que estaba contento y que le agradecía aquella mentira, aunque sabía que era una mentira, y durante toda la velada me dejé llevar por el regocijo que esta última me producía, me dejé mimar por aquella fantasía como por una música, sin que me perturbara en absoluto saber su irrealidad.
La velada de Krems, sin embargo, no fue más que el irónico y tierno preludio de mi aplazada revancha. Casi un año más tarde en Roma, un amigo, hablando de compañeros de instituto, me dijo que se había encontrado a Nori de vacaciones en la playa unas semanas antes y que ella me recordaba y le había contado varias cosas de mí. Aquello ya me parecía demasiado y, aunque era tarde, marqué el número del hotel de la isla donde se habían encontrado por casualidad y habían hablado en la playa. Mientras esperaba que me pasaran la comunicación, me di cuenta de lo insólito de aquella llamada y cuando oí una voz femenina, farfullé mi nombre y añadí que, unos meses antes, en Krems, una prima suya, la señora tal, me había dicho que ella…, y por eso me había permitido… Pero enseguida me interrumpió una voz en el otro extremo de la línea que me saludó con alegre familiaridad y empezó a hablarme como si fuésemos viejos amigos.
¿Entonces yo era el viejo Svevo, que al fin, muchos años después, había llegado hasta una chica vislumbrada una tarde y así saldaba, solo en el recuerdo, las cuentas que quedaron abiertas, más aún, ni siquiera abiertas medio siglo antes, porque en el presente la luz de la vida está enturbiada por la angustia de vivir? La ligera brisa estival que entraba por la ventana abierta, próxima al teléfono, era un viento de espacios infinitos, en los que todo es presente y simultáneo, la rotación de un planeta y la luz de una estrella que llega desde muy lejos. Quizá el Danubio en los alrededores de Krems era el Océano que rodea en círculo al mundo, aguas que fluyen y a la vez retornan, riberas que se reflejan siempre en sus olas.
El tiempo es señor de la causalidad: una causa produce un efecto y, por tanto, lo precede, viene antes que este. Pero desde un efecto se retrocede a la causa que lo ha producido; la familiaridad por teléfono era, pues, el efecto de un conocimiento recíproco que por fuerza debía estar en el pasado y, por tanto, modificaba este último, se remontaba al tiempo de crear, décadas antes, algo que entonces no había sido. Sí, el tiempo es un orden causal, pero si la causa se propaga en el espacio-tiempo con velocidad nunca superior a la de la luz, me decía a mí mismo trepando por vagos recuerdos del instituto y aclaraciones solicitadas sin demasiado éxito a amigos físicos, la relatividad especial afirma, creo que se dice así, que dos acontecimientos que no pueden relacionarse por medio de una señal causal que viaje a velocidad menor o igual a la de la luz no pueden ordenarse en el tiempo de modo absoluto.