La vieja solo se sabe un cuento, pero es el mejor de todos. Se relame de gusto mientras pela patatas duras como piedras, pensando que ella es la dueña de esa historia. La vieja da un puntapié al gato negro que se asoma a su cocina, sin dejar de evocar por un instante ese comienzo capaz de apresar cualquier alma. Ella, que apenas recuerda el día en que vive, se sabe un cuento letra a letra, palabra a palabra. Imagina los ojos de sus oyentes mientras remueve la sopa de gachas con el cucharón de madera, se felicita a sí misma porque nunca olvida una coma. Repite para sus adentros el momento en que el llanto de la niña rubia atraviesa el bosque oscuro tras ser abandonada por su propia madre. Paladea complacida ese instante en que la sombra del ogro surge ante ella y se la lleva a su castillo para cebarla bien y darse en solo unos meses un festín con ese bocado tan tierno; meses que al final se convierten en años, porque la niña crece y se hace hermosa de verdad y los ogros, créanme, los ogros también se enamoran, y muy ciegamente, algunas veces.
La vieja de los ojos cubiertos de telarañas ve con toda claridad, como si acabara de estrenarlos ahora mismo, que a lo lejos ondea la capa de terciopelo azul del bello príncipe. Sabe que se acerca a lomos del inexcusable corcel blanco para rescatar a la muchacha presa y la vieja, feliz porque se siente la única propietaria de un tesoro, sonríe al esparcir en el suelo del corral el maíz que picotean rítmicamente sus gallinas. Disfruta de una inmensa dicha secreta cuando en la iglesia bisbisea la misma oración que recitan las otras viejas. Puede parecerse a las demás pero ella se sabe un cuento, el mejor de todos. Eso es así, eso la diferencia. Ella y solo ella puede hablar del enorme ojo ensangrentado del monstruo, perplejo, muy abierto, partido en dos por una flecha envenenada. Esa pupila de ciénaga que alcanza a ver, antes de que todo se vuelva oscuro, al borroso galán azulado llevándose lejos a la niña a la que él dejó crecer por puro amor.
La vieja que parecía vieja mucho antes de serlo, se persigna al acabar, sonríe a escondidas al abrir con la llave herrumbrosa su cabaña. Pronto vendrán, como cada tarde, esos seis gatos escuálidos y pelirrojos, la camada completa de hijos de su hija que han sobrevivido a las fiebres y la hambruna, se sentará alrededor del fuego, para refugiarse del frío, de la noche que ensaya afuera su voz de viento helado. Pronto estarán allí mismo, alrededor de su mecedora, rumia la vieja. Ella, que se sabe la mejor historia, el cuento más inolvidable del mundo, sonríe, complacida y mira a los pequeñuelos tomar asiento. Una noche más, la vieja se balancea atrás, adelante, otra vez atrás, cruza sus manos sobre el regazo y calla.