EL GRITO
Un mediodía, el eco proyectó un grito que parecía proceder de una profundidad tenebrosa. La queja estridente de un cuerpo desgarrándose de forma atroz. Un aullido, prolongado, que obligó a muchos a correr hacia la casa de la señora Adliya. Estrépito de invocaciones y ajetreo de gente yendo y viniendo en medio de una enorme confusión. El grito, en cualquier caso, fue perdiendo intensidad y, al cabo, se apagó. Todo volvió al silencio y la calma habituales en esa hora, antes de que un nuevo grito confirmara que todo había terminado. Los detalles del suceso no tardaron en ser del dominio público: Kámila, la hermosa joven que había sido repudiada al alba de ese mismo día, se había embadurnado de queroseno y se había prendido fuego.
Umm Ulwán, la vecina más cercana a la señora Adliya, tía de la hermosa suicida, dijo:
—¡Dios maldiga al demonio, lo que han tenido que ver mis ojos! ¡Es increíble! ¡Kámila se ha quemado viva! Una linda y cándida niña que no ha dejado de cumplir sus preceptos religiosos desde que tenía diez años… Una novia que apenas llevaba unos meses desposada… ¡Nadie tenía tanto derecho a la vida como tú, Kámila!
La señora Adliya, tía materna de la difunta, se secó las lágrimas y tomó el relevo:
—Tu grito se me ha clavado en el corazón, lo mismo que ese rostro contraído deformado por las llamas… Dios te resarza y castigue a ese malnacido cruel de Zayd al-Faqi y su corazón de piedra. ¿Qué te había hecho esta bendita para que la destrozaras así? ¿Por qué tuviste que repudiarla?
¿Qué mal te había hecho? … Espera, que Dios te dará lo que te mereces, Zayd.
Estas palabras pronto hubieron de llegar a oídos del señor Zayd al-Faqi. No hizo comentario alguno. La verdad es que la noticia del suicidio le había descarnado el corazón y dejado su mente en blanco. Durante unos instantes, sintió una angustia enorme y un deseo apremiante de no seguir vivo. Pero consiguió sacudirse sus pesares y remordimientos a fuerza de preguntas:
—¿Qué podía haber hecho yo, después de saber lo que sé y todo el mundo sabe?
Lo que todo el mundo sabía es que la madre de su mujer regentaba un burdel en los suburbios y que, en contra de lo que decía la señora Adliya, ni se había casado con un marroquí ni se había largado del país. Lo único cierto es que había dejado a Kámila, una niña entonces, al cuidado de su hermana.
—Mis familiares —seguía buscando argumentos para defenderse— estaban escandalizados y se preguntaban si eran ciertas todas aquellas historias… Los amigos me previnieron: mi reputación de comerciante honrado estaba en juego y, con ella, el buen curso de mis negocios. Yo preguntaba a cualquiera que tuviera algo que ver con la familia de ella, pero nadie reconocía saber nada. La señora Adliya me dijo:
«Somos gente honorable y jamás te habríamos ocultado la verdad». Kámila también lo negaba. Parecía aturdida, al borde del colapso. «¡No me lo puedo creer —gritaba—, mi madre es honesta, pongo a Dios por testigo, así condene a los calumniadores!»
»¡Qué otra cosa podría haber hecho —seguía preguntándose a sí mismo—, a ver! Mi madre me convenció, me dijo que nos habían engañado, que lo único que querían era mi dinero, que debía proteger mi buen nombre y el de la familia… Me enfurecí tanto, como un potro desbocado, que la repudié, a mi esposa… Y ahora se quita la vida… Ya no hay duda: la pobre no sabía nada de las malas artes de la madre… Nada de esta truculenta historia se habría sabido si no llega a ser por el honorable profesor Husayn Abu al-Makárim… Que Dios nos juzgue por nuestras obras.
Sí, Abu al-Makárim, maestro de lengua árabe, esparció la noticia por los confines del barrio y trató con especial ahínco de que llegara a oídos del marido, Zayd al-Faqi, que vivía en la inopia. No tomó la decisión de forma precipitada, ni mucho menos. Hubo de por medio un largo y encarnizado debate entre su alma y su conciencia. Cabe pensar que el hombre se dejó llevar por sus principios y la idea de lo que es justo y conveniente cuando tomó su decisión final. Esto es, que se fio a sus códigos morales y éticos más que a los impulsos de su corazón y la efervescencia de sus sentimientos.
La noticia del suicidio, sin embargo, le causó una conmoción inmediata, volteándolo hasta dejarlo suspendido en el abismo. Sintió pánico, hostigado y acorralado por una insondable angustia. Se decía: solo la desesperación más profunda puede hacer que alguien se queme un rostro tan hermoso.
El maestro Abu al-Makárim estaba confuso y turbado. Necesitaba recuperar todos sus recuerdos y alinearlos frente a la revista de su memoria. Así, volvió a verla, el día en que la conoció, cuando ella visitó en compañía de su tía a Umm Hanafi, la dueña de la casa en cuyo segundo piso residía él. Umm Hanafi se percató de cómo se le había iluminado el rostro al ver a la chica. Parecía un hombre cándido e ingenuo.
—¿Te gusta Kámila? —le preguntó un día.
—Es un ángel virginal —apuntó el maestro entre risas.
—Qué suerte —prosiguió la mujer— poder juntar a dos personas decentes en un vínculo sagrado.
Pero él le dijo que prefería esperar. Hasta que estuviera en disposición de pedir la mano de la chica.
Al cabo de un tiempo, Umm Hanafi fue a ver a la señora Adliya, la tía de Kámila, y, en su nombre, tanteó el terreno para una posible boda. Parecía que las cosas iban por los cauces correctos.
En este punto recordó a quienes le urgieron a informarse bien sobre las credenciales de la prometida y su entorno familiar, razón que le llevó a demorar la firma del contrato matrimonial. Durante aquel periodo de espera, el reputado comerciante Zayd al-Faqi se presentó ante la señora Adliya e hizo gala de sus ingentes recursos para asegurarle a su sobrina una vida desahogada. Y, como quiera que el maestro seguía sin decidirse a dar el paso definitivo y concretar la petición en un acuerdo formal, a Kámila la terminaron desposando con Zayd al-Faqi.
El profesor Abu al-Makárim quedó sumido en la desolación más profunda; era como si el mundo se le hubiera venido encima. Aquello supuso un golpe terrible, una humillación insoportable para su reputación y su concepción tradicional de lo que debían ser las cosas.
—Me han vendido como a un perro, como si no tuviera ningún valor —le dijo a Umm Hanafi con evidente frustración y rencor.
—Se ha retrasado usted más de lo debido —trató de consolarlo ella—, al final todo tiene su momento y sus normas… Poco después vino a verlo el supervisor de los conserjes
de la escuela con la noticia, impactante, de las actividades de la madre de Kámila. Por un lado, sintió repulsión, y trató de apartar la idea de su mente; pero, por otro, reflexionando sobre las implicaciones morales del asunto, se decía a sí mismo:
«La verdad tiene que salir a la luz; es una cuestión de ética». El resto ya lo conocemos, y que pasó lo que pasó, también.
El suceso, en definitiva, causó una profunda impresión en Abu al-Makárim. Ojalá, se decía, pudiera huir, desaparecer de allí, pero ¿adónde? Toda vez que intentaba escapar del infierno de su conciencia volvía a caer en el infierno… de su propia conciencia. Lo único que mitigaba su dolor era imitar el aullido rasgado y estremecedor que, cierto mediodía, hendió la garganta de una hermosa y cándida joven.
Umm Hanafi solía afirmar que el ya entrado en años maestro de escuela había enloquecido mucho antes de que la gente del barrio se percatara de sus desvaríos.
Traducción de Ignacio Gutiérrez de Terán