Image: Jesús Puente

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Opinión

Jesús Puente

8 noviembre, 2000 01:00

La muerte de Jesús Puente nos hace reflexionar sobre el problema del teatro español que está dilapidando a sus grandes figuras mediante ese cubo de basura transgénica que es la televisión

Estaba más o menos tirado por los divanes del Café Gijón, con su amigo Fernando Delgado (que anda como un poco desaparecido), esperando los dos que les llamasen de algún teatro para hacer un papel, sacar una lanza o pegarse una barba. Porque Jesús Puente tenía desde siempre el aspecto de actor teatral, que eso se nota enseguida, nada más entrar el tío en el café, que los que sólo hacen cine tienen el apresto de galanes de Cifesa desde los 20 años. Parecían dos camastrones y resulta que eran dos actores cultos, cosa rara en la especie, si entendemos por esto la generación de Carlos Larrañaga, en la que sólo se hablaba del traje príncipe de Gales que había estrenado uno en Bilbao cuando llevaron allí la obra, la que fuese, que de esto precisamente, de los contenidos e intenciones del autor no se hablaba nunca, para qué, si el teatro sólo se hace desde los tiempos de Lope, para que estrene trapos la Tirana, María Guerrero o Alberto Closas.

Había, orilla del café, una librería muy culta e internacional, donde paraba siempre Jesús Puente a la ida o a la vuelta para examinar las novedades y curiosear los libros, no sólo de teatro, que acababa llevándose a casa una parejita. De tanta lectura callada, nunca pedanteada en la tertulia, salió el gran actor, que sin ser un intelectual ni dejar de serlo (todo es peligroso para un cómico) llegaría a la suficiente finura mental como para interpretar a los clásicos, a los modernos, a la vanguardia y a los más infames. Insisto en que era teatralero de nacimiento, aunque sin duda hizo algunas películas, pero su rostro noble y judío, su estatura y su simpatía le otorgaban una cosa comunicacional que, según los críticos de antaño, traspasaba las candilejas.

Jesús Puente, con el tiempo, iría abandonando los divanes del café para hacer cada vez más papeles y mejores, como ese alcalde de Zalamea (la última vez que le vimos) donde no sólo se transparece un gran actor, pero un hombre inteligente y culto capaz de entender en vertical el personaje rudo y fino que está interpretando. Antes había hecho mucha comedia, naturalmente, pues que daba un galán más convincente por su versatilidad que por su apostura. Todo ese teatro comercialón no fue tiempo perdido, ya que el actor se hace en escena, aparte escuelas y stanislawskys. Cuando empezaba a ser un maestro del gran teatro decidió casarse con Licia Calderón, una exquisita mujer que había empezado en ese mundo revuelto y provinciano de los revistones, hasta transfigurarse en una gran dama del género pecador, como una Venus de lentejuelas emergiendo de las playas confusas de los géneros infames.

Es cuando a Jesús le llaman de la televisión o, peor aún, de la publicidad, que me parece que anunciaba sardinas. No se trataba ni se trata de una elección puramente egoísta, sino de que el teatro cada día estaba más difícil y los cómicos sólo pueden vivir del serial o de la publicidad, como digo. Jesús Puente no iba a sacrificar su fuerte personalidad de actor a la simple mercadería de las sardinas, yendo y viniendo de Santurce a Bilbao. Más he aquí que principia a caérsele el corazón al suelo y entonces, enfermo ya, se acoge a un trabajo más cómodo y mejor remunerado, como es la tele, porque difícilmente va a aguantar un Lope o un Calderón todos los días a las ocho.

Se ha escrito en estos días que Jesús Puente fue devorado por la televisión, pero me parece exactamente al contrario. El se refugia en la tele, incluso después de operado, porque, como digo, no puede andar todo el día recogiendo el corazón que se le ha caído al escenario. Desde los primeros 60, que fueron los años de los sofás y los cafés interminables, me beneficié con la amistad, la cordialidad y la simpatía de un hombre que esperaba tranquilo su triunfo sin halagar ni despreciar a nadie. Tenía cara de amigo y templanza de hombre de buen deje.

La muerte de Jesús Puente nos hace reflexionar sobre el problema del teatro español que está dilapidando a sus grandes figuras mediante ese brillante cubo de la basura transgénica que es la televisión. Tenemos, en primer lugar, que el teatro se ha quedado en un bulto muerto entre el espectáculo y la comedia de ocasión que apenas atrae a nadie por culpa de su pobreza escénica o intelectual. Y tenemos después que los actores madrileños encuentran en la televisión, los concursos y la publicidad una manera de vivir segura, burocrática y humillante. Tampoco les podemos pedir, en nombre de don Tirso de Molina, que se mueran de hambre. El remedio que se le ha buscado a esta desproporción cultural son las subvenciones o los teatros oficiales, pero las subvenciones se reparten mal y los teatros oficiales no pueden acoger a todo el mundo porque no son el arca de Noé ni una superproducción de Cecil B. de Mille. El remedio claro está en volver a meter al público en el teatro, para lo cual hace falta olvidarse de lo que triunfaba hace 40 años y poner el escenario al día.

Una gran obra de Francisco Nieva, como Pelo de tormenta, no debe presentarse como una ópera para señoras de visón, sino como uno de los máximo logros de la vanguardia española, que eso interesa a los estudiantes, a los intelectuales sin dinero y a mis queridos snobs, tan adictos a la novedad por la novedad.

Durante unos años el teatro en Madrid ha sido Antonio Gala, lo que no me parece mal sino todo lo contrario. Que el teatro lo salve Antonio Gala y los toros los salve el Cordobés son dos formas de salvación tan discutibles como indiscutibles. Pero hoy no tenemos ni el gran autor comercial ni la vanguardia política y literaria de Gómez, que está sólo en su Abadía. En Broadway convive lujosamente el teatro con el ominoso cine. A eso tenemos que ir. Allí McBeal fue raptada del teatro por la televisión y, después de marcar un estilo diferente y genial de hacer la serie, vuelve a Broadway, que es lo suyo. A Jesús Puente le devoraron las sardinas que anunciaba.