Image: Un evento

Image: Un evento

Opinión

Un evento

27 diciembre, 2000 01:00

Ahora, entre un whisky y un móvil de María Opel, pasado ya por las cornucopias de la gloria barroca y los Mercedes de la gloria automovilística, lo que me preocupa es la huelga de los sindicatos

Dije una vez en la Universidad de Barcelona que el diario íntimo es el género literario que sirve para contar todo lo que a uno le pasa, a condición de que no le pase nada. Me explico:

Quería decir entonces, y digo ahora, que el diario íntimo o dietario es un género de media voz, donde todo se escribe a la luz baja de la memoria, divagando siempre entre lo minutísimo y lo realísimo, de modo que si yo padezco un naufragio o mato a mi suegra con la pala del pescado, eso ya no puede entrar en la intimidad del diario, que salta hecho pedazos o se convierte en una novela terrible, tremenda, cambia de género.

El dietarista, como dicen los catalanes, debe adoptar el tono medio y deslizante de Amiel, de Pla, de Gimferrer, de Pessoa. Ya Pavese o Kafka son un poco fuertes para el diario íntimo. Por todo esto no veo manera de contar aquí que me han dado un premio literario, un vasto premio, con sus grandezas y consolas adjuntas, con naipes de oro y billetaje añadido. Soy dietarista y no quisiera estropear, hacer saltar mi diario con una crónica mundana, pues mundana es siempre la literatura, y más en tales eventos. Así, me limitaré a anotar la bizarría de Camilo José Cela, gran fajador de la aventura literaria, todo un patache de la cultura él solo. O el martirologio interior y entrañable de Pepe Hierro, con esa nota última de tristeza, resignación y lirismo que tiene su palabra hablada, confesándose en público hasta "lo más genial de lo telúrico", como le hubiera dicho Neruda.

O la templanza fría, brava, tranquila, hierática y sabia de Miguel García-Posada, etc. No sigo con la relación para que este libro/diario no me explote por el otro lado, aún más lamentable, o sea la crónica de sociedad con muchos nombres. Hay premios que no se notan y premios que se nota que le ascienden a uno a otra atmósfera social, a una confabulación de espejos y fotógrafos. Recuerdo a Emma Rodríguez con su tripa de tres meses y su magistral crónica del "evento". Emma es una criatura casi antillana -"niña balsera" la llamé un día-, que se ha hecho escritora ante mis ojos y que me infunde siempre una quieta ternura que ella se niega a entender. Era en mi dacha, en una tarde triste, y una embajada americana se obstinaba en meter faxes y comunicar eventos, distrayendo a las máquinas de su beatería de la precisión. Cada vez que sonaba mi teléfono particular, acudían televisiones y víboras de la prensa. Yo colgaba decepcionado:

-Otra vez el evento.

Pero esperábamos otro evento mucho más cataclismático para todos. Hasta que me dijeron la noticia con voz femenina, joven y cortante.

Las diosas de la telefonía ya eran así desde Marcel Proust. Mi gata, Caperucita, entra, viene del bosque frío, pegando un corte a abuelitas navideñas y lobos viagramados.

Nos bañamos todos en moët chandon, qué lustral convivencia con los reporteros del oficio, que huelen a lo que olía yo cuando entonces. Y es cuando llega Pedro J. Ramírez con una emoción filial que sería avilantez interpretar como emoción empresarial, (ya lo han hecho algunos). Woody Allen, genio universalizado por el cine, se pregunta por el odio que le rodea. "Por genial, imbécil". Esto es así no sólo en España, como se dice, sino en el mundo entero, en el hombre mismo. La admiración tiene una cara dura de una hora y el odio tiene un envés amarillo de oro atroz y falso, una sonrisa como una vieja cicatriz indeleble y purulenta. Los culpables no son ellos, sino uno, por meterse en estas movidas.

Pero todavía se puede ver cómo cae en algunas trincheras de retaguardia el astralizado y australizado Laín, en la misma silla de ruedas que sirvió para todo el franquismo. Todavía se puede ver a Víctor García de la Concha repartiendo los Santos Oleos -el santolio de Valle- entre los desnudos y los muertos. Todavía se puede ver a quienes de literario sólo tienen su apellido, a quienes se contradicen en su odio, a quienes nos dignifican con su silencio, que es el resplandor de los dioses, a quienes callan, otorgan y traicionan, hasta que suenen en su cabeza vacía los clarines del miedo y el negro toro de España, de la España pobre y caída, no de su España imaginaria y heráldica, los acuchille.

Si hubo una llamada del Rey, en la tarde parda y fría, de invierno, los colegiales de la Monarquía se sintieron traicionados, porque sólo son meninas y enanos de Velázquez. Sólo quería contar un premio, un evento en su anécdota pequeña, que es la que vale, hasta la voz femenina, telefónica y resentida: "¿Cómo va tu vanidad?". Ahora, entre un whisky y un móvil de María Opel, pasado ya por las cornucopias de la gloria barroca y los Mercedes de la gloria automovilística, lo que me ocupa y preocupa es la huelga de los sindicatos, con los cuales estoy a tope, o sea.