Image: Verdi o el humanismo

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Opinión

Verdi o el humanismo

23 enero, 2001 23:00

Creo que la grandeza de Verdi no se basa en su uso de la melodía, ni en su habilidad para crear personajes de carne y hueso, ni en haber sido el catalizador del sentir del pueblo italiano, sino que estriba en algo mucho más humano

Quien haya visitado la casa natal de Giuseppe Verdi en Roncole, y la habitación en que murió, un 27 de enero (¡el mismo día en que nació Mozart!) hace ahora cien años, en la Casa de Reposo para artistas líricos que fundó él mismo en Milán, habrá podido sentir intensamente la cualidad que, a mi modo de ver, más distinguió a Giuseppe Verdi: su humanismo, su cercanía de la gente del pueblo.

Ha habido compositores cuya creación artística ha discurrido por derroteros diferentes de su vida privada. Pienso en casos como Wagner o Richard Strauss. Otros se sirven de su obra para hacer una autobiografía, una especie de catarsis. Pienso en Schumann o en Mahler. Existen, en fin, los compositores cuya vida se adecua perfectamente con su creación artística. Es el caso de Beethoven y Verdi.

Creo que, salvadas las diferentes circunstancias, hay una enorme similitud entre ambos. Pienso que Beethoven es para la sinfonía lo que Verdi es para la ópera: su origen popular, su equilibrio entre forma y contenido, su uso comedido de los medios de expresión, ninguna concesión al sentimentalismo.

Igualmente creo que existen paralelismos en su carácter: honestidad, aun al precio de crearse enemigos; reconocimiento, sin abdicación, de sus orígenes humildes; sentido crítico de la sociedad, amor por la naturaleza (¡ese jardín de la villa Sant’Agata en Busseto!...), profunda religiosidad, sin practicar ningún ritual religioso en concreto; finalmente, colocar al hombre, con sus grandezas y miserias, en el centro del universo.

Como muestra de lo que digo, nunca olvido al dirigir el Réquiem verdiano esa preciosa anécdota del Lacrimosa en el Dies irae. Verdi, en su primera versión francesa del Don Carlo, escribió un maravilloso concertante inmediatamente después de la muerte de Posa. Felipe II baja a la cárcel donde, por orden de la Inquisición, éste ha sido asesinado, si bien en contra de la voluntad del Rey. El monarca entona entonces, con la música del Lacrimosa, el concertante “Chi rende a me quest’ uom?” (¿Quién me devolverá a este hombre?).

Por exigencias del cantante que encarnaba el papel de Posa, al que no agradaba permanecer “muerto” tras su aria, Verdi accedió a suprimir dicho concertante. Y, cuando escribe el Réquiem a la muerte del gran poeta Alessandro Manzoni, Verdi reintroduce la música escrita para Don Carlo en el Lacrimosa. El texto cambia, pero el sentido de la página permanece: el dolor por la pérdida del amigo. ¡Qué profundo humanismo!

Pero yo admiro a Verdi por algo más. Yo creo que su grandeza no se basa en su uso de la melodía (creo que ahí Bellini le superó), ni en su habilidad para crear personajes de carne y hueso (pienso en Violetta o en Rigoletto), ni en haber sido el catalizador del sentir del pueblo italiano, que llegó a convertir las iniciales de su nombre en resumen de todo un movimiento político (Vittorio Emmanuele Re D’Italia), sino que su grandeza estriba en algo mucho más humano (¡y en ello coincide también con Beethoven!).

Quien escucha los primeros balbuceos de estos dos compositores no puede imaginarse que ambos sean los mismos que compusieron la Sonata para piano op. 111 beethoveniana o el Falstaff verdiano. ¡Cuánto esfuerzo, cuánto sudor y cuánta superación en el camino! Per aspera ad astra. Eso hace grande a Verdi, como nos hace grandes a cualquiera de nosotros.

A título personal, las dos obras de Verdi que me han proporcionado mayor satisfacción al dirigir han sido, precisamente, la Misa de Réquiem y Falstaff. Pero conservo un recuerdo muy especial de una serie de representaciones de Nabucco que corroboran mi afirmación anterior de la capacidad de la música verdiana para transmitir un mensaje de profundo significado humano.

Las relaciones entre el Estado de Israel y la República Federal Alemana, por razones obvias, no comenzaron a tomar carácter de normalidad hasta los años 70. En 1979 la Deutsche Oper de Berlín fue invitada (como segundo teatro de ópera alemana tras Hamburgo) a participar en el Festival de Cesarea con la citada ópera. En su bello teatro romano, con el mar Mediterráneo como decorado y luna llena, nunca olvidaré la impresión de dirigir el famoso coro de los esclavos hebreos. El coro, situado detrás del escenario, en plena playa, avanzaba lentamente hasta el mismo proscenio; no hay que olvidar que se trataba de un coro alemán, vestido de esclavos hebreos, cantando a una patria perdida y deseada. La emoción fue inmensa, pues, gracias a la música de Verdi, el mensaje de dolor por el Holocausto y la necesidad de la reconciliación dieron a ese coro y a toda la representación un significado profundamente humano. Verdi seguramente sonrió desde el paraíso de los grandes compositores.