Image: De cánones y canonistas

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Opinión

De cánones y canonistas

20 febrero, 2001 23:00

Lo que sucede en la selección de la Heath Anthology of Literature, que dirige Paul Lauter, es que en la inclusión de nombres de discutible valor artístico han prevalecido criterios emanados de la “corrección política”. Nada nuevo bajo el sol.

Pretendiendo estar à la page, somos tan ingenuos -o tan papanatas- que recibimos con alborozo cualquier teoría supuestamente nueva que venga de fuera, incluso cuando no pasa de ser una pintoresca ocurrencia. Nadie hablaba entre nosotros de canon literario hasta que comenzaron a llegar los ecos -y luego la traducción- del libro de Harold Bloom, que es un buen lector, aunque con abundantes limitaciones. La obra del crítico norteamericano era un esfuerzo encomiable por establecer un elenco de autores imprescindibles de la literatura occidental que sirviera de baluarte frente a los ataques pujantes y destructivos de cierta corriente crítica -casi resulta ocioso añadir “norteamericana”- que propugna una revisión a fondo de las valoraciones literarias establecidas para dar entrada a escritores tradicionalmente poco apreciados o marginales. La entrevista publicada recientemente en estas páginas con Paul Lauter, uno de los cabecillas de la facción “revisionista”, es muy ilustrativa, y contiene, además, ideas y prácticas que van llegando hasta nosotros.

Para empezar, Lauter parece creer que las obras literarias deben darse a conocer fragmentariamente, en antologías. Este supuesto, que ni siquiera se cuestiona porque preside la Heath Anthology of American Literature que Lauter dirige y coordina, es típico de una sociedad que alumbró las páginas del Reader"s Digest, la revista que ha hecho creer a millones de personas que la lectura de una novela extensa puede sustituirse sin menoscabo alguno por el conocimiento de un resumen de diez o doce páginas. Pero además, la selección de nombres presentes en esa antología responde a criterios que nada tienen que ver con las valoraciones artísticas. Se escoge un determinado relato de Hemingway por advertir en él una inesperada “faceta feminista” del autor, y se desdeña Mientras agonizo, de Faulkner, porque “expresa una visión desagradable de la gente trabajadora”. A nosotros, todo esto de las “lecturas buenas y malas”, o de los “novelistas buenos y malos”, nos resulta familiar. Dos clérigos pugnaces, el padre Garmendia de Otaola y el padre Ladrón de Guevara, inundaron las bibliotecas españolas con sendos mamotretos de esta naturaleza -versiones modernas del Index librorum prohibitorum-, en los que Luis Coloma, por ejemplo, resultaba ser un destacado novelista mientras se reprobaba a Galdós o a Baroja. Las razones para el aplauso o el denuesto eran, claro está, religiosas, no artísticas. También la vecina Francia tuvo sus paladines en esta cruzada: desde 1904 se editó incesantemente el libro del abate Bethleem titulado Romans à lire et romans à proscrire, en el que tienen el dudoso honor de figurar algunos autores españoles.

Nada nuevo bajo el sol. Lo que sucede con la selección de la Heath Anthology es que en la inclusión de nombres poco conocidos o de discutible valor artístico han prevalecido criterios emanados de la llamada “corrección política”: atención a las minorías étnicas, a sectores antaño marginados de la sociedad -homosexuales, negros, chicanos, etc.-, o bien a quienes cultivan un feminismo a ultranza. Es el mismo fenómeno que se observa en muchas universidades norteamericanas, donde un profesor de Literatura española del Siglo de Oro puede ver vetado por la autoridad académica su propósito de leer y comentar el Quijote -como, de hecho, ha ocurrido- porque en la obra de Cervantes hay “menosprecio de la mujer” y “actitud despectiva hacia las minorías étnicas”. La atención prestada a escritores de poco relieve -siempre representativos de algo que no es exactamente literario- en las antologías se extiende a los trabajos de investigación, centrados a menudo en figuras insignificantes cuya importancia parece residir más en sus ideas o en su postura personal dentro de un multiculturalismo convertido en obsesión y bandera que en el nivel artístico de sus construcciones.

La sociedad española es diferente. No existe entre nosotros la acusada percepción de pertenecer a una colectividad multirracial que condiciona en buena medida la vida estadounidense, y no nos sentimos obligados a tranquilizar nuestra conciencia ni buscamos suavizar ciertos injustos desequilibrios mediante pintorescas soluciones compensatorias, como la asignación de cupos -por raza, sexo o inclinación amorosa- en la concesión de puestos de trabajo. Pero también aquí se nota, con sorprendente frecuencia, el interés por escritores secundarios e irrelevantes. Sólo que ahora existen motivos que nada tienen que ver con la preocupación por las minorías étnicas o de cualquier tipo, sino con algo que tampoco es ajeno a la postura americana: estudiar a autores como Petrarca, Cervantes, Shakespeare, Molière, Manzoni o Mark Twain exige enfrentarse a una amplísima bibliografía previa, analizarla a fondo e intentar luego ofrecer algo nuevo que ilumine al autor elegido. Este problema no existe con autores de medio pelo, gracias a lo cual el investigador se ahorra mucho trabajo. Como tampoco importa la realización estrictamente literaria ni el análisis de modelos y precedentes, sino los contenidos de la obra, no hace falta demasiada preparación filológica para abordar la tarea. Y si el autor vive -lo que es habitual-, miel sobre hojuelas: se le graban unas entrevistas y, al final, el estudio dice del autor lo que éste quería que se dijese. De la Filología al reportaje. Y, si es posible, a la fértil y dulce vagancia. Reconozcamos que para este recado no se necesitaban alforjas importadas.