Image: Gabriel Albiac

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Opinión

Gabriel Albiac

Los columnistas

25 abril, 2001 02:00

La dialéctica incesante de Gabriel Albiac la desarrolla el filósofo en una prosa cortada y serena, que no quiere dejarse llevar nunca por las riquezas de la elocuencia, por los hermetismos de la jerga ni por los hallazgos del lirismo a lo Heidegger

EGabriel Albiac, como tenemos escrito de Jiménez Losantos, presenta una juventud muy engolfada en las ideologías del siglo, sólo que Jiménez Losantos, con los años, se atrinchera en unas posiciones de derecha beligerante, liberalísima y hostil hacia todo lo vivo y lo muerto de la izquierda, que considera definitivamente un error histórico e incluso un error personal. Gabriel Albiac, de vuelta asimismo de los entusiasmos y ardentías de un pensamiento nuevo o viejo, pero siempre galvanizado por el presente, acaba recluyéndose en una columna alta y delgada, sólo vertical, por la que pasan una y otra vez, como por un espejo, sus filósofos imprescindibles, que ya no le ayudan a creer, pero todavía le ayudan a pensar.

Hegel, Pascal, Spinoza, Kant, Husserl, Heidegger, Camus, Benjamin, Sartre, Marx, etc. Estos y otros componen la baraja del pensamiento occidental que Albiac, como catedrático y como columnista, utiliza para hacer solitarios una y otra vez. Su conclusión es siempre previsible, no por reiterativa, sino como homenaje a la coherencia. Albiac juega en cada columna a cerrarse el paso a sí mismo, a ir estrechando el camino de la razón, hasta que, en la última línea, deja paso al silencio. Pero se trata de un silencio también beligerante. No hay nada que hacer, ni con el hombre ni con la historia, porque hemos seguido caminos equivocados y porque nadie ha obrado de buena fe. El pesimismo, el fatalismo racional, digamos, de Albiac, está muy bien razonado, pero nos lleva a un nuevo big bang con la misma naturalidad que se desbordan los ríos y se encienden los volcanes. Mas Albiac no se resigna a esa catástrofe íntima del pensamiento ni a presentarla como concéntrica del big bang universal. En una palabra, que Albiac no quiere perdonarnos y perdonarse. No renuncia a su culpable, que unas veces es la Historia, otras la política, otras un individuo con nombre propio y, finalmente, la mala fe especialísima de algunas generaciones, de algunas épocas, de algunas ideologías.

Es conmovedor y profundo el esfuerzo de Albiac por culpar a alguien incluso de que haga frío en invierno. Y digo conmovedor porque esto manifiesta que Albiac se resiste a considerar el mundo definitivamente irreparable. Mientras haya un culpable hay esperanza. Nuestro filósofo no podría quedarse sin culpables porque entonces el mal ya sólo sería naturaleza, y Albiac necesita el mal individual o colectivo para querellarse con él. En su desesperanzamiento nunca pierde la esperanza. Va sustituyendo a unos culpables por otros pero nunca llega a admitir que la cosa no tiene sentido. Si la cosa tuviese sentido sobrarían las explicaciones de Albiac, de Nietzsche y de todos los que han explicado líricamente el caos sin admitir que es caótico.

Gabriel Albiac ha traído la filosofía al periódico casi al mismo tiempo que Savater, Marina, Sádaba, etc. No todo lector está pertrechado para seguir una columna filosófica, pero quienes sí lo están le agradecen mucho al pensador ese minuto de filosofía que pone el periodismo en contacto con el discurso profundo de una época. Dado el carácter negativo de los avances de nuestro tiempo (excepto los científicos), ocurre que el periódico es un afán por ordenar la ardiente miscelánea de la vida, pero el filósofo se reserva un rincón en esa miscelánea, en ese periódico, para contradecir la información página por página y volver a recordarnos que no somos sino la secularización democrática de todos los errores: Dachau, Gulag, Roma, Pentágono, marxismo, fascismo, liberalismo y otras altas torres, con olvido de la sencilla desgracia en que viven las tres cuartas partes de la Humanidad, necesitadas de agua (ahora vamos a buscarla a Marte), de pan conversativo y de amistad sin filosofías, lejos de toda utopía racionalista con cabeza nuclear.

La dialéctica incesante de Gabriel Albiac la desarrolla el filósofo en una prosa cortada y serena, que no quiere dejarse llevar nunca por las riquezas de la elocuencia, por los hermetismos de la jerga ni por los hallazgos del lirismo a lo Heidegger. El origen de esta prosa limpia, pausada, dura, fatal, lúcida, lo veo yo en algunos pensadores franceses de última hora. El horror a la retórica acaba constituyendo otra retórica, que en este caso es la retórica de la geometría, muy grata de leer en un tiempo de pensadores descuidados, palabreros cosmopolitas y confusión de las lenguas en un babelismo snob que agita mucho las múltiples ideologías pero no se resuelve nunca en un modelo claro, actual y perceptible. Lo moderno es no percibir nada.

"Nada hay peor que un mal juez. El criminal más sordido vulnera ejercicios concretos de derecho. El mal juez pulveriza los principios mismos sobre los que tales ejercicios se sustentan: no destruye un derecho, destruye el Derecho. Da igual si lo hace por incompetencia o por esa deliberación a la cual el diccionario da por nombre prevaricar. Da igual si, en esta segunda hipótesis su motor es bienintencionado o perverso. El mal juez deja sin protección jurídica, no a aquellos a los cuales busca condenar o eximir. Nos deja sin ley a todos". Mediante este laconismo que deslumbra de aristas consigue Gabriel Albiac dejar las cosas claras y el mundo en orden siquiera durante el minuto que dura su columna.