Image: Antonio Burgos

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Opinión

Antonio Burgos

Los columnistas

16 mayo, 2001 02:00

Antonio Burgos es ya tan representativo que tiene todas las virtudes y todos los defectos de la provincia. Burgos, como Pemán, Baena, Alcántara y tantos andaluces, ha acabado por elegir la gloria nacional trabajada desde lo local

Estudiaba periodismo en Madrid y andaba por los colegios penúltimos de aquel sistema de Colegios Mayores que fue el SEU, arrabales de la Universitaria, frente al Puente de los Franceses. Alguna vez estuve en su habitación pequeña y llena de sol, sacando de allí la idea de que era un hombre que vivía en miniatura. Barzoneaba por las revistas políticas y literarias, dejando caer la semilla de una colaboración. Así fue como se convirtió en corresponsal de Triunfo en Andalucía, denunciando con fotos el abuso de los señoritos en las fincas y el ademán revolucionario de los braceros, ese ademán de irle a levantar la mano al jefe, y que parece inmovilizado por Goya para siempre en sus instantáneas de España.

Luego, o sea ahora mismo, Antonio Burgos lleva muchos años colaborando desde su Sevilla original, cuya crónica nos sirve con intención política de monárquico estilizado. Aquellos señoritos que antaño denunciara son los que hoy le invitan a sus cortijos y dehesas, pero Burgos no acaba de entregarse a la oligarquía silvestre del Sur. Puesto que esta monarquía no tiene Corte ni es agropecuaria, Burgos no tiene por qué rendirse a los caballeros sureños que antes caciqueaban toda España desde un palomar de ésos donde las palomas cantan saetas por Semana Santa, cosas del tópico. El rey y Curro Romero son los que mandan en España, según Antonio Burgos, y puede que tenga razón, sobre todo, por lo que se refiere a Curro Romero.

A fuer de sevillano, acabó un día siendo algo así como subdirector del ABC regional, con mucha colaboración en el de Madrid, pero una vez se peleó con el periódico por un asunto de la Maestranza, que para él es el círculo omeya de todos los cultos andaluces, y empezó a escribir en Diario 16 de Madrid, de donde pasaría a El Mundo ya como especializado en esa corresponsalía calé que son sus columnas desde Sevilla. Le dio mucho juego el hermano de Alfonso Guerra, pues lo tenía para él solo, en exclusiva, pero luego vino la deconstrucción del PSOE y hasta en Andalucía dejó de haber socialismo y descamisados de Alfonso, con lo cual Antoñito se ha agaritado entre el costumbrismo y la burla fina de la gente bien de Sevilla que va a tomar el vermut a caballo. Deliciosas crónicas de una Andalucía que sigue siendo la misma de siempre. Los eternos resentidos le llaman a Antoñito "cuentachistes".

En los primeros 70 estuve con él una vez o dos en la Feria del Libro de Franckfurt, y con su señora. Allí comprobamos que los autores no pintábamos nada, que aquello es una feria de editores y libreros que trafican en libros como en zapatos. Un día monté un pollo porque el presidente de una editorial alemana nos invitó a comer en un gran hotel y, a la hora de los postres ya no había dulces, que es lo mío, pues el sindicato correspondiente les daba la salida a las cuatro a los dulceros. Les dije que para eso era mejor el sindicalismo vertical de Pepe Solís y Emilio Romero, todavía vigente por entonces, y ante semejantes argumentaciones, el dueño de la cosa, que era todo un caballero, nos condujo con su señora, paseando al sol de la férrea tarde de Franckfurt, a un tropel de escritores españoles y alemanes, hasta un café de viejas con sombrero y músicos centenarios, que parecía más bien un café de Viena, de novela de Musil. Allí me comí una tarta del tamaño de la Maestranza mientras los ancianos violinistas se trabajaban el vals a modo. Se conoce que para ellos, o sea para su sindicato violinístico, no había llegado la hora de echar el cierre. Aquella Alemania tan sindicalista me recordó, empero, a la de El ángel azul, de un expresionismo romántico, más que a la Alemania industriosa y deslumbrante de Adenauer, que también había conocido en algún viaje anterior.

El matrimonio Burgos y yo, que era como el tercer hombre, nos paseamos mucho por los parques-bosques de Franckfurt, entre estatuas de hierro donde los grandes músicos parecían atletas y todos tenían un saludable aire a Carlos Marx, con la levita al viento. Por la noche, Burgos consiguió cambiarme mi habitación solitaria del hotel por una compartida con el de Ediciones 21 o algo así, donde yo iba a estar mucho mejor. Conmovido por el detalle de mi querido Antoñito, comprobé temulento que el de 21 roncaba en alemán, y así todas las noches. Gracias, Burgos.

En mis infrecuentes viajes a Sevilla siempre procuro ver a este andaluz delicado y sabio. De los andaluces literarios de Madrid me dice: "ése se tiró veinte años con los jesuitas". Antonio Burgos es ya tan representativo que tiene todas las virtudes y todos los defectos de la provincia. Así cuando hace poco reñía a la reina Doña Sofía por no bajarse a la Maestranza a ver los toros, sin considerar que todos los antitaurinos somos un poco alemanes y tenemos a esa señora por nuestro mejor ejemplo, aunque algún día "la imposición de los fenómenos" (Schiller) la obligue a acercarse. Burgos, como Pemán, Baena, Alcántara y tantos andaluces, ha acabado por elegir la gloria nacional trabajada desde lo local. Todos son finos y universales y están rompiendo el mito de Madrid. Antonio Burgos, con su prosa de finolaína y su humor que tira a chiste anglosajón, se ha dejado una barba roja que nos vuelve a recordar irónicamente a aquel joven y revolucionario corresponsal de Triunfo. Mejorado por el tiempo, las sabidurías y los bronces del lado de allá del Guadalquivir.