Image: Carmen Rigalt

Image: Carmen Rigalt

Opinión

Carmen Rigalt

Los columnistas

23 mayo, 2001 02:00

Rigalt ha perdido el encanto adolescente y virgiliano de la nariz rota, pero sus ojos del tamaño de la inteligencia y su prosa ya madura, lúcida y pensante han dado varios libros y miles de artículos. Perdimos una nariz y tenemos una escritora

Estaba en una mesa de Oliver, casi de madrugada, escribiendo su sección de "Pueblo", como una niña insomne haciendo los deberes. Tenía un perfil purísimo, venía de la Universidad de Navarra, de Cataluña o no sé. Pronto fue la novia de un redactor del mismo periódico, Antonio Casado. Sus cosas salían en la tercera página de "Pueblo", donde la ninfa constante alternaba ya con Manuel Alcántara, Copérnico y otras distinguidas plumas de la casa. Carmen Rigalt no tenía muchas convicciones que defender en el Sindicato Vertical, ni mucha formación política. Sólo tenía una ligereza de pluma que era como la continuación nocturna de sus ejercicios diurnos de la Facultad. La chica era un mero perfil que ponía su ex libris de ingenuidad y pureza contra el fondo revuelto, murmurante, musical y oscuro de Oliver, aquel garito de hospicianos del teatro, el cine y la literatura.

Con el tiempo, ay, el aguafuerte de la noche se impuso en ella, en su alma, en su cuerpo, por sobre tanta pureza colegial e intacta. Había empezado en "Pueblo" corrigiendo la ortografía de las que no sabían escribir, cosa que le cabreaba mucho, pues Carmen, Carmen Rigalt, tenía un mal genio adolescente y una mala leche que cuajaría más tarde. En la redacción conoció al que luego sería su marido. Emilio Romero, buen conocedor de la raza periodística, había colocado a la chica, pese a su edad o su falta de edad, seguro de su vocación y su futuro.
Una noche, el matrimonio Casado/Rigalt me llevó a cenar a Lucio, y es cuando ella dijo esa cosa tan cargada de pronóstico:

- Aquí, en este matrimonio, la parte inestable soy yo.

En las revistas de peluquería hizo de todo, con humor y malhumor. En seguida fue popular. Sólo le faltaba mejorar un poco su escritura, limpiarla de frases hechas de mamá y no repetir tanto eso de los ojos de cordero degollado, que es una gilipollez antigua, sin gracia y que ya no se dice. Carmen ha vivido la aventura del periodismo viviendo cada día un poco más, leyendo cada día un poco más, dirigiendo revistas y haciendo grandes reportajes y pequeñas columnas llenas de intimismo, autocrítica, domesticidad irónica y talento. Por ahí asoma la escritora que Carmen es y no quiere ser.

Cuando se estaba haciendo un nombre vinieron las enfermedades con sus frascos azules y sus convalecencias en casa, ya fuera de Madrid, escribiendo en un rincón de su cuarto como una Colette joven, pero alumbrada de zozobras, confidencias y soledades. Se entrega a las pastillas como Simone de Beauvoir o cualquier otra escritora nicotinada por la vocación. Las drogas de farmacia son tan habituales en el escritor como los paraísos artificiales. Gracias a ellas, Carmen vuelve de nuevo a empezar su aventura y los motores mínimos y mágicos de las pastillas la llevan a una labor continua, madre ya de dos hijos, a una popularidad creciente y a una personalidad muy propia y conocida que se defiende con las dos armas secretas del columnismo: la buena prosa y la mala intención.

En "Diario 16" conoce a Pedro J. Ramírez, que luego se la llevaría con él a "El Mundo", donde hace la crónica social con el hacha del estilismo y la independencia de una feminista rampante. Aquí hay un momento en la vida de Carmen como una interrupción, un cambio trascendental, que es cuando se opera la nariz. Veíamos aquella nariz del principio, como una viruta de Grecia, con el tabique graciosamente torcido, como nos suelen llegar las estatuas griegas y como se les aparecían las diosas a los labrantines en el Renacimiento. Hay una Carmen anterior al tabique y una Carmen posterior. Su historia se divide por lo menos en dos partes como la Historia Sagrada. Su nariz cambia de rumbo como cambiaron las aguas del Mar Rojo y se abrieron para Moisés. Llegaba la nueva Carmen Rigalt con una nariz de catálogo, con una fama televisiva y con un subidón de pastillas que la colocaría como la mejor en su género.

Esta nueva Rigalt ha perdido el encanto adolescente y virgiliano de la nariz rota, pero sus ojos del tamaño de la inteligencia, su risa clara, infantil y su prosa ya madura, lúcida y pensante ha dado varios libros y miles de artículos. Perdimos una nariz y tenemos una escritora. Siempre había sido mujer de perro y crucigramas, tentada por el ocio, y ahora se nota que lee mucho más, alimenta su prosa y madura al ritmo cálido de la sintaxis. Se le murió la perra y ahora, por mi consejo, es mujer de gatos, muchos gatos, también como Colette. Una columna suya de gatos es algo que sólo se consigue habiendo sido gata. Su feminismo lo lleva sin fanatizarse, burlándose de sí misma y de los pobres hombres que no nos enteramos.

En sus crónicas de toros sólo mira el culo de los toreros y en general se toma el derecho feminista de hablar de los hombres que están buenos y los que no están buenos con un desmán equivalente al que los hombres utilizan con las mujeres. Aquella colegiala que hacía sus deberes en la madrugada de Oliver, entre los pecadores adultos, es hoy una mujer con más oficio que fe en el oficio. Sus manos pequeñas, de uñas cortas, infantiles, es lo último que nos queda de aquella chica inestable. Va todos los días a la pelu y se da mechas, muchas mechas, porque tiene que salir en lo de la encantadora María Teresa Campos y la televisión come mucho. Alguna vez, cuando le vuelve el alifafe, me llama por teléfono y la llevo al médico.