Opinión

Schoenberg o la democracia tonal

11 julio, 2001 02:00

El 13 de julio de 1951 moría en su exilio de Los Ángeles el compositor vienés Arnold Schoenberg, uno de los nombres más importantes de la música del siglo XX. Creo que después de su aparición y, sobre todo, de su forma de pensar en música se produjo una polarización entre el conservadurismo y el vanguardismo. A partir de aquí, todo lo que fuese vanguardia era calificado de dodecafónico. Lo cual a Schoenberg, precisamente, no le benefició.

Sin embargo, la aparición de Schoenberg corresponde a una sucesión absolutamente normal y lógica dentro de la historia de la música. Existe una teoría muy bonita según la cual la tonalidad simboliza el absolutismo y, cuando éste se rompe, llega la atonalidad, que es la anarquía. El dodecafonismo sería, dentro de este esquema, una nueva ordenación de la tonalidad. Una ordenación mucho más democrática, porque cualquiera de los doce sonidos es tan importante como los demás. Ya no hay jerarquías (tónica, dominante, subdominante, sensible...). La estructuración tonal tiene también, por lo tanto, su parte social, pero eso lo dejaremos para otro momento.
Creo en la teoría de Monnod sobre el azar y la necesidad, y pienso que en Viena, en aquel momento, se produce algo, como cuando aparece Freud, Lois, Klimt, Ziemlinski... La evolución de la música, y de nosotros mismos, hubiera sido muy diferente de no haber existido Schoenberg. Cualquier compositor de entre 1930 y 1960 que no haya pasado por una experiencia dodecafónica no figura en la historia del pensamiento musical. A veces olvidamos que Velázquez no conoció a Goya ni éste a Picasso, pero Picasso conoció a los dos, y una vez conocidos se convirtieron en una necesidad. Del mismo modo Schoenberg, como también Stravinski, crea una forma determinada de pensar en música que será inevitable para todo compositor.

Schoenberg escribió música sinfónica, coral, de cámara, instrumental y operística, pero en ningún género determinado puede decirse que se encuentren mejor reflejadas sus innovaciones, ya que lo más importante en él es su forma de pensar en cualquiera de sus manifestaciones.

Algunos consideran que Schoenberg fue mejor teórico que compositor. Lo que fue es un gran músico y una persona enormemente inteligente. Todo gran maestro es un gran teórico, haga literatura sobre sus obras o no; pero no todos los teóricos son grandes compositores (véase Adorno). La historia de la música es la historia de la evolución del pensamiento musical, y un compositor donde se manifiesta es primordialmente en sus partituras. Bach escribió muy poco sobre su forma de concebir el contrapunto, y no digamos Mozart. No creo que exista una historia preexistente y determinada respecto a cómo va a evolucionar la música, sino que ésta se va haciendo con las obras de los compositores. Y Schoenberg fue un gran teórico precisamente porque fue un gran compositor.

A veces se ha achacado a Schoenberg una excesiva rigidez y radicalidad en la defensa de sus planteamientos, pero no creo que fuera así. ésta es una manera de atacarle cierta crítica que vive en el inmovilismo. Todo compositor es radical en su forma de pensar. Crear es hacer algo que antes no existía, y para eso tienes que ser radical en tus pensamientos. Como lo fueron Bach, Beethoven, Wagner y después de Schoenberg lo han sido también Boulez o Stockhausen. Yo defiendo muchísimo esta postura y la comparto, porque creo debe ser así para poder ser.

Transcurridos cincuenta años desde su muerte, sigo creyendo que el mayor legado de Arnold Schoenberg no es sólo su música, sino también su ejemplo. Nunca se dejó llevar por tendencias a la moda y mantuvo siempre con firmeza sus ideas. La prueba es que sus obras se siguen interpretando con un éxito creciente, a pesar de que aún se mantiene cierta reserva inicial en el público. El año que viene dirigiré Erwartung con la Orquesta Nacional. Es una obra sensacional, al igual que Pierrot lunaire, la Noche transfigurada, las Variaciones op. 31, los cuartetos, la música de piano, Moses und Aron, los Gurre-Lieder...

Siempre he admirado en Schoenberg el rigor, la integridad con la que defendió su obra y sus ideas. Nunca se le pudo comprar. La frase de que “toda persona tiene su precio” no fue aplicable a él, a pesar de todas las penurias económicas que sufrió en América. Cuando se exilió en California no logró trabajar en el cine, y cuando los alumnos le pedían que les enseñase su “truco”, él les hacía desarrollar durante meses corales de Bach, con lo cual acababan por abandonarle. Ahora que en España no es necesario emigrar para que toquen tu música, con tantas orquestas provinciales, regionales y estatales, la figura de Schoenberg constituye todo un ejemplo para no dejarnos llevar precisamente por esas facilidades.

Schoenberg es mi abuelo generacional. Sin él, como sin otros muchos, seríamos hoy muy diferentes. Yo no comparto hoy sus ideas ni su técnica, porque nuestra época, nuestra cultura y nuestro entorno son muy distintos. Pero hay algo básico que es la propia esencia de la música, que es crear en el tiempo y en el espacio, por medio de los sonidos y silencios, comunicación y belleza. Schoenberg y yo entendemos por belleza realidades diferentes. Pero hay un concepto común e inamovible: la creación de un mundo sonoro que cuando lo percibe el ser humano se ponen en movimiento sus más altas funciones: la sensibilidad y la inteligencia.