Image: Los tilos de Zurich

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Opinión

Los tilos de Zurich

Por el camino de Umbral

14 noviembre, 2001 01:00

Yo imaginaba que Suiza era una acumulación muy ordenada de apartamentos iguales con muebles y libros iguales. Los tilos de Zurich tienen cada uno enterrado debajo una cuenta corriente

Noviembre, Sábado, 3

Todavía perfuman en la memoria cansada los tilos de Zurich, un olor así como azul que me dibuja la ciudad en el recuerdo. Zurich es un sitio limpio, aséptico, tranquilo, sin las bicicletas histéricas de otros lugares ni los autobuses asesinos de todas partes. Lo primero fui al Banco a cambiar pesetas y, en vista de que yo era español, me atendió un empleado español, un joven atento y preciso que sin duda había pedido el traslado a la imparcial Suiza porque sus evidentes peculiaridades no le hacían apto para la España de Franco. Incluso tuvimos que salir a la calle y cruzar a la otra acera para rematar la gestión en el banco de enfrente, y todo lo hicimos despacio, correctamente, sin que las citadas peculiaridades del bancario llegasen a perjudicarme en mi cuerpo ni en mi honra.

Por la tarde daba yo mi consabida conferencia sobre García Lorca, y hacía todo lo posible por plagiarme a mí mismo, pero era inútil porque siempre me salía una conferencia distinta que en cada ciudad se iba enriqueciendo con nuevas aportaciones y nuevas relaciones de imagen e idea. El libro que yo estaba preparando sobre el poeta en realidad lo fui encorpachando en aquellos viajes, de modo que a la vuelta a Madrid no tuve más que poner el título, Lorca, poeta maldito. Así iba yo descubriendo que el mejor procedimiento para hacer un libro es pasearlo mucho por el mundo, airearlo de universalidad, enriquecerlo con esas ideas nuevas que nos vienen a la cabeza al cambiar de tren, al cruzarnos con una bella y posible desconocida en un andén o al descubrir la historia del ferrocarril en los ojos de un maletero. Pero ocurre que este procedimiento acaba por salir un poco caro, a no ser que viajes por cuenta de la cultura, que es lo que hacía yo, porque lo que me pagaban en la editorial eran cantidades humillantes en humillantes pesetas.

La conferencia de la tarde la di en un sitio muy fino y de entre los invitados recuerdo a Domingo Ynduráin y su joven y bella esposa Mariola. Zurich era el primer destino académico de Domingo y me acogieron con mucha cordialidad. Domingo tiene todas las sabidurías de su padre y otras, pero es mucho más frío y hermético que el viejo don Paco. Por esto mismo sus elogios resultaban muy valiosos, muy sinceros, muy definitivos.

Mi conferencia le gustó mucho y me lo dijo con el rigor profesional que usaba ya, y mirando para otro lado, como hace siempre, por timidez o por distanciamiento. Mariola también estuvo encantadora. A ambos los había conocido yo en la Magdalena de Santander, cuando don Francisco era el secretario de aquella universidad y ellos constituían una pareja enamorada, formal y casi adolescente. El pelo rubio y planchado de Domingo le convertía en un turista o un raro hispanista español que todo lo decía con distancia y autoridad, pese a su juventud. Los escritores allí reunidos le respetábamos casi tanto como a su padre y yo admiraba en él, además, un cierto dandismo que le llevó a acabar escribiendo un libro sobre Espronceda, aunque a Espronceda le llemaba chisgarabís o algo parecido.

En Zurich, los Ynduráin me mostraron su pequeño, atractivo e impersonal apartamento. Yo imaginaba que Zurich y toda Suiza no eran sino una acumulación muy ordenada de apartamentos iguales con muebles iguales y libros iguales. Llegué a temer que mis amigos se hubieran vuelto suizos, dos hispanistas suizos, y empezaran a hacerme preguntas en alemán e italiano. Pero de pronto se volvieron españoles y me llevaron a cenar, escandalosamente temprano, a un restaurante inmenso que parecía una boda licenciosa en una catedral, con la última novedad de que la temperatura del local variaba sola según las impías temperaturas del exterior.

De Zurich pasé a Berna, donde di la conferencia en una mesa camilla, presentado por el poeta leonés Eugenio de Nora. En cada ciudad europea se encuentra uno a un español solitario y solícito que se diría que lleva allí toda la vida explicando a Lope de Rueda (a quien ignoramos gloriosamente los españoles), mientras hace tiempo para esperar a que lleguemos nosotros con nuestra conferencia bien paseada y bien sabida.

De Berna escribiré otro día, porque tiene mucha literatura y allí me esperaba Lojendio, el embajador español que le sopló una hostia a Fidel Castro en la televisión cubana, y a quien Franco, en silencioso castigo, sumergió para siempre en el olvido de Suiza. Pero los tilos de Zurich, que no he vuelto a ver, tienen cada uno enterrada debajo una cuenta corriente, en dinero negro que en la copa del árbol se hace azul.