Image: Amsterdam

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Opinión

Amsterdam

28 noviembre, 2001 01:00

Kitti K. era modelo de sujetadores en Amsterdam, pero solía olvidarse los senos en casa, o perderlos por el camino, con la prisa de la bicicleta, y en el momento del desfile para las firmas francesas e italianas, ella no podía salir con las otras chicas

NOVIEMBRE. DOMINGO, 17

Kitti K. era modelo de sujetadores en Amsterdam, pero solía olvidarse los senos en casa, o perderlos por el camino, con la prisa de la bicicleta, y en el momento del desfile para las firmas francesas e italianas, ella no podía salir con las otras chicas, cosa que en sí no le importaba demasiado, pero le valía una paliza verbal del empresario. Kitti K. no consiguió enseñarme a montar en bicicleta, y esto le daba mucha risa porque las chicas de Amsterdam, como las de Copenhague, eran ellas y su bicicleta, eran unas centáuricas del piñón fijo. El Ayuntamiento de Amsterdam tenía racimos de bicicletas enjambradas por muchas esquinas y rincones de la ciudad. No había más que desenganchar una bicicleta y dejarla luego en otro enjambre, el que a uno le pillase más a mano. Me gustaba madrugar para ver a las chicas de Amsterdam pedaleando entre los coches y los tranvías con sus largas piernas de oro y velocidad. Pero lo de Kitti era otra cosa.

Nos habíamos conocido en una conferencia mía, inevitablemente, y le pedí que me llevase al Museo Municipal de Arte Moderno, del que había visto unos catálogos flipantes en plan abstracto y todo eso. Recorrimos las inmensas salas viviendo silenciosamente nuestro amor dentro de una geometría clara como la mañana e infinita como la pureza. Luego, Kitti me dijo que íbamos al bar del museo a tomar una copa, y ya de lejos se oía el ruido unánime de las máquinas y las cucharillas, de las risas y los chismes eléctricos. Entramos en un bar pequeño y oscuro, lleno de gente, donde todos reían o se emborrachaban. Mucha movida a mi alrededor y una música altísima. Los ojos inmensos, bellamente incoloros, de Kitti K., que tenía cara de ave hermosa y adolescente, me miraban con una luz de ironía y una sonrisa insinuada en sus dientes grandes y académicos. Lástima que hoy se haya dejado las tetas en casa, pensé.

Brindamos confusos no sé por qué ni con qué alcoholes, y la cosa me pegó fuerte en la cabeza, de modo que tuve que desabrocharme el primer botón de la camisa y aflojarme la corbata. Había yo publicado en Amsterdam la primera traducción al holandés de mi libro Mortal y rosa. He aquí: "Francisco Umbral. Sterfelijk en roze". Ed. Ijzer, Utrech. Los clientes del bar estaban muertos. Estaban todos muertos. Y también los camareros. Fingían su risa y su alegría, pero la fingían mal porque los muertos son muy torpes. El susto y el miedo me cambiaron el corazón de sitio. Miré y toqué a Kitti K. Ella no, ella era de verdad. Su piel, su pelo en melenita corta, sus manos. "Dónde me has traído. Toda esta gente está muerta". Y entre las risas mecánicas se abrió la risa matinal de Kitti K., que era como una flor húmeda y beligerante entre las flores de trapo de las otras voces. Es decir, que estábamos en medio de una obra maestra de la ingeniería artística. El bar era una creación pop perfecta, con ecos en el exterior, con atmósfera en el interior, pero hecha con muñecos y máquinas quizá auténticas, pero a las que habían sacado las tripas dejándoles unas cintas magnetofónicas.

Iba a dejar mi vaso en el mostrador, porque del susto había pasado al asco y no me apetecía seguir bebiendo, mas para hacer ese movimiento tenía que rozar varios hombros femeninos de latón pintado, lo cual me estremecía, así que salimos al exterior, que era una gran galería, y Kitti K. reía la broma con su gran boca de sirena nórdica que tuviese dentadura de gentil escualo femenino. Luego, de la fiesta pasó a la piedad y me cogió una mano y me besó la mejilla afeitada a las seis de la mañana y me pidió perdón por el susto. Almorzamos en el verdadero bar del museo, donde yo volví a visitar los cuadros de Marc Chagall y las abstracciones de unos modernos que no conocía, pero que me gustaban mucho porque no había en ellos ese último rastro de barroquismo que encontramos todavía en el abstracto español o italiano más lineal. En Amsterdam había estado yo anteriormente presentando una exposición de Modesto Cuixart, o visitando el barrio porno, con látigos de azufre para azotar a la amada y cinturones de castidad hechos con piel de rata. Amaba Amsterdam y amaba a Kitti, la modelo sin pechos, pero me había quedado para siempre en el tacto de la memoria, en la memoria del tacto, la visita a aquel bar de muertos que seguían riendo y bebiendo eternamente, con una coloración de vida que la vida no tiene y que sólo por eso era espantosa.

Amsterdam es una Venecia de pobres, Amsterdam es un puerto donde atracan todas las gaviotas del atardecer, Amsterdam es una fiesta de relojes y casitas de colores reconstruidas después de la guerra. Todo lo han vuelto a poner tal cual. Amsterdam, sí, donde he vuelto varias veces, es la Venecia ruda y helada que los holandeses han sacado del mar. Miro mi libro en holandés, del que no entiendo una palabra, juro no volver al bar de los muertos y me acuerdo de Kitti K., que habrá perdido sus senos esta mañana camino del trabajo.