Image: El entierro de Ramón

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Opinión

El entierro de Ramón

23 enero, 2002 01:00

"Alfa pi" (fragmento), de Morris Louis (1961)

A Ramón lo pusieron encima de Larra, lo cual tenía cierta coherencia y era como hacer una antología de escritores madrileños y avecindados, donde también estaba Espronceda

César, César, le llamaba el pintor Viola a través de los patios y los vacíos de la mañana, levántate que tienes que escribir un artículo, se ha muerto Ramón en Buenos Aires, un artículo o catorce, venga, César, y el pintor Viola, abstracto y anarquista. era una bruja de melena blanca y crespa por los entrapatios del inmueble, César se levantó, se lavó la cara y las manos, se peinó cuidadosamente y se puso el abrigo cruzado sobre un traje casual que a lo mejor no era un traje. Luego, más tarde, fuimos a la Casa de la Villa, Ramón estaba de cuerpo presente en el Patio de Cristales y en torno del ataúd había una organización de atriles vacíos, como la esquelatura de una orquesta, esperando a dar cada uno de ellos una greguería musical cuando llegase el maestro, que era Agustín Lara, el pachanguito mejicano, noble, colonial y antiguo como una moneda del Imperio. Con César íbamos Manuel Alcántara, Antonio Olano, el fotógrafo Pastor, un grupo de gente. Aquel espectáculo era el último montaje ramoniano, la última sorpresa humorística y macabra, o bien una idea provinciana del Ayuntamiento.

Pero llegó el maestro Lara con su cara de medalla inca y su elegancia de hombre bajito, besó las manos a César y se subió al podio poniéndose a dirigir la orquesta, porque de pronto aquel paisaje de esqueleto colectivo se había llenado de músicos, lo cual que le tocaron a Ramón "Madrid, Madrid, Madrid, en Méjico se piensa mucho en ti, por el sabor que tienen tus verbenas, por tantas cosas buenas, como vemos desde allí". Ya habían embalsamado de música mala y alegre al muerto del ataúd, que tenía ese aire entre indiferente y cabreado que tienen los muertos cuando los exponen mucho a la luz. La calle era un remolino de viento marceño que nos alborotaba el pelo y se llevaba los lutos. Cogimos taxis para ir a la Sacramental de San Justo, al otro lado del río, una colina de muertos que yo había visto en verano, como los gigantes del sol poniente, ardiendo los cadáveres erectos a la luz de la hoguera que toma la tarde cuando las tribus del otro lado del río quieren incendiar la ciudad. Ramón es un formalista ruso que nació en Madrid. Ya he hablado de los formalistas rusos, a quienes, como su nombre indica, sólo les interesaban las formas de las cosas: la forma de un perfume, la forma de un sombrero, la forma de una sonata, la forma de la vida, la forma del tiempo, la forma de los meses, la forma de las palabras.

Casi seguro que Ramón no leyó nunca a los formalistas rusos, pero eran contemporáneos y a Ramón ya le teníamos en el amado Egipto de las cosas, que también lo es un cementerio, donde la persona se vuelve cosa y se ve que la muerte no es perdurable, sino que se la lleva el viento a las traseras del camposanto. A Ramón lo pusieron encima de Larra, lo cual tenía cierta coherencia y era como hacer una antología de escritores madrileños y avecindados donde también estaba Espronceda, que era el que más resucitaba con el viento de marzo y temimos que viniera a echarnos de allí a gritos, con la pistola en la mano, pues estos románticos no vivían con la pluma en la mano, como cumple a un escritor, sino con la pistola, pues estaban posando siempre para el cuadro de Alenza, que les inmortalizaría. Ramón va a tener buenos contertulios, pensé.

Me gustaría que me enterrasen allí cuando me muriera, ya de escritor famoso, pero primero tenía que ser tal escritor famoso, y como no tenía duda de llegar a serlo, entré en la casilla de un empleado, que era como la tintorería de los muertos, y le dije: "¿Es aquí donde hay que apuntarse para que lo entierren a uno como gloria nacional?" Pero me dijo que si yo era un periodista o un gamberro que se había colado y que por respeto de la ceremonia no quería mentarme a mis muertos. Todo el enterramiento tuvo un rechinar de crujidos como si estuvieran enterrando a la gente con carroza y todo. Los féretros chillaban sobre los féretros como si los muertos protestasen de que les estaban agravando el reúma. De vuelta a Madrid almorcé con Luisita Sofovich, la mujer de Ramón, una dama de altura bonaerense, en el hotel Fénix, y me dijo que de quien ella había estado enamorada en España era de Juan Belmonte. Adulterio blanco. Eso no se le hace a un hombre con vocación de soltero, como Ramón. También me dijo aquella cosa terrible de "ha llegado mi hora". Las viudas de famoso es que son muy vengativas, hay que matar al famoso después de muerto. Pero su hora fueron unos desmedrados articulitos en el Abc y una muerte temprana. Luisita era alta, elegante y anticuada como las buenas señoritas de Hipólito Irigoyen. Hoy la hubiera requerido de amores recién viuda, pero entonces no se me ocurrió.