Image: Pinares esmeralda, sol de piedra

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Opinión

Pinares esmeralda, sol de piedra

30 enero, 2002 01:00

"Gran composición" (fragmento), de Jean-Paul Riopelle (1923)

Veranos de pinares en mi adolescencia, solitario como un loco, el otro loco, un viejo en camisón, con la melena como una corona desordenada, diciendo versos que sin duda había escrito la noche anterior. O quizá ni siquiera los escribía sino que se los aprendía de memoria y combatía con su épica contra la épica de Shakespeare

El bosque de Macbeth venía hacia mí despertando los campamentos de la mañana. El cielo era una totalidad y el intenso bosque de pinos se abría de pronto, beligerante, pariendo un ferrocarril. Yo seguía mi paseo por los pinares con un libro en la mano, dueño otra vez del silencio del día, inmenso enlagunamiento que era agosto en el aire. Veranos de pinares en mi adolescencia, solitario como un loco, el otro loco, un viejo en camisón, con la melena como una corona desordenada, diciendo versos que sin duda había escrito la noche anterior. O quizá ni siquiera los escribía sino que se los aprendía de memoria y combatía con su épica contra la épica de Shakespeare. Idos los locos, los ferrocarriles, los clásicos y los poetas, seguía yo mi paseo o buscaba un lago de sombra para tenderme a leer en mi libro, que tenía las tapas de color marfil o hueso pulido y contaba historias galantes de la Europa anterior, la Europa de mi madre que yo añoraba como si hubiera conocido aquellos años.

Veranos lentos, "lentos veranos de la infancia, horas tendidas como playas", como había escrito Jorge Guillén, del que ya he hablado o hablaré. Veranos que a veces se prolongaban hasta el mojado otoño cintilante de lluvia, cuando cogíamos las piñas pesadas como armas, las metíamos a abrir en el horno y luego nos comíamos los piñones. Convalecencias familiares, largas convalecencias, un hotel que lo era en todos los sentidos y donde mi dandismo precoz y tonto paseaba un libro con tapas de marfil y prosa también marfileña, mientras el resto de los convalecientes leían la colección Pueyo, novelas selectas. Yo tenía la necesidad, el pecado de leer, pero además tenía el esnobismo de pasear aquellos libros como franceses entre las deshojadas novelas del verano.

Lento caminar por la grava o por la hierba, pasando entre los pinos como entre una multitud, cogiendo alguna vez una piña del suelo, verde e intensa, que luego llevaría a mi madre como un ramo de flores o una fruta misteriosa, hermética y saludable. Jamás conocí el final de los pinares. Sólo llegué alguna vez hasta la orilla de un río que era como un ramal del cielo discurriendo por entre los árboles. Los pinos, si se les trata con asiduidad, llegan a ser como las multitudes urbanas, compactos pero educados, y parecía que se abrían a mi paso dejándome un sendero de sombra y piedrecillas donde mi pie caminante crujía como los pasos de un animal salvaje, felino y amigo que me estuviera siguiendo, porque estos animales llevan millones de años siguiendo al hombre para saber a dónde va. Un día descubren que el hombre no va a ninguna parte y se dan la vuelta hacia su manada. Pero había leído yo que, a la inversa, el primer hombre que llegó a Europa venía de Asia o áfrica siguiendo a un tigre para cazarlo. No cazó el tigre pero descubrió un continente más habitable que los otros y que luego sería el continente de la cultura, el gran bosque académico donde llegaría a florecer la rosa transparente de la idea.

Estas cosas las pensaba y repensaba durante mi paseo cotidiano y llegué a sentirme yo el primer habitante de Europa, que caminaba detrás de un tigre con un libro en la mano, como si fuese el primer libro, la semilla de la tipografía que había de dar extensamente sus menudas flores al mundo a medida que los árboles se deshojaban en libros y los libros sustituían a los ángeles o eran como unos ángeles de alas cortas que traían cada uno su mensaje, como suele traerlo un ángel antes de la invención de la imprenta. Dios había creado los ángeles pero Gutenberg creó los libros, esos ángeles de vuelo corto que me llevaban mucho más lejos con la imaginación y la letra impresa.

Lejanos cuarteles del cielo, rumor de imaginadas locomotoras que eran como el sueño del día cuando el azul entornaba los párpados, el canto urgente de los pájaros, que se detenía a mi paso como la zambra de los gitanos al paso de la pareja. Había sobre mi cabeza varios cielos superpuestos de verde intenso y variable, y más arriba estaba el cielo azul como una aparición o un descendimiento. Una inexistente garganta profería su grito largo y puntual como una sirena. Era la hora de volver.