Image: Ni César ni nada

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Opinión

Ni César ni nada

6 febrero, 2002 01:00

"Homenaje a Julien Gacq", de Artur Do Cruzeiro Seixas (1953)

González-Ruano había puesto en aquel piso de Ríos Rosas el reservorio de sus cuadros, joyas, ceniceros, libros, caretas exóticas, máscaras venecianas y todo lo que hasta entonces se había considerado como muy literario

César estaba tendido en el suelo como los reyes antiguos y un pañuelo anudado en la nuca le sujetaba la quijada. No parecía él porque, en efecto, ya no era él. Pero quizá tampoco se parecía a la imagen que había querido dar a la hora de la muerte. La casa del escritor, a primera hora de la noche, tenía un saco en la puerta como a veces le ocurría. Quizá habían mandado la puerta a arreglar. Iban llegando los primeros amigos y enterados, que hacían núcleo en torno a Mery, quien explicaba la muerte a su manera e informaba a todos de lo que luego correría por Madrid. El cadáver del escritor, tendido en el suelo, era como una lanza, como una cabeza humana en una pica, como un militar rígido por la disciplina o por la muerte.

Por allí andaba Guillermo Marín, el galán de la escena española y del cine, con su perrito blanco y nervioso que era como el anuncio de Norit. Marín era considerado un gran actor porque hacía los papeles con mucha educación, correcto como un médico correcto, calvo y sonriente con una calva que imponía respeto y una sonrisa que no quería decir nada. Pero la presencia de este actor le quitaba a la muerte toda solemnidad y la convertía en un cóctel como tantos que se habían dado en aquella casa. González-Ruano había puesto en aquel piso de Ríos Rosas algo así como la acumulación o el reservorio de sus cuadros, joyas, ceniceros, libros, caretas exóticas, máscaras venecianas y todo lo que hasta entonces se había considerado como muy literario y que precisamente moría con él aquella noche y dejaba de ser literario para ser sencillamente kitsch. Los jóvenes periodistas se movían por la casa sin respeto ni soltura, como si se les hubiera muerto el redactor jefe y en el fondo eso fuese una noticia alegre. Se veía que estaban deseando salir de aquel pequeño museo de cultura acumulada para volver a su periodismo callejero, gritador y trasnochador.

Yo estuve un rato mirando y luego me marché solitario. Aquel hombre tendido y muerto, con la cabeza sostenida por un nudo de pañuelo, no era comunicable para mí y creo que para nadie. Todos quisiéramos elegir una postura digna para morir, decidir el último gesto de nuestra vida, pues la vida no es sino una sucesión o repetición de gestos y hay que terminar con uno que sea como una rúbrica. Pero yo prefería irme a pasear por la noche de diciembre recuperando con la memoria al amigo vivo, su manera de fumar, de escribir con las uñas largas y lacadas, de hacer aquella letra como de palimpsesto o de pergamino ordenancista, pero tan bella y tan llena de imágenes rápidas y audades, tan rápidas que parecían deshacerse en la escritura, aparecer y desaparecer.

Se le podía ver pasar por la Castellana, en un taxi, a las nueve o diez de la mañana, hacia el café donde escribía. Pero yo iba a Teide algo más tarde para no molestar. Yo era un parado de las letras y luego era un novel que ya había sacado su primer libro, y el día que fui a llevárselo al café, dedicado, ocurrió que él no estaba. Allí le dejé aquel libro de solapa roja y romántica como un leve aviso de amistad y complicidad. En la casa había estado antes y estuve después. Las casas de los grandes muertos, aunque quieran conservar el alma y la respiración del ausente, son ya casas vacías que no sirven para vivirlas normalmente ni para venerarlas como santuarios. Allí quedaba la escoria brillante de una vida que se quiso deslumbradora: rostros atezados de hidalguía, escotes donde desfallecía un jardín, pianos que ya no sonaban igual o no sonaban en absoluto, cuadros y fotos que ya no daban testimonio de una vida sino de una ausencia sin fondo. No volví por la casa. Al día siguiente por la tarde fui con Gerardo Diego en un taxi a despedir el féretro. Había motoristas municipales de gala y Acacia Uceta lloraba en una esquina.