Opinión

Libertad, igualdad, fraternidad

6 febrero, 2002 01:00

El célebre grito de combate de la revolución francesa era un embrión de programa político que creció y se desarrolló en los dos siglos siguientes. Podemos trazar el arco que se extiende entre la utopía de libertad que se proclama y las “revoluciones burguesas” en curso, o hasta todas las concreciones liberales o neoliberales que generaron; o entre la utopía igualitaria y los socialismos reales, o las socialdemocracias virtuales. Pero la pregunta nunca despejada consiste en averiguar a qué se refiere esa misteriosa fraternidad que no parece sugerir ni presagiar ningún fruto político sabroso. Creemos que el liberalismo y el socialismo son las principales innovaciones ideológicas que surgen a partir del gran programa de la Ilustración. Y sin embargo no es así. Dejo de lado lo que constituye, según Hannah Arendt, el gran novum dentro del inventario de regímenes políticos que ofrece el ya fenecido siglo XX (el totalitarismo en sus dos grandes formas, nacionalsocialismo y stalinismo). Lo cierto es que de las semillas de la revolución francesa surge otra gran concreción política que, para desesperación de nuestra lucidez, siempre se olvida, provocando un colapso en la comprensión de nuestras realidades políticas contemporáneas. Un mérito innegable de Isaiah Berlin fue prestar atención a ese tercer ideario. Me refiero al nacionalismo en todas sus formas: grandes, chicas o medianas.

Y con ello nos acercamos a la fraternidad: esa misteriosa palabra pronunciada al tiempo que igualdad y libertad. Y que tiene su crisol y su alambique allí donde menos podemos suponerlo; ni más ni menos que en la música. Podríamos hablar, parafraseando y cambiando el sentido de las palabras de Nietzsche, sobre el nacimiento de la nación en el espíritu de la música. Y me refiero con ello a lo que, precisamente, desde esas fechas ilustradas y revolucionarias se comenzará a entender por nación y por estado-nación. Y que se comenzó a vivir, subjetivamente, como espacio, atmósfera y comunidad compartida bajo la palabra patria; palabra que requiere siempre acompañamiento musical para convertirse en signo de identidad; o lo que es más importante, en palabra de combate, o en voz guerrera. Aquí entra en juego el himno, y en particular el himno nacional (Allons enfants de la patrie...). El interesante libro de Esteban Buch sobre la Novena sinfonía lo pone de manifiesto. La música, concebida en términos de Rousseau, como semiología básica de afectos y sentimientos, previa y fundacional en relación a la propia lengua hablada (o escrita) compone el humus en el que esa hermandad de todos los hombres pertenecientes a la misma nación revolucionada y combativa se realiza.

Esa realización no se promueve en abstracto; en el Campo de Marte deben esparcirse, a las órdenes del coreógrafo David, entre la colina y el valle, miles de ciudadanos prestos a entonar el Himno al Ser Supremo (de Gossec), mostrando así esa hermandad que todavía Beethoven evocará en su pieza musical basada en el poema de Schiller (el Himno a la alegría), escrito en su primera redacción en plena efusión revolucionaria. Se llega de este modo a ese “abrazaos millones” del último movimiento de la Novena (bajo la benigna mirada de un padre amoroso que nos bendice desde más allá de las estrellas). La fraternidad se ratifica “entre todos los hombres”. Pero en seguida se concreta y encarna en aquellos que componen nuestra propia comunidad (sobre todo si ésta se halla en plena revolución, o preparada para el combate).

Es fascinante escuchar las grandes óperas de Mozart como contrapuntos vieneses de inigualable intensidad artística a los eventos parisienses. El Figaro produce en nuestros oídos cierta resonancia de la aspiración a la igualdad que pronto será proclamada. Su contrapunto cínico y sarcástico, anegado en la más hermosa de las composiciones, sería Così fan tutte. El ambiguo aristócrata trocado en libertino, Don Giovanni, personaje muy característico de esa época de grandes cambios (Casanova, Da Ponte, el propio Mozart), eleva a grito festivo su célebre Viva la libertà, una y otra vez repetido, al tiempo que tres orquestas van creando el ambientes trepidante de esa magnífica escena de disfrute y francachela.

Y por fin la mágica amalgama de cuento de hadas, de fábula egipcíaca a modo de alegoría de la Hermandad Masónica, y del consiguientes rito iniciático (con resonancias del mito de Orfeo), concede a La flauta mágica su carácter de utopía de la fraternidad. Los adagios sapienciales son, en su simplicidad lapidaria, característicos de esa ópera tan sorprendente. En ella todavía resonaba el carácter unánime y ecuménico que tuvo la fraternidad en esos tiempos; y que de algún modo aún resuena en la gran página musical del último movimiento de la Novena de Beethoven.

Pero pronto la fraternidad quedará reservada para quienes, unánimes en el himno nacional, asistidos por la música compartida (sea la danza o la marcha) promoverán, a partir de ese humus musical, el huerto de cuyo cultivo derivará la formación de una identidad nacional, en la cual el factor cultural (musical, artístico, literario) es determinante. La fraternidad hallará allí su verdadero lugar. También, desde luego, su más problemática concreción.