Image: Aleixandre, revisitado

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Opinión

Aleixandre, revisitado

20 febrero, 2002 01:00

"Soprofigura", (1947), de Mário Cesariny

Hay un concilio de hombres en torno de la olma. Saludan al poeta. Unos saben que lo es y otros no lo saben, porque ser poeta es ser ignorado por muchos hombres y esa ignorancia es la gloria de los mejores

Destellantes superlativos, me- teóricos esdrújulos pasaban por el cielo de verano, encendían el aire y ponían su luz clara y muy viva, un punto alegre, en los ojos lúcidos del poeta. Vicente Aleixandre estaba en Miraflores, como todos los veranos, carretera de Burgos, subiendo hacia la izquierda, desviándose del camino razonable. Era una de mis visitas al poeta solitario, al exiliado interior, al autor de La destrucción o el amor.
-Este es el paisaje de La destrucción o el amor.

Su cabeza rubia coronada por el mediodía, su bigote rubio o quizá alusión, sus manos largas, finas, que modelaban el tiempo dándole la forma y el sentido que él quería expresar hablando. Todavía estaba muy lejos la consumación. El poeta en plenitud hablaba para mí con su voz precisa, ligera, sonante, porque "después de las palabras muertas, de las aún pronunciadas o dichas, ¿qué esperas? Unas hojas volantes, más papeles dispersos. ¿Quién sabe? Unas palabras deshechas, como el eco o la luz que muere allá en gran noche". Ahora veo aquella mañana fúlgida a través de múltiples consumaciones, porque han pasado muchos años, al cuerpo se le cayeron los límites, como él preveía y no puedo evitar que aquel éxtasis rubio se vaya ensombreciendo de futuros que él vivió y escribió, que yo he leído y vivido con la devoción cansada de quien anima a un muerto a dar unos pasos más hasta la sepultura.

Estoy en un presente restallante de luz, luz que es sonido experto, el día es una página abierta y los dones reposan con un orden infalible. Una verdad soberana está ensanchando el día, una fijeza vasta se ha instalado en el aire, el mundo, sí, está bien hecho, el éxtasis inmenso conmemora la vida y el poe-ta sigue hablando, palomas de sus manos, ah cárdenas palomas que inventan dimensiones o sugieren espacios donde el hombre es perpetuo. Aleixandre tiene una camisa clara, que le cae por encima del pantalón, y unas zapatillas de veraneante que le hermanan con todos esos desconocidos de la sierra. Caminamos despacio hacia el pueblo, hacia Miraflores, y diría que se apoya en un bastón levísimo o que camina erguido con algo de Mayor inglés. Llegamos a un gran árbol, yo diría que una olma, madre de muchos siglos, pero no quiero concretar las cosas demasiado en esta visita porque la poesía del maestro no está hecha de precisiones excesivas, él sabe que la precisión puede matar la poesía. Nos sentamos en el banco de piedra circular que la olma tiene en torno, bajo la sombra verde e intensa, donde resuenan siglos como pájaros y lo verde asciende a más cielo, a más azul, al encuentro de todos los descendimientos. La mano del poeta reduce su movimiento a hallar palabras o a descubrirlas, son palabras que, cuando brillan, revelan. Hay un concilio de hombres en torno de la olma, son ciudadanos del pueblo o ciudadanos del estío. Saludan al poeta. Unos saben que lo es y otros no lo saben, porque ser poeta es ser ignorado por muchos hombres y esa ignorancia es la gloria de los mejores.

"En las noches profundas correspondencia hallasen las palabras dejadas o dormidas. En papeles volantes, ¿quién las sabe u olvida?". Los futuros sombríos, las entornadas consumaciones vuelven aquí a no-sotros, a este hombre dorado que hoy está en su presente, que escribe su presente y lo hace eterno y luminoso, duradero como un fuego y, como los fuegos, destinado a apagarse. "No es posible romper el vidrio o el aire", vidrio de esta mañana en Miraflores, "esos inmensos cristales tras los que nadie escucha el rumor de la vida". Vidrio que hoy habitamos en prolongado encuentro, no es posible romper el aire, "ese cono perpetuo que algo alberga", la olma da las horas del mediodía porque los árboles son puntuales como relojes o caballos, aunque no hagan sonido. El concejo de los siglos se queda solo, la gente se va alejando, Aleixandre y yo volvemos hacia la casa hecha de ruinas y herencias, hacia la mecedora que navega quieta con inspiración de barco. No sé cuándo ni cómo me despedí del poeta. Nuestro coche bajaba hacia Madrid como hacia una realidad de inferior orden. Una mañana de mi vida en que se me apareció Vicente Aleixandre, rubio y sonriente, realísimo en sus sucesivas y blancas consumaciones.