Image: La nieve y el éxtasis

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Opinión

La nieve y el éxtasis

6 marzo, 2002 01:00

Habíamos subido a Navacerrada para esquiar un poco o para acostarnos con la diosa fría de la nieve, éramos un grupo de ciudad, algo así como estudiantes, buscando el pecado de las cumbres purísimas que tenían como una virgen enterrada en cada cima, violada por el sol de dimensión diagonal

La nieve era un cielo blanco, desamparado, perdido en sus propias desviaciones. La nieve era una noche blanca y tendida por la que quizá había pasado la noche, mucho tiempo atrás, dejando rastros perdidos, la luz de una estrella que era ya un charco de cielo, el quejido de un árbol pequeño y muy golpeado por el tiempo. La nieve era un éxtasis inverso, un amanecer que no aguantó en el cielo y se quedó ya para siempre allí caído, derramado en las cumbres, sólo vibrante como un cristal de blancura cuando el sol le punzaba con su rayo, cuando la luz borró lo que solamente era claridad, y entonces vimos patinando entre el cielo y la tierra -qué cielo, qué tierra- a Mariate con su melena roja y aleteante, con su perfil cortado y bello, con su cuerpo de niña y de mujer abriendo la mañana de un lanzazo, inventando distancias en su huida.

Habíamos subido a Navacerrada para esquiar un poco o para acostarnos con la diosa fría de la nieve, éramos un grupo de ciudad, algo así como estudiantes, buscando el pecado de las cumbres purísimas que tenían como una virgen enterrada en cada cima, violada por el sol de dimensión diagonal. El ciego paseaba por la puerta del albergue. El ciego Mola, con sus gafas negras de ciego, paseaba despacio, respiraba puro, tenía mucho miedo de caerse, y seguramente se imaginaba en negro aquel mundo blanco como un infinito vertical adonde él querría caer con los demás, ya todos ciegos, cayendo, siempre cayendo, porque su vida no era más que un caminar a pasos cortos por todos los salientes de la vida, por todos los renglones de lo negro.

Al anochecer, cuando un clima de lobo iba cayendo sobre nosotros, nos reuníamos en el interior, en torno de la chimenea cuyo fuego era como un escudo heráldico de llamas y tenía esa dimensión de corona medieval que tiene siempre el fuego, porque a Gonzalo le urgía que escuchásemos el disco de Honegger y las cosas de Bela Bartok, y digo que le urgía que las escuchásemos, porque una vez que nos había metido en esa otra fogata de la música, él parecía desentenderse, se iba a hablar por teléfono, a pedir la cena, a orinar. Todos los fanáticos de un arte son así. Luchan por maniatarnos a su pasión y, ya maniatados, ellos se desentienden en sus menesteres. Mariate y yo nos cogíamos y dejábamos las manos sobre la mesa baja de pino y cristal como si fueran dos objetos, cuatro objetos intercambiables, decorativos, inútiles y amados. Recuerdo ahora sus manos doradas por la lumbre con un suave requemado que las hacía más bellas pero sustituía el calor de su piel por el calor de la hoguera, también grato y también excesivo, pues Mariate tenía la piel caliente. Al fin, el ciego Mola era el único que se quedaba oyendo silenciosamente a Honegger, con ese misticismo de los ciegos para la música que algunos confunden con el verdadero misticismo para sentirse santos.
Gonzalo volvía a sentarse junto al disco, pero entonces nos daba una conferencia sobre Honegger o Bartok, con lo que no nos dejaba oír nada, y él no era un gran conferenciante. López, el chico raro de la excursión, el que estaba feliz de dormir entre tantos hombres, aparecía pulcro para la cena como si estuviéramos en el Hilton. Su largo bigote negro tenía un brillo que debía resultar fascinante para otros lópeces. Mariate me dijo que le apetecía esquiar de noche. Puede que fuese una trampa amorosa, pero de todos modos le dije que no, se lo prohibí. Era una especie de ruleta rusa para morir decapitado por un cable o agraviado por un árbol. Así transcurrió la velada hasta que en el fuego de la hoguera había sueño y toda la lumbre se había trasladado a los ojos de Mariate, cuya melena roja no parecía más diabólica sino más hermana de leche de todos los fuegos de la montaña.

Acabados el whisky y la música, ya muy tarde, el cielo le dictó un poema a Gonzalo sobre la música de Honegger. Faltaría más. La integración de las artes. A la mañana siguiente, prestos a partir, le pregunté al ciego en la puerta del albergue si le había gustado aquello. Hizo un gesto blando y despectivo con la mano:
-Demasiada luz. Es cegador -me dijo.