Image: El sol en las manos

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Opinión

El sol en las manos

1 mayo, 2002 02:00

Stanley W. Hayter, "Danza del sol" (1951)

Ahora tenemos unas manos que son manos de pedir, cuando siempre fueron manos de dar. Hoy damos nuestra propia mano, una reliquia de nosotros mismos que entregamos al amigo, porque uno va teniendo ya conciencia de santo, más que de muerto

Sentado al sol, en el jardín, con los ojos cerrados para mirar el sol interior, el sol me da en las manos, me coge las manos y es como otra mano, la mano de otro o de otra moldeándose en la forma de mi mano. El sol me muerde suavemente las manos, como lo haría la gata, que ha estado por aquí, y como muerden siempre las cosas que no quieren morder sino comunicar. El sol tiene días de beso, días de caricia y días de gatuno mordisco. Ha llegado la edad de descubrir uno sus manos y siempre se agradece que alguien te coja una mano y la mire despacio, como se coge una pieza antigua, una mano de santa, un alabastro incógnito, una pieza de antigöedad.

Nos pasamos la vida haciendo cosas con las manos, que sirven para ganarse el trabajo y para ganarse el amor, somos coleccionistas de manos femeninas en la memoria, de manos masculinas en la amistad; somos los anticuarios de las manos, hasta que llega la edad en que el sol nos descubre nuestras propias manos, su forma, su dibujo, su temperatura, su secreto. Ahora tenemos unas manos que son manos de pedir, cuando siempre fueron manos de dar. Hoy, en todo caso, y puestos a dar, damos nuestra propia mano, una reliquia de nosotros mismos que entregamos al amigo, a la amiga, porque uno va teniendo ya conciencia de santo, más que de muerto, conciencia de estatua o de ruina. Nuestra mano es la de siempre, pero ahora ya no sabemos si es mano de dar la moneda de la amistad o mano de recoger la limosna de la luz.

Se lo preguntaron al poeta:
-¿Pero es que usted nunca da limosna?
-Sólo cuando voy a caballo.

Nosotros vivimos ya descabalgados por la vida o por propia voluntad, pero damos todavía la limosna de una caricia a un gato, a un cuerpo, a otra mano. Y cuando está uno solo, que es lo más habitual, tendido al sol, cerramos los ojos y sentimos la luz como una cadera femenina, porque el sol es luz que a veces acierta a salvarse en forma. Estamos en abril, un mes, una palabra que tiene sentido y sonido de agua corriente, de alta cañería del cielo, estamos en abril, que nos trae una última reserva de juventud con sonido de pájaro o de pájaros. En abril el sol se hornea ya como una presencia humana o celeste que en todo caso viene a decirnos algo con su palabra muda. La luz es una palabra que convierte en oído a todo el cuerpo. Con todo el cuerpo en posición de oído escuchamos el alfabeto de la luz, que es una cosa para no vista, y por eso cerramos los ojos. En la mano, una vez más, la cadera de luz, los senos de mediodía, esa calidad de cuerpo que tiene el alma de la luz.

La luz en las manos, el día en el rostro como alguien que nos mira muy de cerca, la mañana era un claro leopardo que acechaba desde el alba. Ahora está aquí, entre nosotros, y el día entero tiene una intensidad de armoniosa catástrofe donde vibran todas las cosas poniendo su pajarería en el silencio de la luz. Copa de luz, árbol de la mañana que deja caer sus manos, como hojas prematuras, en mi regazo con sol. La luz en las manos, como una segunda juventud, cuando las manos eran de luz y ni las veíamos o nos deslumbraban demasiado. Manos que se confundían en el día total, derecha mano de asir las cosas por su cintura de río, izquierda mano que fue la mano de dar y ahora es la de pedir. Si cierro los ojos y advierto que está ante mí el mendigo deslumbrante del día, no tengo nada que darle salvo mi mano con sol que alguien acierta a llevarse como una reliquia, como un objeto sagrado, como una mano muerta, como una actualísima antigöedad. El sol en las manos y el oro en la sombra. Soy el altar de mí mismo.