Image: Mediterránea/III La noche catalana

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Opinión

Mediterránea/III La noche catalana

10 julio, 2002 02:00

Robert Delaunay, "Mujer desnuda leyendo" (1916)

Bajo la noche catalana caminamos hasta el mar, que vivía algo así como el hundimiento de la orquesta del Titanic, pero sólo la orquesta, un hundimiento musical y silencioso. Emma tenía una melena barroca y sobredorada en oscuro

Fue Paul Morand quien lo dijo así, con tremenda efectividad, "la noche catalana". Atravesaba yo esa noche, la caminaba por las Ramblas de Barcelona, y me crucé con un viejo que me dijo: "Sería un placer sentir cómo una de esas hermosas mujeres se derrite en nuestros brazos, pero es demasiado caro". Llevaba la colilla en la boca y se fue sin despedirse. Era José Pla. Yo también miraba a esas mujeres como la forma de una ausencia, como la lejanía cruel de un milagro. Pero Pla no sabía, no lo supo nunca, que la mujer también puede sernos cercana por amor y no por monedas, como fue el caso de Emma, la joven periodista, la muchacha de ojos castaños y voz de miel, como Melibea, que andaba perdida por las Ramblas, como yo mismo, de modo que la soledad nos aproximó en lugar de separarnos. La lengua catalana, que es acentual y diurna en los hombres, adquiere en algunas mujeres una calidad de mar que se va, de mar que ya se ha ido, un deslizamiento cariñoso que hace de este idioma el más propicio para el amor.

Bajo la noche catalana, ya digo, bajo una geografía celeste de astros infantiles y nubes góticas -porque en Cataluña hay un gótico del cielo que nos preside desde el mar-, caminamos hasta el mar, que vivía algo así como el hundimiento de la orquesta del Titanic, pero sólo la orquesta, un hundimiento musical y silencioso. Emma me paseó al azar por el barrio Gótico, por el barrio de Santa María, por las traveseras y los mercados que instalaban en la noche su mercadería de olores, ese frescor caníbal de la carne partida y fría, de la huerta despierta en algún sitio y diciendo su alfabeto de perfumes, del pescado que ha entrado por sí mismo, navegante de un clima tan marino, hasta dormir y morir sublime con la luna de estío en los ojos redondos.

Ella, Emma, tenía una melena barroca y sobredorada en oscuro, unos ojos inteligentes, insistentes y graciosamente ovales, como infantiles. Fumaba continuamente y el humo de su tabaco creaba una mínima intimidad entre nosotros, esa cosa confidencial que tiene el tabaco y que nos mantenía agaritados como en el interior de uno de aquellos cafetuchos con un solo parroquiano y una sola marca de whisky. Todo el Mediterráneo se había erigido ante nosotros por la palabra de Emma, con sus madonnas de Dalí, sus profetas de Sitges, sus meretrices carísimas de Anglada Camarasa, sus nuevos poetas jóvenes y sus ángeles novísimos que pasaban deslizándose entre el agua y el cielo, por ese renglón de claridad y luna que le falta al manuscrito de la noche.

Fueron unos breves días en que ella me explicaba la ciudad y el universo, el universo ciudadano, con la elocuencia de sus manos largas, delgadas y la fe de quien tiene razón, una razón del tamaño de una gran ciudad. Emma era alta y feminista, Emma era escritora y andariega, Emma llevaba un corpiño negro y una falda larga que la empadronaba en el mundo floreal de los hippys mediterráneos. Me llamaba al hotel y me citaba en plazas redondas que eran como el harén de las flores, unas flores como sexos femeninos que perfumaban la ciudad con la fuerza demasiado explícita de su mensaje. Plaza Urquinaona, plaza Real y tantas otras. Los vagabundos universales del has y del amor encendían hogueras de silencio en las esquinas de estas plazas sin esquinas.

De madrugada, me dejaba a la puerta del Ritz de Barcelona, que era mi hotel. Antes habíamos cenado en un restaurante de piso bajo el beneficio de esa gastronomía barroca que mantiene vivos y creativos a los catalanes. A la tarde siguiente falté a la cita porque tenía yo una reunión de escritoras de postguerra, señoras de realismo y visón, en casa de un editor, y no me atreví a meterla en aquel nido de literatura oficial, social y comercial. No la hubieran rechazado a ella, pero quizá ella me hubiera rechazado a mí al conocer la verdad de mi mundo literario. Emma había venido al mundo para hacer la revolución, alguna revolución, la femenina, la marxista o la catalanista. Después de aquella tarde no la vi más. Luego supe que había muerto escribiendo su artículo diario en la cama del hospital, como un hombrecito. Se la llevó un tiempo de cerezas y sólo me queda su escritura verde, azul, párvula y lúcida.