Image: Sade

Image: Sade

Opinión

Sade

27 febrero, 2003 01:00

Ilustración de Ulises

Cuando los revolucionarios tomaron la Bastilla creían haber tomado el cuerpo de la Libertad. Querían hacer la revolución social y a Sade le parecía más importante hacer la revolución sexual

Cuando los revolucionarios tomaron la Bastilla creían haber tomado el cuerpo de la Libertad, pero dentro de aquel caserón no había sino cuatro desarrapados, entre ellos el señor de Sade, marqués y luego duque, que salió de prisión con sus manuscritos, dispuesto a difundirlos al aire nuevo de la guillotina como los libros de Voltaire y Diderot. Los otros querían hacer la revolución social y a Sade le parecía más importante hacer la revolución sexual. Pensaba, como luego pensó Freud, que la clave del hombre está en el sexo, mientras Marx decidía que la clave está en el dinero. Era un humanismo inverso que recorrió un par de siglos creyendo fielmente que el diagnóstico cabal del individuo nos traería el diagnóstico de la Historia y el remedio universal.

El marqués de Sade es un marqués que se cree filósofo, y luego un filósofo que se cree novelista, y luego un novelista que se cree moralista. Su obra magna, Los ciento veinte días de Sodoma, está planteada como el centón de todas las prevaricaciones corporales, pero luego, leído despacio, el libro parece la guía de un Concilio. Es decir, que Sade quiso resumir el caos absoluto de la sexualidad verídica y le salió una especie de congreso de criadores de conejos y asesinos de hembras variadas. El espíritu francés, el espíritu de la Ilustración, el espíritu de Voltaire y Diderot, que viene linealmente desde Descartes, se impone también a la mentalidad de Sade.

Sade es un prisionero, un encarcelado que desde la cárcel y desde la calle se impuso la tarea de ganar la Revolución para el desorden, pero lo hizo en libros aburridamente ordenados, con víctimas y verdugos de cartón piedra cuya sangre derramada no vale nada, pues no es una sangre justiciera o injusta, sino una sangre literaria, conceptual, que nada redime. Entre los muchos personajes de Sade sólo encontramos una mujer medianamente real, sensiblemente viva, sensitivamente rebelde, que es Justine. A Sade, casualmente, le salió Justine con un alma rubia de heroína y no con el alma de tintorería que tienen sus otras mujeres.

Dentro del gran círculo de la Revolución está el círculo personal de la obra de Sade, que quiere una Revolución, asimismo, pero una Revolución tan estricta que no llega al gentío y que sólo con el tiempo llegaría a intelectuales como Simone de Beauvoir, que escribe sobre el marqués tomándole muy en serio. Sade no es sino un afán de desatar la orgía infinita como verdad infinita, pero esa orgía la sistematiza tanto su cartesianismo que la deja seca, parada, muerta, y en sus libros no hay un ápice de verdad narrativa y sí mucha pedantería filosófica con la que pretende igualarse a los genios de la época.

Sade, en fin, es un esnob. Su esnobismo de marqués le lleva a hacer algo para lo que no está preparado. Sade es un Voltaire sin ingenio, un Diderot sin paradoja y un D’Alembert sin talento. Arrastra sus manuscritos por las calles de la Revolución. Estos manuscritos, que son muchos, acabarían en un archivo oscuro de la Biblioteca Nacional de París. A Sade se le ha leído mucho y hasta le hizo una biografía Apollinaire. Todo el mundo busca en él lo que no encuentra. Es decir, ni teoría sexual que lo valga ni orgía de los sentidos en la que encharcarse. Lo que hace respetable y curioso a Sade es su insis-
tencia, su obsesión, su trabajo, su avanzar por un camino cerrado. La crueldad minuciosa domina en sus libros sobre el placer minucioso. Para él era la misma cosa. Con Justine le hubiera bastado para hacer una novelita sentimental y sangrienta que todos hubiéramos amado. Después de miles de páginas trajinando muertos sólo se le escapa, por fortuna para él, una muchachita rubia que está viva y quiere huir. Todos buscamos nuestra Justine para el propio sadismo personal. Sade la encontró y no lo supo.