Manuel Millares
Manuel Millares: Pintura sobre papel (1971)
A comienzos de los 60 llegaban a Madrid los lienzos sangrantes, hechos de grito y arpillera, de Manuel Millares. El nacimiento de los 60 marcó una primera apertura cultural del franquismo que iría laboreando Manuel Fraga con sus cines de arte y ensayo, sus amantes (no las suyas) de arte y ensayo y su consagración de los pintores abstractos, que, como quizá ya se ha dicho aquí, eran todos unos rojos de aúpa, pero ofrecían la ventaja, a la derechona y al Opus Dei, de que la abstracción no permitía pintar señoritas desnudas ni retratos de Marx, dos cosas tan evidentemente realistas que producían la repugnancia de los compradores y el rechazo repentino de los críticos, quienes habían encontrado de pronto una manera de insultar a Franco sin decir ni pintar palabra, una legitimación de la estética pura en nombre de la izquierda, hay que ver qué cosas tiene la política.Por entonces llegaba yo a Madrid, empaquetado de miseria como un Millares, y pude deleitarme de sala en sala con las texturas puramente líricas de Tàpies o Viola. Millares había nacido en Canarias el año 26 y llegó a Madrid hecho un hombre. En 1962 sus lienzos sangraban en todas las galerías de Madrid, y Millares, que era un paletoide canario sobre arpillera mixta, me gustaba a mí más que ninguno de los otros, no sé si por mi tirón de derechas o por mi tirón de izquierdas.
Por entonces remataba Sáenz de Oiza sus Torres Blancas, donde Huarte parece que le dio un piso a Camilo José Cela. Camilo José, aprovechando que estaba Charo en Madrid, nos invitó una tarde a su apartamento a mi señora y a mí. Más que de Sáenz de Oiza, el apartamento parecía una cosa de Salvador Dalí, con sus pasillos derrumbantes y sus laberintos entelados. Era un sitio donde había que sentarse con una pierna fuera y la otra a su caer. Camilo José recibía siempre muy anglosajón, frente a cuatro copas de vino blanco. Yo había pensado divertirme mucho aquella tarde, como otras veces con Camilo, pero pronto advertí que la cosa iba de evitar toda diversión, todo chiste, toda ingeniosidad, todo detalle de buen humor, toda cosa de mal gusto. Se trataba, en fin, de aburrirse anglosajonamente. Se conoce que Cela tenía ese entendimiento del matrimonio. Luego, con los amigos, era otra cosa, como yo tenía bien comprobado. De lo que más me apetecía hablar era de unos cuadros de Millares fechados en aquellos mismos 60 como pósters violentos de lo que sería la década cuando hizo explosión en el 68 y todos nos fuimos a París dejando a Franco completamente solanas con su amigo Carrero, hablando de la batalla de Trafalgar, digo yo. Pero no se pudo hablar nada de Millares, ni siquiera de los precios, qué ordinariez, aunque ya eran fabulosos.
Camilo me explicó a Millares como un paletoide canario que se hacía el paletoide y yo miraba el cuadro que tenía frente a mí, un andrajo de telas duras donde se respiraba algo bovino, toro o buey tirando de un atropo de orejas erguidas, narices ahogantes, cuerdas tirantes como los violines del trabajo. La moda era que aquellos señoritos intelectuales de El Paso pintasen basura estilizada como echándola por las ventanas de El Pardo. Pero Millares no era un señorito jugando a basurero lírico, sino un artista violento y glorioso como Goya que había sublimado el dolor y el esfuerzo, conocidos bien de cerca, mediante unas técnicas donde tema y soporte se confundían o sustituían mutua y periódicamente.
Millares, pues, no era un esnob como los de El Paso que jugase al lirismo de la mierda, sino un campesino guanche que había cogido la mierda con las dos manos y la había labrado en aquel apartamento de rojos y dorados, como una burla daliniana del fin de siglo. Luego, en las sucesivas casas de Cela, no he visto nunca aquellos gloriosos Millares, que siguen en valor. No sé si mi amigo los vendió o los guardó, cansado de tanta abstracción. Nunca quise volver a preguntarle por los Millares, pero ahora que hemos traspuesto el abstracto por razones críticas, comerciales y otras, daría cualquier cosa por tener ante mí, mientras escribo, ese "canto material" nerudiano, esa "entrada a la madera", ese "estatuto del vino", ese "apogeo del apio" que expresan en pintura todo lo que Neruda, ni esnob ni leches, anotó en su gran libro.