Image: Alberto Sánchez

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Opinión

Alberto Sánchez

5 junio, 2003 02:00

Alberto Sánchez: Recuerdo de Melilla (1931)

Alberto Sánchez es un hombre en zapatillas caminando por un pedregal y recogiendo del suelo algunos guijarros que, antes de llegar a casa, se le habían convertido en piedras lunares, en joyas adustas, en milagros

El panadero toledano huye a Moscú cuando el debate nacional del 36 y ya se queda allí para siempre. Muerto Alberto Sánchez, tuve ocasión de hablar con su mujer, que parecía ya más moscovita que toledana, y comprendí que no habían sido completamente felices en Rusia como no se es en ningún sitio. Pero Alberto había conocido la gloria, los estrenos de teatro, donde colocaba magistrales e insólitas decoraciones. Luego viene su identificación con el pueblo ruso, con la política rusa, y allá se queda Alberto, bajo la nieve, cuando la Transición trae a algunos a España.

Son esas vidas desdobladas en dos, como las de los exiliados en América o en Francia. Alberto había llegado a ser un gran artista ruso, pero no hubiera entendido la España actual ni España le entendió a él. Crea un mundo personal no inferior al de Picasso, utilizando siempre sillas, cereales, piedras, chirimbolos, todo lo que tiene a mano, porque Alberto tiende a mitificar. Hace un mito de una piedra y una alusión histórica de una estrella. Su mundo es la materia. Profundizando en la materia de las cosas llega a alumbrarlas en sus raíces y diríamos que de todo puede hacer un ídolo, sólo que no era hombre de idolatrías, sino que incluso del comunismo volvía a la realidad acérrima y abierta de las cosas.

En la fiesta del PC, Casa de Campo de Madrid, Pabellón de los Hexágonos, donde nos reuníamos con Alberti, Carrillo y otros, había a la puerta una gran rueda de hierro ilustrado, dibujado, multiplicado en formas que confluían siempre en la apoteosis serena del círculo.

Allí conocieron muchos visitantes una de las obras más hermosas del panadero toledano, que había aprendido a abrir el alma de la materia haciendo pan, dejando que el pan se enfriase, se endureciese, hasta tener ese relente toledano que tienen las cosas a la orilla del Tajo. Alberto Sánchez se movía entre dos polos: la mística popular y violenta del comunismo y la palabra dura y abierta de las cosas. Como amaba sobre todo esa dureza interior que tiene el planeta, nuestro planeta, y que es lo que le hace ligero, gravitatorio y táctil, a Alberto le fue muy fácil poner todo esto al servicio de la causa política de la realidad.

Había vivido tanto, desde su infancia, la realidad terruñera que necesitaba expresarla con todos los sentidos, y así es como escribió, escribió mucho, siempre una prosa descriptiva, de concreciones inéditas y exigencias de más realidad. La prosa de Alberto es casi difícil de tan minuciosa, de tan cuidadosa, y supone una acumulación de nombres e imágenes involuntarias. Ni el pintor Solana ni ningún otro fanático de la realidad ha llegado tan lejos como Alberto Sánchez. Luego está su recreación surrealista de los objetos cotidianos de una casa campesina, con los que él creaba otra cosa, dentro ya del surrealismo, porque al fin su arte, duro y contumaz, había girado como un astro hasta que le diera el sol blanco de la luna y tantísima realidad se fuera tornando surrealismo, objeto mágico, alusión fría, metáfora indescifrable, misterio. Quizá por ahí principia el arte de Alberto a distanciarse del realismo esencial de sus ruedas y guijarros.

Recuerdo aquellas mañanas, aquellos domingos comunistas de la Casa de Campo, cuando ya todos estábamos bautizados en el ara de hierro de Alberto Sánchez, y cómo aprendíamos con él a mirar las cosas de la Casa de Campo, que ya no eran las cosas de Goya ni de Benjamín Palencia, sino las cosas devueltas a su ser de piedra y palabra por la mano panadera y luchadora de Alberto.

Alberto, aparte sus deslizamientos surrealistas, no fue nunca un esnob de las vanguardias, sino aquel paletoide antiesnob que veía la realidad de piedra del monte como una panadería. Pero su obra ha sido muy interpretada y él la incardinó suficientemente en la mitología comunista como para que adivinemos en su España, que tiene un camino hacia una estrella, al obrero que se vuelve al fin soñador. La viuda de Alberto era ya algo así como una viuda mineral. No había mucha visita que hacerle porque se le adivinaba la conciencia dolida de que a su marido, en realidad, no le habían hecho mucho caso ni en Moscú ni en Madrid. Alberto es un hombre en zapatillas caminando por un pedregal y recogiendo del suelo algunos guijarros que, antes de llegar a casa, se le habían convertido en piedras lunares, en joyas adustas, en milagros.