Opinión

En Wexford

6 noviembre, 2003 01:00

Abandoné la en estos días aburrida Verde Colina y mis rifirrafes con el pesado de Hans Sachs para darme un voltio por la verde Irlanda y conocer un festival pintoresco del que un pájaro del bosque me dijo que es como Bayreuth, pero absolutamente diferente. Existe desde hace 52 años y se desarrolla en la remota localidad de Wexford, situada a 180 eternos kilómetros de Dublín. Las carreteras son infames y el tráfico aún más. El viajero, cuando ¡por fin! llega a Wexford, siente que ha llegado al fin del mundo. El viento arrecia y las nubes campean a sus anchas. Hace un frío que pela y el mar invita a cualquier cosa menos al baño.

Pues ahí, en ese lugar más recóndito que la armonía de Tosca, existe un teatrito minúsculo que parece un cine de barrio de aquellos de doble función y pipas de girasol. Se llama nada menos que "Theatre Royal", y en él se reúne anualmente la flor y nata de la jet irlandesa y muchos curiosos operófilos extranjeros para asistir a unas raras funciones de ópera en las que los más normal que se escucha son obras como Švanda Dudák, de Jaromír Weinberger, o la desconocida María del Carmen, de Granados, que se estrenó el pasado 17 de octubre. Es un sitio con "encanto", como dicen ahora los cursis.

El teatrito de Wexford se siente como una parodia del Festspielhaus de Bayreuth. Apenas 200 personas caben en su platea y en su fosito se apelotonan los músicos como hormigas. La estrechez es tan grande que el director de orquesta tiene que entrar por el patio de butacas, repleto de un público tan arreglado como el de Bayreuth, que parece haber recibido la orden de llevar esmoquin, mientras que los ataviados escotes de las católicas damas irlandesas se adornaban con alhajas que ya quisiera para sí el mismísimo Daland, aunque de los invitados españoles mejor no hablar.

Al salir del teatrito, que da una callejuela de pueblo que por mucho que se llame High Street parece sacada de alguna aldea gallega, me quedé de piedra: ¡Otra vez me encontré como en casa! Poco importaba que no hubiera los prados y jardines que rodean mi Festspielhaus de Bayreuth: la fila de cochazos y chóferes esperando a sus señores era idéntica. Aunque en lugar de escuchar a Isolda o Brunilda acababan de conocer el canto simplón de María del Carmen, que tampoco tiene nada que ver con el genio de su tocaya Carmen.