Image: Gauguin nunca vino a España

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Opinión

Gauguin nunca vino a España

30 septiembre, 2004 02:00

Gauguin pintó este autorretrato en mayo de 1885. hoy se puede ver en la exposición del Thyssen-Bornemisza

Paul Gauguin nunca estuvo en España, ni siquiera cuando era un joven marinero que navegaba por los siete mares, pero más de una vez soñó con venirse a vivir aquí una temporada o quizá para siempre. En los momentos de impasse en su carrera, cuando no encontraba una salida, se ponía a faire chateaux en Espagne, es decir, a levantar castillos en el aire.

España, consagrada por Victor Hugo y Théophile Gautier como el país romántico por antonomasia, era para él la tierra de sus ancestros, los Tristán y Moscoso. Desde la novela reciente de Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina, todo el mundo conoce a la abuela materna de Gauguin, la revolucionaria Flora Tristán, que al pintor le gustaba evocar con sus rasgos típicos de española, con su tez morena, sus ojos ardientes, su melena negra, casi como otra Carmen de Merimée. La hija de Flora y madre de Gauguin, Aline, era apasionada y violenta, decía el pintor, "en calidad de noble dama española". Esas raíces no fueron una leyenda remota para él, sino algo vivido en su infancia en el Perú. Gauguin aprendió allí a hablar español, que fue casi su primera lengua; al volver a Francia le costó librarse del acento hispano.

Hay en la vida de Gauguin un curioso episodio relacionado con España que ha descubierto el erudito Victor Merlhès y que muy pocos conocen. El tutor del joven Gauguin, Gustave Arosa, tenía un yerno, Adolfo Calzado, un periodista español muy bien integrado en los círculos literarios y políticos parisienses. A través de Calzado, Gauguin entró en contacto con un grupo de exiliados españoles, republicanos que tras la entronización de Alfonso XII en 1875 se habían refugiado en París como en otras capitales europeas. Su cabeza visible era Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895), antiguo diputado progresista y conspirador contra Isabel II, varias veces ministro y hasta presidente del gobierno con Amadeo de Saboya. Ahora Ruiz Zorrilla andaba errante de un país a otro, organizando la subversión y financiándola gracias a la fortuna de su mujer.

El caso es que Gauguin comenzó a realizar pequeños servicios para los conspiradores republicanos; trabajos logísticos y de enlace a los que el artista alude en sus cartas veladamente, con mucho misterio. Por ejemplo, el 8 de mayo de 1884 explica a Pissarro que ha hecho un viaje "para la pintura española", y que la cosa no ha salido bien. Ese misterioso viaje ha llevado al pintor desde Rouen hasta Montpellier, en el sur de Francia. Allí, en la última semana de abril, Gauguin y su amigo émile Bertaux (que trabaja en la Bolsa y le ha comprado cuadros) se citan con Ruiz Zorrilla o con un agente suyo que les entregan la notable cantidad de 20.000 francos. Con ese dinero, Gauguin debe elegir y comprar un barco para trasladar a Ruiz Zorrilla a España en el momento en que triunfe la sublevación republicana que se está preparando.

Gauguin cumple su misión. La acción comienza el día 28, cuando el militar de confianza de Ruiz Zorrilla, un tal capitán Mangado, cruza la frontera española con un pelotón de quince hombres, ataca el puesto de policía de Valcarlos y se apodera de las armas. De madrugada, los insurgentes avanzan hacia Burguete para unirse a unas supuestas fuerzas de refresco y hacer estallar la insurrección. Pero un centenar de guardias civiles sale a su encuentro y antes del mediodía, Mangado y sus compañeros han muerto o han caído prisioneros. La revolución fracasa apenas nacida. Entretanto, durante las dos semanas que pasa en Montpellier, Gauguin visita el famoso Musée Fabre de la ciudad y tiene tiempo incluso de pintar allí una copia de un cuadro de Delacroix.
Si la insurrección de Ruiz Zorrilla hubiera triunfado, la aventura de Gauguin en Montpellier habría pasado a la historia como el famoso episodio del De Havilland "Dragon rapide", y quizá el barco adquirido por el artista estaría hoy expuesto en nuestro Museo del Ejército. En todo caso, aquella fue sólo una de las misiones secretas que Gauguin llevó a cabo por encargo entre 1883 y 1886 (hubo por ejemplo, un famoso viaje a Londres en septiembre de 1885) y donde probablemente se mezclaban, por lo que sugieren las cartas del artista, los ideales políticos y la perspectiva de beneficio económico.

España como salida imaginaria volverá a aparecer en un momento especialmente duro para Gauguin; en el invierno de 1885-86, que el pintor pasa en París en la más absoluta miseria, con su hijo Clovis, de seis años. Cuando el niño cae gravemente enfermo, Gauguin se ve obligado a aceptar un empleo en una empresa publicitaria, la Société Anonyme de Publicité Diurne et Nocturne, que controla los carteles en estaciones de tren, columnas y kioscos callejeros. Después de tres semanas de trabajar pegando carteles en la calle, el director de la empresa descubre que aquel tipo puede dar mucho más de sí y le nombra inspector con un sueldo algo más decente. A partir de aquel incidente afortunado, Gauguin comienza a fabular un brillante porvenir de éxito empresarial. En sus cartas a su mujer le explica con entusiasmo que la compañía se dispone a abrir una sucursal en Madrid, de la cual le nombrarán director. Lástima que esa sucursal madrileña nunca llegara a fundarse.

La última tentación española de Gauguin nos traslada a un escenario muy lejano: a su última residencia de las Islas Marquesas. En el verano de 1902, pocos meses antes de su muerte, el pintor escribió a su mejor amigo, Georges-Daniel de Monfreid, confiándole su proyecto de volver a Europa e instalarse cerca de él en el sur de Francia, "libre de ir a España a buscar algunos elementos nuevos. Los toros, los españoles de cabellos pegados, todo eso está hecho, archi-hecho: pero tiene gracia que yo me los figuro de otra manera". En su carta de respuesta, sin embargo, Monfreid intentaba quitarle a Gauguin de la cabeza la idea del regreso: "Es usted ese artista inaudito, legendario, que desde el fondo de Oceanía envía sus obras desconcertantes, inimitables, obras definitivas de un gran hombre por así decir desaparecido del mundo. [...] ¡No debe usted volver! Goza usted de la inmunidad de los grandes muertos, ha entrado usted en la historia del arte". El regreso de Gauguin era ya una absoluta imposibilidad. Pero me tienta imaginar que el pintor hubiera podido vencer todos los obstáculos y venirse temporadas a España a descubrir cosas nuevas y a interpretar de nuevo lo de siempre. Me divierte y a la vez me horroriza imaginármelo yendo a los toros en Sevilla del brazo de Zuloaga, o bebiendo y escuchando flamenco con Iturrino, o pintando gitanas como antes pintaba tahitianas, gitanas coloristas del Albaicín con Echevarría o incluso tenebrosas gitanas cordobesas con Romero de Torres.