Image: El intelectual filotiránico

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Opinión

El intelectual filotiránico

por Enrique Krauze

14 octubre, 2004 02:00

La luz que se apaga, de José María Sicilia, se expone en la Galería Joan Prats de Barcelona

Mark Lilla es un rara avis en el confuso panorama intelectual contemporáneo: un heredero de los enciclopedistas franceses, la Ilustración inglesa y el humanismo alemán -absolutamente versado en las tres culturas-, pero formado en Harvard, donde fue discípulo distinguido del sociólogo Daniel Bell; un intelectual inmerso en el estrecho mundo de los especialistas académicos, que todavía cree en la necesaria vinculación entre la filosofía y la vida pública...

...un pensador inmune a la pirotecnia verbal del posmodernismo, que busca en los temas políticos la verdad objetiva; un liberal clásico que milita contra el relativismo moral y reivindica el lugar de las instituciones democráticas, el papel de la tolerancia, la necesidad del Estado de derecho y las libertades cívicas.

La obra más reciente de Lilla, Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política, evoca y analiza la trayectoria de varios influyentes pensadores que sucumbieron, en distinto grado, a la fascinación del poder totalitario, sus líderes carismáticos o sus mesiánicas ideologías. El libro está integrado por seis ensayos independientes, referidos a Martin Heidegger (en la mirada de Karl Jaspers y Hannah Arendt), Carl Schmitt, Walter Benjamin, Alexander Kojève, Michel Foucault y Jacques Derrida. El sugerente epílogo, "La seducción de Siracusa", unifica los seis textos y propone una explicación a esa misteriosa y, por lo general, desafortunada atracción que Lilla llama "filotiranía". Los dos primeros ensayos se refieren a la filiación nazi de Heidegger y Schmitt. El resto narra la influencia casi irresistible de la otra corriente totalitaria, el marxismo, y la huella profunda que en los últimos decenios del siglo dejaron Hegel, Nietzche y el estructuralismo.

Salvo Karl Jaspers, que mantuvo con firmeza inalterada sus convicciones humanistas en medio de la barbarie nazi y rompió de manera tajante con un amigo Martin Heidegger (en "cuya mente se había deslizado un demonio"), y Hannah Arendt (la más lúcida y clarividente analista del totalitarismo, a pesar de haber sido discípula y amante de Heidegger, cuya amistad cultivó toda la vida), el resto de las figuras intelectuales que aborda Lilla, se involucró "irresponsablemente" en el vértigo político de su tiempo. A todos los caracterizó una falta de autoconocimiento y humildad. Lilla aduce que la seducción de la tiranía se explica menos por la acción del seductor que por la recepción del seducido. Hay un tirano agazapado en todos nosotros, un tirano que se embriaga con el eros de su yo proyectado hacia el mundo y que sueña con cambiarla de raíz. [...]

Por desgracia, muchos intelectuales del siglo XX tomaron caminos distintos. Integran lo que Lilla llama el "coro filotiránico", en el que pudo haber incluido a autores ingleses como H. G. Wells, que admiró a Stalin, americanos como Ezra Pound, que sirvió a Mussolini, o algún rapsoda de los dictadores de derecha o izquierda, como ha habido tantos en Latinoamérica. Prefirió estudiar a un grupo más perturbador, el de los filósofos franceses y alemanes. La filosofía política, apunta, fue muy poco cultivada en la Francia de la posguerra (los lectores franceses apenas advertían en la tenue línea que divide la historia y la filosofía), lo cual explica al filósofo engagé o comprometido, que se consideraba autorizado y aun llamado a opinar y actuar en la política de su país, o a sentirse guía del mundo entero (Sartre). En este caso, Lilla generaliza un tanto, y sólo menciona de paso al elenco contrario, el del intelectual antitiránico al que pertenecen André Gide, Raymon Aron, Merlau-Ponty, Julien Benda, Albert Camus, entre muchos otros. En Alemania, aduce con mayor sentido, se dio un fenómeno contrario, pero no menos maligno: la introspección espiritual, el mundo intelectual encerrado y protegido de las universidades, privó a los filósofos de la posibilidad de jugar un papel sensato en la política. Por eso Lilla está de acuerdo con Habermas: los intelectuales alemanes no pecaron de demasiada política sino de demasiada poca; debieron haber entrado resueltamente al terreno del discurso político democrático para contribuir a "la construcción de la esfera pública abierta que, en lo político y cultural, Alemania necesitaba". Con todo, también en el caso alemán hay varias excepciones, sobre todo una importantísima: Max Weber. [...]

Todos los casos que aborda el libro son apasionantes, en particular el de Carl Schmitt -teórico del derecho y funcionario del régimen nazi-, adorado en su tiempo por la derecha radical alemana. Apenas sorprende que sus acólitos de hoy sean los frenéticos de la izquierda radical alemana, francesa o norteamericana. Ambas corrientes buscan desenmascarar al liberalismo como el sistema que en el fondo representa la ley del más fuerte. Schmitt declaró que el principio básico de la política es la distinción de los enemigos, "el otro, el enemigo". ("Distinguo ergo sum"), y que frente a esa definición, el gobernante debe ejercer la autoridad abierta y arbitrariamente (decisionismo). Hoy es Derrida quien proclama su admiración por Schmitt. Por encima de los siglos, los extremos totalitarios se tocan.

La inclusión de Walter Benjamin es extraña. No fue un filósofo de la política, sino uno de los mayores críticos literarios y culturales de Occidente, cuya obra -salvo algunos textos sueltos sobre la URSS- no corresponde al género "filotiránico". La generación de los sesenta veneró sus Iluminaciones, sus textos sobre Proust, Kafka, Klee, sus ideas del flaneur, la fotografía y París como "capital del siglo XIX". Esa admiración persiste, con sobradas razones. En todo caso, Benjamin es el caso más trágico, el único verdaderamente trágico, del libro. Su amigo Gershom Scholem lo entendió mejor que nadie: "Benjamin era un teólogo extraviado en el reino de lo profano".[...]

El análisis más pertinente del libro para nuestro tiempo trata la figura contemporánea de Jacques Derrida (nacido en 1930), el filósofo que ha dedicado buena parte de su vida a la "deconstrucción" del legado humanista occidental que despectivamente llama "logocentrismo". La explicación histórica de Lilla parte del estructuralismo: aparece en la Francia de la descolonización y se manifiesta en un sentimiento de culpa por los pecados de Argelia. Algunos intelectuales franceses echan por la borda la tradición occidental tachándola de "eurocentrista". Así nace el relativismo moral y el "antihumanismo radical de Derrida". ¿Puede uno tomar en serio a Derrida? La respuesta es sí. [...]

La situación del intelectual a principios del siglo XXI no es halagöeña. Es casi imposible dialogar con el "coro": sus premisas nihilistas, relativistas y cínicas -el discurso sobre el orden liberal caduco y opresivo- impiden la comunicación. (Basta leer las opiniones de Derrida y Baudrillard sobre el ataque a las Torres Gemelas, "el júbilo prodigioso de ver a la superpotencia destruida"). Por otra parte, asistimos a la desaparición del intelectual tradicional, creador de grandes diseños e ideas (del corte de Bertrand Russell, Ortega y Gasset, George Orwell, Isaiah Berlin, Karl Popper, Octavio Paz). ¿Qué queda? ¿Quién queda? Lilla confía en la supervivencia de la "tenue corriente liberal" asociada a Tocqueville.

[Pensadores temerarios, de Mark Lilla, aparece la semana que viene en Debate