Image: La muerte del crítico

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Opinión

La muerte del crítico

por Constantino Bértolo

22 diciembre, 2004 01:00

El Museo de Arte Abstracto de Cuenca muestra una selección de acuarelas de Kandinsky, como esta Composición IV, de 1911

En la tradición humanista y romántica la lectura de las obras literarias se considera una especie de dialogo de intimidades en el que la vida interior del lector entra en contacto directo con las verdades superiores que el texto del autor encarna. Desde esta consideración es fácil entender la general sospecha que recae sobre la figura del crítico, pues éste no deja de ser un "entrometido" molesto que interrumpe tan sublime coyunda entre el "ser libre" del lector y el "quehacer libre" del autor.

El único crítico aceptable sería el que limitase su presencia a bendecir (bien decir), ensalzar y levantar acta de tales esponsales al modo de los sacerdotes católicos en el sacramento del matrimonio. Cualquier otro crítico con distinta pretensión será acusado de arribista, impostor, eunuco o monaguillo. Tres clases de "entrometidos" podemos encontrar: catadores, guardianes y tribunos. Los primeros pretenden tan sólo dar cuenta de su gusto y no argumentan sino que enumeran y describen sensaciones e impresiones. Dado que el gusto no es tan personal como creen, estos críticos suelen traducir y reafirmar con mayor o menor capacidad expresiva el gusto dominante. Es el tipo de crítico que se define y delata usando expresiones como "me sumerjo sin prejuicios en el texto" y su tropa constituye el grueso de la palestra crítica.

Los guardianes son más escasos. La fuente de legitimidad de la que se reclaman es la Literatura, y su tarea vendría marcada por la obligación de mantener el nivel de exigencia señalado por las mejores obras y autores de la literatura universal. Su vara de medir es la excelencia, y ésta a su vez vendría determinada por los logros formales, éticos y estéticos que la propia historia literaria ha venido conformando. El crítico guardián no habla desde su gusto sino desde un criterio que se quiere impersonal y endógeno, en cuanto que sería la propia literatura la que sostiene su autoridad. Alcanzar su estatus requiere conocimiento del campo, de la historia de la literatura, y un bagaje técnico a la altura del empeño. Un suma que los hace escasos y deseables, si bien sus conflictos con los medios (su sentido de la exigencia suele chocar con la conveniencia informativa) los convierte en una especie en vías de extinción. Se les reconoce fácilmente por su recurso a un lenguaje objetivo, rotundo, sólido y un tanto categórico. Los que denominamos tribunos, en clara relación con los "tribunos de la plebe" de la antigua Roma, no existen en nuestro espacio literario. El tribuno juzga aquello que se hace público (y la literatura es discurso público), lo relaciona con el bien común y desde esa perspectiva evalúa y juzga la salud de las obras que las editoriales ofertan. El tribuno encarna la defensa de los valores de la comunidad, se siente legitimado y responsable ante la "polis" y por eso su crítica es crítica política. No trasvasa o solapa -ese es su riesgo y acaso su tentación- lo político a lo literario, sino que encuadra los textos literarios en el contexto inevitable de ese vivir en común donde los textos se producen, circulan y consumen.

Estas tres categorías, en la práctica cotidiana, en el mundo de las revistas y suplementos literarios, aparecen con perfiles confusos, de aliño, de patio de vecindad. Rasgos de cada uno de ellos se cruzan y entrecruzan y no faltan ejemplos del catador que cita a Steiner a troche y moche ni del guardián que se deja llevar por la exaltación lírica, ni de falsos tribunos que confunden lo político con las buenas intenciones. No es de extrañar por tanto que nuestra crítica aparezca como una servicial institución mercantil que, en su mejor versión, expende certificados de homologación, y en su peor papel -el más abundante- se limita a realizar trabajos de publicidad encubierta bajo su "noble" apariencia de actividad "estética e independiente".

Mas de pronto esta arcadia se altera y la "natural" normalidad se rompe cuando, a modo de carta abierta a la comunidad literaria, el crítico Ignacio Echevarría plantea su caso. Veamos la historia: en pleno reinicio de la temporada literaria aparece en Babelia, el suplemento del diario El País, una reseña del crítico Ignacio Echevarría -crítico que inmerecida o merecidamente ocupa una posición referencial en lo que atañe a la narrativa en lengua castellana- sobre la traducción al castellano de la última novela, El hijo del acordeonista, del escritor Bernardo Atxaga -quien inmerecida o merecidamente ocupa una posición referencial en la literatura en euskara-. La reseña contiene una descalificación rotunda y contundente de la novela en base a dos argumentos que se despliegan entrelazándose: una escritura blanda para una visión blanda de la conflictiva realidad vasca, entendiendo por blando aquella cualidad que tiende a teñir de suavidad lo áspero y a travestir de esencia lo concreto, haciendo sobreactuar lo idílico en detrimento de lo dialéctico. Juicio al que la reseña llega desarrollando, dentro de los límites del género, las necesarias pruebas. Una reseña que desde el propio periódico ha sido calificada como arma de destrucción masiva, con sus correspondientes efectos colaterales que malamente se entenderían si se olvidaran las circunstancias nada circunstanciales que conforman el contexto: el hecho de que el libro de Atxaga aparezca en la editorial Alfaguara, perteneciente al mismo grupo empresarial que el periódico donde se hospeda el suplemento; el hecho de que con esta edición el grupo empresarial "fichaba" al escritor -símbolo de la cultura vasca, y el hecho nada baladí de que la línea política de este importante grupo empresarial y mediático viene proponiendo una vía de salida al conflicto armado que implicaría su reinterpretación- discutible, y con la que el crítico evidentemente discrepa- en clave de indeseada secuela psicológica y política de la guerra civil española.

A partir del momento de la aparición de la reseña, se producen distintas reacciones en diferentes ámbitos, ocultas algunas de ellas hasta el momento en que la carta abierta del crítico las pone encima de la mesa. Por un lado el periódico desplegaría un espectacular "desagravio de papel" que en si mismo ya suponía una fuerte desautorización del crítico. Por otro congelaba -"retenía"- sus colaboraciones sin explicaciones previas y ad calendas graecas, en lo que suponía un verdadero acto de censura perfectamente visualizable para el entorno, sin que ello pusiese en marcha movimientos de apoyo o denuncia entre los actores del campo literario salvo contadísimas excepciones. Muy al contrario, en diversos medios culturales de Euskadi se abundó en la descalificación ad hominem del crítico achacándole ideas parafascistas o torvas intenciones conspirativas, coincidiendo así, en su indignación y condena, con los gestores de los intereses mediáticos, políticos y empresariales del grupo Prisa. Más sorprendente resulta tal coincidencia si se toma en cuenta que, dejando aparte cuales sean las posiciones políticas del autor, la mirada pastoral e idílica que el crítico achaca con razón al texto no deja que por ningún lado asome en la novela ni la lucha de clases ni el depredador desarrollo de las fuerzas productivas ni cualquier otro elemento que permita hallar en la representación de Obaba/ Euskadi una mirada de izquierdas, salvo que, como en efecto sucede, cualquier denuncia del fascismo, pasado o presente, otorgue a cualquiera una patente de izquierda.

En mi opinión, es la suma de estas tres circunstancias "agravantes" lo que provoca la explosión de ese arma de destrucción masiva -esta sí- que los empresarios y sus capataces poseen en sus arsenales y no dudan en utilizar cuando su territorio se ve seriamente amenazado o contrariado: el cese de la actividad laboral del díscolo. El problema de Ignacio Echevarria como crítico no fue el tono de su reseña, coherente con su reconocida condición de crítico "guardián", pues aunque en ocasiones pudiese resultar molesto para el periódico, tal incomodidad se veía compensada por la alta dosis de credibilidad que le transfería. Ni siquiera creo que haya que buscar las razones del despido -pues de un despido por "silencio administrativo" se trata- en el choque de intereses internos que hacen que la empresa se vea en la tesitura de ser víctima y verdugo, pues la contradicción, como la doble moral en el político, puede fácilmente rentabilizarse. Tampoco entiendo como casus belli el hecho de que el crítico transparente determinada posición política respecto al conflicto armado en Euskadi, pues en el propio periódico se han venido haciendo públicas posturas divergentes al respecto. Lo que les ha parecido intolerable a los propietarios de los medios de producción y expresión de las palabras de la tribu es que el guardián de la exigencia literaria abandone su parcela "autónoma" y se atreva, llevado por su rigor crítico, a meterse en el papel del tribuno que denuncia lo que entiende como un discurso narrativo peligroso para la salud moral y política de la comunidad. Lo que no toleran es que nadie les arrebate el usufructo de las palabras e historias colectivas. Al fin y al cabo, ellos son los que invierten en la Bolsa de los significados, y suyos deben ser los dividendos semánticos. El crítico cruzó la linde de una propiedad que no se puede franquear impunemente.