Opinión

Amigos, soy yo mismo

por Andrés Trapiello

8 septiembre, 2005 02:00

Hace unos meses, el 23 de abril de 2004, empecé a publicar en La Vanguardia un diccionario personal que me había entretenido en escribir, por gusto y curiosidad, durante once meses, desde el 17 noviembre de 2001 al 17 de octubre de 2002. El mismo 23 de abril, horas después de publicada la primera entrega, aparecía en cierto foro de internet el comentario de un confidente.

A esa intervención siguieron otras fulminantes y desfavorables con el proyecto. Internet es un lugar extraño, curioso y desasosegante. Por lo que pude observar, los socios de ese foro, diez o doce y siempre los mismos, intervenían de una manera languideciente una o dos veces por semana. El mismo día 23 de abril, decía, algunos de estos avezados foreros, con la autoridad que les concedía su veteranía en el club, se precipitaron a dar la noticia y colgaron sus pareceres, con apostillas en general reticentes y hostiles. Hubo incluso quien aventuró la hipótesis bastante insidiosa de que ese diccionario era un trabajo alimenticio al que no debía prestársele la menor atención.

Nunca hasta entonces había intervenido en ningún foro, y ya que no defenderme, quise puntualizar alguna de aquellas suposiciones caprichosas. Mi irrupción quería ser amable, incluso bien humorada. Empezaba así: "Carta a los aforados: Amigos, soy yo mismo", y explicaba cuál había sido la génesis de esa labor palabrista y cuánto distaba de ser, como lo maliciaban, un trabajo improvisado o atropellado, "alimenticio", etc., y me despedía prometiendo no volver a irrumpir en aquella tertulia.

Se armó un gran revuelo. Quiero decir, no es que intervinieran doscientas personas, sino que lo hizo la docena de siempre, sólo que al mismo tiempo, sin dejar pasar entre sus comunicados semanas o meses. "¿Será él? Me temo (o pienso) que estamos ante una falsificación", afirmó el primero. Otro hacía un análisis filológico de mi carta y concluía que no podía ser mía por muchas razones, todas bastante razonables. Otro, o el mismo, ya no me acuerdo, confesaba que ni siquiera había podido concluir su lectura, "porque el estilo de T. es más sencillo, con más humor y no tan cursi". Recordé aquellos concursos de imitadores de Charlot que se pusieron de moda en los años veinte y a los que, según se decía, el propio Chaplin solía presentarse disfrazado como todos con su bombín, su bigotito, el bastoncito juncal y los andares de oca, y en los que era indefectiblemente relegado a posiciones subalternas.

La cosa duró una o dos semanas, y alguno de los tertulianos, indignado, exigía que se me dieran algunas collejas por ser tan burdo haciendo mixtificaciones, y concluía con cierta impaciencia: "En fin, sigamos a lo nuestro", aunque sin evitar que otro, intrigado o receloso, interpelara al moderador del foro para que autentificase mi mensaje o lo descalificara para siempre, atajando el revuelo que traía desazonado al sínodo de partidarios y detractores.

Y aquí quería llegar. Insisten en esas asambleas de internet, y a menudo se lo han hecho saber a uno algunos. Aseguran que las historias que aparecen en este Salón de pasos perdidos como reales y verdaderas han sido fantaseadas y no pueden ser consideradas más que como ficticias, lo que a muchos les ha dado pie para considerarlas falsas de arriba abajo. Una ilustre profesora, con patente desdén, creo, los ha llamado "diarios de laboratorio", o "escritura profesional", para distinguirlos de los diarios íntimos, más importantes a su juicio. Esa misma persona cree que es "la inmediatez del presente profesional la que determina el contenido" de los diarios, así como la decisión o pensamiento de publicarlos cuando se están escribiendo lo que les distingue de aquellos otros escritos en el "ámbito de la intimidad", o sea, escritos "para uno mismo", sin ánimo de sacarlos a la luz...

Si yo no he entendido mal, esa profesora sostiene que el presente es "profesional" (quizá quiso decir periodístico), y el pasado, "literario", cosas ambas muy erradas, desde mi punto de vista. En la vida todo es memoria y en literatura todo es intimidad. Podrá haber grados en una y en otra (recordar a medias o mal; velar más o menos nuestros sentimientos y pensamientos, de una manera explícita o implícita), pero no categorías distintas, y así un diarista, anotando algo sucedido el día anterior, ejercita su memoria lo mismo que quien la aplica a sucesos ocurridos medio siglo antes, y está harto probado que hay escritores más imprecisos recordando lo sucedido la víspera, y más confusos o falsarios, que otros volviendo a remotos sucesos del pasado, o quienes son superficiales tratando con pedantería lo que creen profundo, o quienes se levantan a lo más alto sin salir de la corteza de las cosas. Lo ha señalado uno muchas veces: el diarista es un memorialista sin fermentar, y acaso por eso decía hace años que eran los diarios a la vida lo que el yogur a la dieta, un lujo de las literaturas desarrolladas. Como sucedió en Montaigne, todo escritor es la materia de su libro, y todo libro es la parte visible de una intimidad. Aunque, hablando de estos diarios y dicho sea de paso, podría uno enmendarle la plana incluso al señor de la Montaña, diciendo que, al menos en mi caso, "los otros, mucho más que yo, son la materia de estos libros". Aunque también para uno mismo, tanto como para los otros, están escritos y publicados. En este negociado los trayectos son siempre de ida y vuelta, y las ideas, dobles y complejas.

C uando uno dice que escribiendo estos diarios está escribiendo una novela, no engaña a nadie. Novela son vidas sin enredo, en el enredo natural de la vida. Cuando asegura que esa novela se parece mucho a su vida, aunque no sea exactamente su vida, tampoco engaña a nadie; y cuando sostiene que la naturaleza de estas páginas es la intimidad, menos aún, teniendo en cuenta que es ese de la intimidad el ámbito en el que quiere que se manifiesten todas y cada una de sus confesiones, reflexiones y soliloquios. Y aún más, aspiran estas páginas a ser vida en sí misma, con vida propia, rincón de confidencias y tránsito de confidentes en el sueño imposible de que algún día se deshagan como el aire, por mejor circular entre sus lectores. Comprendo que uno es poco profesional, contra la opinión de quienes se empeñan en la tontísima pureza de los géneros, y que los libros que va escribiendo tienen las mil leches de los perros sin raza. Sí, llegados a un punto ya no sabe uno si él es el eco de unos pasos o si él es el perro callejero al que esos pasos asustan. No importa el género de un libro, y los libros son lo que quiere que sean quien los escribe, y otros vendrán que acaben haciendo canónicos todos estos inarmónicos y contrahechos centones. Se verá cuando haya pasado el tiempo, y por tesis doctorales no va a quedar la cosa, que le van a llover a uno como golosas rosquillas de Castilla, si acaso no le llaman también algún día a uno los mandarines del Comité Central para abrir cátedra con ellos en la China. Y si no hay nombre exacto para estos libros, ni género preciso, ya lo encontrará alguien, oh diarivelas mías, ay novelarios de mis entretelas, seguramente cuando hayan dejado de escribirse y lleve uno una buena temporada criando malvas en el cementerio.

A estas alturas, y teniendo en cuenta que uno ni siquiera es capaz de convencer a seis o siete secuaces de que él es real, encontrando de pacotilla su bombín, su bigote y sus andares mecánicos, lo que menos le preocupa es que alguien considere las cosas que él viene escribiendo ficticias, verdaderas o falsas, de profesional o de aficionado, de primera categoría o de segunda.

[Salón de pasos perdidos lo publica Pre-Textos]