Opinión

De la responsabilidad crítica

por Andrés Sánchez Robayna

15 diciembre, 2005 01:00

El problema, por supuesto, no es nuevo, pero se ha agudizado en los últimos años hasta límites ya casi insoportables. Tampoco puede decirse que lo ignore un sector concreto (casi siempre el más joven) de nuestros críticos y del profesorado universitario español. Y, sin embargo, parece haber tomado carta de naturaleza entre nosotros. Es preciso que todos seamos muy conscientes de él, y proceder en consecuencia.

El problema puede describirse (brevemente) del siguiente modo: una parte considerable de nuestros conceptos acerca de la historia literaria española -una parte mucho mayor de lo que quisiéramos reconocer- son conceptos heredados y raramente puestos en cuestión. Se aceptan y se transmiten sin más, de manera acrítica, sin ser objeto de la más pequeña criba intelectual y sin que en la transmisión se prevenga a lectores y a estudiantes acerca de su carácter de "construcción" crítica y, por tanto, acerca de la necesidad ineludible de adoptar frente a ellos las necesarias precauciones. Así, ha acabado por instalarse en nuestras aulas y en muchos de nuestros textos de crítica y de historia literaria no la conciencia crítica sino el peso muerto del lugar común, una secuencia interminable de estereotipos y clichés cuya función no parece ser otra que la de no tener que pensar.

Es evidente que muchos de nuestros conocimientos se deben al esfuerzo y al estudio realizados por diferentes especialistas a lo largo de los tiempos, y que resulta imposible no "aceptar" lo que otros han tenido ocasión de examinar con calma y con suficiente competencia. Lo que no tiene sentido alguno es que transcurran los años y que, lejos de actualizar esos conocimientos, la crítica y la historiografía se limiten a repetir una serie de categorías y valores que parecen ya casi inamovibles. "Es aterradora la capacidad de repetición mecánica que arrastra el mundo académico español", decía hace algún tiempo una voz verdaderamente crítica. Desde Rodríguez Moñino deberíamos saber distinguir entre "construcción crítica" y "realidad histórica". Pero da la impresión de que esta última ha dejado de interesar. En un estimulante ensayo de 1957, "Ser y valer: dos dimensiones del pasado histórico", Américo Castro lo expresó con claridad: "La historiografía no puede cobijarse bajo una cúpula, rica de conceptos fijos y unívocos, al menos cuando se aspira a hacer ver el pasado como una estructura y en una perspectiva de valor".

En este preciso contexto, tiene una significación especial el recién aparecido libro del hispanista Andrew A. Anderson El veintisiete en tela de juicio (Gredos), un libro que se atreve a cuestionar toda una tradición crítica e historiográfica y que no sólo resulta convincente sino que también puede ser considerado, entre los estudios recientes acerca de la literatura española, un modelo de responsabilidad crítica. Hace ya tiempo que la noción "Generación del veintisiete" -antes, incluso, de que Bergamín hablara de ella como "Generación del veintisiete, S.A."- viene siendo objeto de actitudes críticas más o menos escépticas. Otro hispanista, Serge Salaön, hizo ver hace años que se trata de "une apellation mal contrôlée". Algunos de los propios poetas de la presunta "generación" discutieron este nombre, y no faltó (es el caso, por ejemplo, de Jorge Guillén) quien cambiara de opinión drásticamente acerca de la pertinencia de esa categoría. Pues en toda una categoría histórico-crítica ha acabado por convertirse lo que al principio había sido ni más ni menos que un gesto de autoafirmación literaria de un grupo de poetas jóvenes (la Antología de 1932 de Gerardo Diego). Desde entonces hasta hoy, tal noción se ha convertido en una suerte de dogma crítico y académico, cuya monótona, abusiva repetición por investigadores y profesores ha hecho que alcance el rango de un principio historiográfico casi inamovible.

El libro de Anderson demuestra con datos y con argumentos muy sólidos que el concepto "generación del veintisiete" es una "construcción" crítica discutible desde su misma raíz, y que no podemos seguir haciendo uso de ella si queremos ser justos con un segmento de la historia literaria española (especialmente el período 1918-1936) hasta hoy muy deficiente e insuficientemente enfocado. La del "veintisiete" es una noción que traiciona (por exclusivista) a toda una época literaria; reduce a la nada a movimientos (como el ultraísmo y el creacionismo) que están en la base de la poderosa renovación de la literatura española de esos años; empequeñece el significado del vanguardismo como actitud estética; condena a la inexistencia, o casi, a grupos y autores geográficamente "excéntricos" y, por si fuera poco, ha sido casi siempre examinada de espaldas al proceso de formación y desarrollo del "Modernism" europeo.

La conciencia de la necesidad de modificar esa pobre situación crítica ha inspirado algunos intentos fallidos de reencauzar las cosas (cabe recordar aquí solamente la antología Poetas del 27. La generación y su entorno, publicada en 1998 por la benemérita colección Austral). Pero es tal la inercia de la tradición crítica y de la pesada maquinaria de su "institución", que tardaremos aún años en ver una nueva y más fiable historia de ese período literario. ¿No demostró hace poco un joven investigador, Domingo Ródenas, que lo ocurrido con el caso del ensayista Antonio Marichalar debe hacernos reflexionar a todos? No se trata de rebajar la importancia de Guillén y de Lorca, de Aleixandre o Cernuda, de Alberti y de Salinas, sino de interesarnos de verdad por la "realidad histórica" de la literatura de los años veinte y treinta, una realidad mucho más amplia de lo que creen quienes reducen la poesía española de esos años a los diez poetas canónicos de la supuesta "generación". Tampoco se trata de afirmar que Pedro Garfias, Antonio Espina, Rafael Lasso de Vega o Pedro García Cabrera deberían desplazar o sustituir a aquellos otros nombres, y menos aún de ninguna tarea "igualadora" de libros y de autores. Pues lo mismo que es obligación de la crítica y de la historiografía conocer la realidad histórica e interpretarla, también constituye una de sus funciones principales no renunciar al juicio estético. Pero sólo podrá hacer esto último con pleno conocimiento de la historia.

Es inútil recordar aquí que también la crítica y la historiografía literarias están sometidas, por supuesto, a la mutación (las mutaciones) que sufre toda empresa humana. Deberíamos interesarnos, sin embargo, por la extraña perduración de sospechosos estereotipos sólidamente instalados en nuestra crítica y nuestra historiografía literaria. Cabe preguntarse (cabe que el lector se pregunte) qué otras categorías bajo la especie de clichés están formándose en el presente acerca de la literatura de hoy. Nuestra obligación es pensar y debatir. Con razón (y con ironía) escribió hace mucho el admirable Lichtenberg: "Cada diez años hay que mandar revocar la propia filosofía".