Opinión

Ayala un caballero cervantino

por Andrés Amorós

9 marzo, 2006 01:00

En el verano de 1968, hace ya -¡ay!- más de 35 años, mantuve una larga conversación con Francisco Ayala, que se publicó en la "Revista de Occidente" de ese mismo año. En su casa de Madrid, a un paso de la Cibeles, charlamos con calma sobre la literatura, su función en la sociedad de masas, su propia obra... Al preguntarle entonces sobre la conexión entre sus diversas dedicaciones literarias me señaló su profunda unión y cómo elegía, en cada caso, la forma más adecuada para su propósito expresivo. Insistí yo en cuál de los campos le interesaba más y él, sabiamente, alteró un poco la pregunta para darle una respuesta rotunda:
"Si cambiásemos el enunciado de su pregunta y ésta fuera sobre qué manifestación me parece más valiosa, me procura mayor placer y, en fin, me promete cierta perennidad, yo diría que la creación literaria imaginativa, pues sus estructuras son capaces de preservar un sentido esencial y, en alguna manera, desligado de las circunstancias concretas. No vacilo en confesarle que me siento ante todo y sobre todo creador literario, y en ello me he mantenido fiel a mi primera vocación".

Me ha parecido interesante recordar ahora esta declaración, cuando cumple Ayala cien años. Nunca ha sido él políticamente correcto, siempre se ha opuesto a los lugares comunes sobre el exilio, el compromiso del escritor o las agrupaciones regionales de la literatura.

Bueno sería, así pues, que estas conmemoraciones se centraran en su obra literaria y que las principales intervenciones las desarrollaran los que saben de eso, que los hay y muchos, dentro y fuera de España, y no políticos o figuras que no han publicado nada relevante sobre Francisco Ayala.

En algún momento, sobre todo a partir de un inteligente estudio de Hugo Rodríguez-Alcalá, se planteó la conexión de Ayala con Quevedo y Valle-Inclán, con la deformación grotesca de la realidad. Como señaló certeramente Pedro Laín, su línea es no es ésa, sino la de Cervantes. Por eso, parecía vocado para el premio Cervantes, que se le otorgó con justicia en 1991.

Si buscamos una palabra para definirlo, muchos coincidiremos, probablemente, en ésta: "lucidez". Ayala no se hace ilusiones sobre el mundo que le ha tocado vivir. En sus relatos podemos hallar una meditación sobre la España contemporánea, sin duda, pero su punto de vista no es nunca localista ni limitado. Advierte los aspectos atroces de nuestro país, de nuestra tiempo, pero también los de la condición humana, en general. Por eso ha recordado el lema clásico: "Homo homini lupus".

Si aceptamos la hermosa tesis de Pedro Salinas de que por debajo de los distintos argumentos, cada gran creador se define por un tema esencial, básico, ¿cuál sería éste, en el caso de Francisco Ayala? Hace años, Marra-López destacó, en su obra, los temas de España, el intelectual en el mundo de hoy y la situación del escritor español en en exilio. Estelle Irizarry, por su parte, apuntó a la autocrítica, la novela "ejemplar", la temática negativa, el animalismo del ser humano, los juegos de perspectivas...

Muchas veces he señalado yo sus frecuentes referencias a la descomposición moral de nuestro mundo; la crítica implacable del nacionalismo (recuérdese que vivió la Alemania de Hitler y la Argentina de Perón); la gran trascendencia que concede a la novela como respuesta a los grandes problemas humanos, lo que la acerca a la filosofía y la antropología; la preocupación ética, en fin...

En este "mundo en descomposición", la única salvación que podemos encontrar es "la revolución moral". Por eso, he insistido siempre en que el gran tema del narrador Francisco Ayala es "la condición humana, hoy". O, si se prefiere, la moralización por la vía de la tragicomedia, intentando, siempre, llegar hasta el "fondo del vaso": allí encontraremos, sin duda podredumbre, pero también la posibilidad de una nueva, trémula y débil esperanza.

En El jardín de las delicias, su indudable obra maestra, encontramos, una vez más, la desolada lucidez con que Ayala observa y refleja el Diablo mundo (título de la primera parte) pero también esa luz tornasolada que ilumina, en la segunda, los Días felices, compuesta de ternura, melancolía, clasicismo, precisión, delicadeza y nostalgia. Esta me parece su obra más personal, la que expresa mejor su complejidad humana y literaria.

Cuando apareció el libro, recordaba yo -perdonen la pedantería- una enigmática frase de Shakespeare: "Ripeness is all", "la madurez lo es todo". Podría ser un buen resumen del sentido total de la obra literaria de Ayala. En el texto final de El jardín de las delicias, el narrador recoge los trozos de un espejo roto para reconstruir una imagen unitaria: la suya. Ha escrito con el "perverso intento" de "oponerse a la fugacidad de la vida".

Un lector sensible podrá ver también, en estas páginas, el reflejo cambiante de su propio rostro y el intento, siempre fracasado, de pasar del Infierno al Paraíso... No era la línea de Quevedo la que ha seguido Ayala, sin duda, sino la de Cervantes: la libertad intelectual, sin obedecer nunca a consignas ni banderías; el liberalismo profundo, que rebasa ampliamente una fórmula política concreta; la pluralidad de puntos de vista sobre la realidad; la sabia ironía; la comprensión de las debilidades humanas... Y, todo ello, con una prosa clásica, medida, cuyo tono sosegado no le impide llegar, en sus análisis de la realidad, hasta el mismo fondo del vaso.

En uno de sus últimos relatos, "Un caballero granadino", prolonga Ayala -un poco a la manera de Azorín- un episodio secundario del Quijote: don Álvaro Tarfe, al que alude el título, regresa a su tierra y les cuenta a sus amigos la historia del falso Don Quijote de Avellaneda y su afortunado encuentro con el don Quijote verdadero:

"Don Álvaro, claro está, compró entonces el libro, y es claro también que no esperaría a la noche para ponerse a leerlo. Con ávida fruición, se lo leería enseguida de cabo a rabo. ¿Será arriesgado pensar que, en llegando a las últimas páginas, allí donde tiene que asistir a la muerte de aquel hombre estrafalario de quien, un día, tiempo atrás, se había despedido con un abrazo al borde del camino, los ojos del caballero granadino se empañaron de lágrimas?"
Ese don Álvaro tarfe granadino, inteligente, sensible y tolerante, no es otro que don Francisco Ayala: "un caballero cervantino".