Opinión

Ramiro Pinilla y la perseverancia

por Fernando Aramburu

16 marzo, 2006 01:00

¿Qué artista, qué hombre de proyectos, qué persona atada a sus ocupaciones no ha pasado alguna vez por una fase de agravio fructífero, de rabia sorda que estimula el esfuerzo tenaz? La historia del género humano abunda en logros debidos a manos ofendidas. Que se lo pregunten, si no, a los escritores. A éstos, antiguamente, para arrancarse alguna mala espina les quedaba el recurso del duelo. Por un pique mataban, se hacían matar o regresaban a casa lisiados. Me han contado que hay quien, con el fin de vaciarse de coraje, todavía emplea procedimientos de poco o ningún provecho para el disfrute general de las bellas artes.

Por fortuna, persisten medios constructivos de procurarse alguna suerte de reparación moral. No todo ha de ser por fuerza suicidio, venganza o tráfico de influencias. En el caso de los escritores, podría decirse que aquellos medios consisten básicamente en encerrarse a componer con encono fecundo, con paciencia sostenida, una obra de envergadura y complejidad inusuales. Lo cual no significa que para hacer algo de mérito en esta vida tenga uno que entregarse al enfado permanente.

Por espacio de casi veinte años, Ramiro Pinilla se consagró a una de las mayores empresas narrativas de la literatura española. Convertida en libro (en tres libros, por decisión juiciosa de su editorial), hoy la conocemos con el título sugerente de Verdes valles, colinas rojas. Se deja imaginar que al peso en kilos del producto final lo acompaña la calidad estética; de lo contrario más nos valdría exponer estas reflexiones en la sección deportiva de un diario.

Precedió al empeño prolongado del escritor una ruptura de éste con las casas editoras que él suele tachar de comerciales en sus declaraciones públicas. Espoleado por sucesivos desengaños, el novelista optó por la dignidad al precio de hundirse durante largo tiempo en el anonimato. Ya se sabe: no estás, no eres. Del firme propósito de no dejarse humillar resultarán con los años obra de tres mil cuartillas escritas a mano. Mueve esa mano la convicción plena en la validez del proyecto emprendido. Es, antes que nada, la mano de un hombre libre: libre de plazos, de distracciones mundanas, de todo lo que no sea seguir y seguir trabajando en su retiro. No es éste un caso frecuente en el paisaje cultural que nos rodea.

El propio Pinilla nos contó en cierta ocasión las decepciones que principalmente determinaron, primero su propósito de embarcarse en una tentativa editorial al margen de los circuitos comerciales, después su reclusión en una dilatada y fértil soledad creativa. Un buen día, allá por los años 60 del siglo pasado, unas personas llamaron a la puerta de su caserío, en Getxo. Abrió el dueño y se encontró con un equipo de filmación venido desde Alemania para rodar una adaptación cinematográfica de su novela Las ciegas hormigas, galardonada en 1960 con el Nadal. Aquella gente, imbuida de las mejores intenciones, ya tenía confeccionado un barco de pega destinado a formar parte del decorado. La sorpresa se completó con la revelación de que el editor español había vendido a espaldas de Pinilla los derechos de publicación de su novela en Alemania.

Más conocida (ya que él mismo ha referido el caso en la prensa) es la mala pasada de que fue objeto con ocasión del premio Planeta en su edición de 1971. Días antes del fallo, una llamada telefónica anuncia al escritor la obtención del sudodicho premio. Felicidades. Se le invita a acudir sin falta a Barcelona, al sarao anual que todavía se celebra. Pinilla se desplaza en compañía de una hija. Llega el momento de las fingidas deliberaciones y el primer premio, zas, se lo dan a otro cuyo renombre garantiza mayores ventas. Durante seis meses, la editorial Planeta demorará la publicación de Seno, uno de los grandes títulos de Pinilla. De este modo se reduce el riesgo de que los críticos comparen un libro de alto valor literario con la plasta ganadora. Aquella noche, Lara (que en paz descanse) se acerca al novelista chasqueado y le tiende un billete consolador de cinco mil pesetas de las de entonces. ¿Generosidad? ¿Petición indirecta de disculpas? ¡Naranjas de la China! Las cinco mil cucas le serán más tarde descontadas al escritor de la retribución correspondiente a su premio como finalista.

Faenas y adversidades, unidas al desinterés mostrado hacia sus escritos por buena parte de los divulgadores de la literatura española de la época (recordemos: no estás, no eres), habrían tal vez desanimado a otros, no así a Ramiro Pinilla, hombre inmune a la resignación tras una larga militancia antifranquista. Este ingrediente de lucha en el que está implicado el elemento social ayuda a entender las motivaciones esenciales de la literatura de Pinilla, así como la naturaleza de su prosa austera, corta de estilo, que en su última gran novela el autor hace pasar por el tamiz de la ironía, incluso de la retranca habitual en el humor de su tierra.

La concepción del destino humano como perseverancia en unos objetivos, en unas sólidas convicciones, previa al hedonismo preponderante en nuestros días, sitúa a Pinilla en un plano de igualdad con los personajes obstinados que pueblan la mayoría de sus novelas. En ellas asistimos a un sinnúmero de peripecias protagonizadas por cabezotas, por abnegados, por monomaníacos que conforman un género en sí mismo, una especialidad narrativa de la casa, como los desapegados de Coetzee o los cándidos de Luis Landero. En el Getxo novelesco de Pinilla, las apuestas, los agravios, las disputas se transmiten de padres a hijos; quien ama lo hace con una persistencia de maleficio; quien aspira a un fin no deja de perseguirlo por muchos obstáculos que se interpongan en su camino. ¿Quién sino una ciega hormiga podía levantar una torre literaria de las proporciones de Verdes valles, colinas rojas?

Y el caso es que la novela entera se deja leer estupendamente como una broma literaria, como una vasta suma de parodias provistas de una admirable capacidad para producir, deshacer, trastrocar símbolos colectivos. A veces hay que apretar un poco el texto con la yema del dedo para sentir la púa escondida. De ahí que el libro ofrezca doble o triple ración de sonrisas a los lectores familiarizados con los mitos, creencias y costumbres de la sociedad vasca, no sólo de la rural-nacionalista, aunque sobre todo de ésta.

La concesión del premio Cervantes a Ramiro Pinilla preservaría a nuestra época del reproche futuro de no haber sabido o no haber querido reconocer los méritos de un novelista de rango superior. Pongo en duda que haya muchos como él.