Opinión

Diario de letra comprimida (o qué libros me hicieron escritor)

por Antonio Soler

20 abril, 2006 02:00

Tengo un diario de letra comprimida. Son treinta y nueve años escritos en apenas una decena de páginas. 1968-2006. La primera línea de ese diario dice: "Emilio Salgari. El Capitán Tormenta. 123". Nombre del autor, título y número de páginas. A continuación, cientos y cientos de líneas hasta llegar a "Whilhelm Genazino. Una mujer, una casa, una novela. 173". Es el diario de mi vida, el único que he escrito. Sin saber por qué anoté el primer libro que leí en un pliego de papel cuadriculado y seguí el ritual hasta ayer mismo. Cuando empieza un año escribo un nuevo guarismo en el margen izquierdo del papel. 1968, 1969, 2006. Así sé dónde he estado cada año de mi vida. Y con quién. Sé lo que he descubierto.

Empecé a escribir esa larga lista antes de cruzar la frontera. No iba a ser escritor, no tenía ninguna pretensión. No era nada y no iba a ser nada. Un niño perdido, lo mismo que luego fui un adolescente perdido y un joven que ya hizo de su perdición una causa. Recorriendo esas líneas hasta principios de los años ochenta puedo adivinar cómo me hice escritor. "Lo poco que hubo de solidario y civilizado en mi primera juventud se lo debo por entero al trato con los cuerpos desnudos y a cuanto hay en ellos de hospitalario, a un poco de alcohol y a cierta natural y obsesiva predisposición a lamentar no sé qué tiempo perdido o no sé qué bello sueño desvanecido". A las palabras de Marsé yo les añadiría los libros y tendría un retrato muy aproximado de lo que era aquel joven en las vísperas de dedicarse a la escritura. Las personas que escriben diarios dicen que a veces, en una relectura muy posterior, no recuerdan algunos de los nombres que anotaron. En mi diario ocurre lo mismo. La intensidad de los recuerdos es muy distinta de una línea a otra. Algunas están dedicadas a gente que nunca atravesó nuestra piel. Otras se quedaron en la orilla. Y finalmente unas pocas se quedaron a vivir siempre con nosotros. Al leer algunos de esos nombres, de esos títulos, aparecen imágenes, recuerdos asociados, conmociones estéticas, pasos. "1973. Knut Hamsum. Bendición de la tierra". Una noche larga de invierno y yo, un muchacho de dieciséis años, reflexionando por primera vez sobre qué era el estilo literario. Qué impulso extraño, qué motor interno hacía avanzar aquella novela por un camino distinto a las demás. La sensación de haber llegado a algún puerto inesperado.

Un mal estudiante enfrentado a la noche, sin guías de lectura, sin orientación ni consejos ni método. De Hamsum podía pasar a Richard Bach o a Benavente. Pero también a Homero, Dante, Giovanni Papini, aquel loco que fabricaba estatuas de humo en busca del arte máximo, Ignacio Aldecoa, Truman Capote o Shakespeare. O a Dostoievski. Antes hablaba de conmociones. Aquí hay una. 1975. Crimen y castigo". Diecinueve años, un verano nublado y extremadamente cálido. Un tiempo de tristeza, de esa extraña melancolía de la que hablaba Marsé. Aquel libro me abrió una nueva dimensión de lo literario. Abismos, vértigo, tinieblas. Una potencia desconocida. Leo esa línea de mi diario y me veo en las tardes de aquel verano viscoso. Al levantar los ojos del libro veía cómo un sol trabajoso caminaba por la fachada del edificio de enfrente. Al caer la tarde siempre estaba allí el rostro poco atractivo, pero turbio, obsesivamente turbio, de una mujer que cada tarde, a la misma hora, iba a asomarse a una ventana situada frente a la mía. Podía ser un personaje de aquella novela. La novela también me hablaba de aquella mujer extraña, de su soledad, de los deseos y miedos que le adivinaba al cruzarnos fugazmente la mirada.

Dostoievski me estaba describiendo el mundo, lo que me rodeaba y tenía ante mí. No había escrito hasta entonces ni una sóla página ni pensaba que algún día pudiera hacerlo. Pero ahora sé que escribía sin escribir, que una tinta invisible estaba ya trazando las primeras palabras de mis primeras novelas. Los cimientos, el trabajo bajo la superficie. Aquella mujer de la ventana fue una prostituta en el arrabal de una novela que empecé a redactar quince años después. Apoyada en una tapia por la que corría despacio el sol, tal vez esperando a un Raskolnikov contenido pero igual de desesperado que el hijo de Dostoievski.

La literatura y la vida empezaban a trenzarse. Lo puedo ver ahora siguiendo las líneas de mi diario. Entonces tan confusas, ahora tan nítidas. Un mapa, el itinerario de una búsqueda. Albert Camus, otro punto en alto, otro descubrimiento fundamental. Cervantes, Tolstoi, Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Joyce, Pavese, Dos Passos y otros dos escritores sin los que esa lista de títulos y nombres no sería el diario de mi vida. "1979. Kafka" y "1981. William Faulkner". Si Dostoievski me había hablado de las partes más oscuras del hombre, Kafka me condujo hasta el último de los sótanos, hasta el último rincón de la bóveda que hay dentro de cada ser humano. Y Faulkner me sobrecogió con la arquitectura, la construcción portentosa de un mundo mítico. Un condado imaginario y unos seres imaginarios que son más verdaderos que otros que realmente se encuentran en los atlas de geografía y en los libros del registro civil. A través de cuentos de cocineras negras, de leyendas deformadas, creó unos seres que "se componen en parte de lo que eran en la vida real y en parte de lo que deberían haber sido y no fueron: mejoré por tanto a Dios, que por dramático que pueda ser, no tiene sentido ni sensibilidad para el drama". En las líneas de mi diario todavía hay dos momentos fundamentales para llegar al otro lado de la frontera, para haber podido ser escritor o un tipo de escritor. Proust, el descubrimiento de la memoria como elemento de creación, con toda la complejidad que de ahí puede derivarse y explorarse, y Marsé. "1981. últimas tardes con Teresa".

Una primavera llevando ese libro en el bolsillo de un pantalón militar. Yo era un soldado de la División Acorazada Brunete y cada tarde salía en un jeep como escolta de un jefe sobre el que pesaba una amenaza de ETA. Recorriendo las calles de Madrid con un dedo en el gatillo de mi arma y un libro sacudido en el bolsillo del pantalón. Aquella capacidad narrativa después de tanto torpe experimento pseudo vanguardista. Marsé y los derrotados. La mitología también podía escribirse en las calles de un barrio pobre. Aquellas palabras de Marsé, "lo poco que hubo de solidario y civilizado en mi primera juventud", estaban a punto de concluir su ciclo. A partir de ahí todo lo que iba a anotar en mi diario sería distinto. Para entonces ya había hecho acopio de músculos y determinación. Estaba preparado y me disponía a salir bajo la lluvia. Iba a cruzar la frontera de la escritura.


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