Opinión

Retrato del héroe moderno

por Juan Villoro

8 junio, 2006 02:00

Ronaldinho parece un hombre feliz que sólo cierra la boca cuando se dirige al dentista. Pero hay otra circunstancia en la que este experto en sonreír pone la cara de quien olvidó apagar la estufa. La cancha es para él una playa de diversión, pero la portería es cosa seria. Cuando coloca la pelota en el manchón de penalti, cierra la boca. El 10 del Barcelona vive para ocultar el esfuerzo que respalda sus jugadas: improvisa su destino como quien silba una samba. Sobran motivos para que se sienta orgulloso de la forma en que ha cumplido veintiséis años: su equipo consiguió el bicampeonato y se alzó con la Champions, la revista "France Football" le entregó el Balón de Oro y su nombre ha sido tasado por la publicidad en setenta millones de euros, superando al Adonis del pelo versátil, David Beckham.

Uno de los misterios de la gracia es que encubre las penurias que se padecen para conseguirla. Ronaldinho tiene el aura de la buena suerte y del contagio positivo. Si alguien se lo encuentra, no puede desperdiciar la oportunidad de comprar un billete de lotería terminado en 10. Sin embargo, hubo tiempos en que se conformada con las propinas que podía darle la fortuna. El impaciente fútbol renueva sus leyendas con urgencia. En 2003 el actual monarca del balompié oficiaba en un país donde las emociones dependen de la sofisticación y los cocineros se suicidan cuando su restaurante pierde una estrella en la Guía Michelin. Aunque el estadio del Paris-Saint-Germain atrae a los excéntricos que disfrutan de las patadas, no consagra a los futbolistas. Como Baudelaire, el hombre diseñado para la dicha sufría el extraño spleen de París. Todo cambió con una llamada de Barcelona.

El fichaje de un astro del fútbol es un acto en el que se necesita mucho dinero para ser irracional. Los mercenarios de platino no se venden en el mercado común. Es más: ni siquiera se sabe que están en venta. Sólo nos enteramos de su traspaso, cuando comparecen ante la prensa, luciendo la camiseta del nuevo equipo con la espontaneidad de quien luce un bronceado. En el verano del año 2003 Ronaldinho no aterrizó en el aeropuerto de El Prat como un futbolista de élite, sino como un redentor. El siglo XX había terminado mal para el Barça: la película de moda revelaba que sólo el Hombre Araña lucía con garbo los colores azulgrana.
La esperanza brasileña no encontró nada que no le gustara en la Ciudad Condal, pidió que le dijeran "Ronnie", llamó a toda su familia, incluyendo a Tiago, su amigo del alma. Se instaló en un hotel con vista al mar, pero su temperamento se parecía más al de un niño que al de un magnate y cerró las cortinas para jugar con la PlayStation.

Si el entorno de algunos futbolistas parece el casting para una película de Scorcese sobre la mafia, Ronaldinho lleva sus asuntos como una merienda casera. Lo representa su hermano Roberto y lo aconsejan su madre y su hermana. Cada reunión de la familia demuestra que vienen de una ciudad llamada Porto Alegre.

De niño, cuando se acercaba a la cancha en compañía de su perro Bombón, Ronnie era el que venía después. Su padre, Joao Silva, fue un buen jugador amateur. Fanático del Gremio de Porto Alegre, se hacía cargo del estacionamiento en los días de partido. El primogénito, Roberto Assis, jugó profesionalmente con el Gremio. Si algo distinguió a Ronaldinho en sus años de formación fue la capacidad de admirar jugadores y sobre todo a uno, el tocayo que lo obligaría a usar un diminutivo. Cuando Ronaldo visitó Porto Alegre, Ronaldinho lo acechó en el vestíbulo del hotel para pedirle un autógrafo. El niño que perseguía las escapadas de su padre, sería el mejor del mundo cuando alguien se situara tres metros adelante para orientar sus jugadas. Como el destino a veces es muy obvio, su cómplice perfecto en la selección sería su ídolo: Ronaldo Nazario.

La consagración futbolística exige ritos de paso: los dos remates de Zidane en la final de Francia 98. Ronaldinho ya fue campeón del mundo. Su desafío es convertirse en la figura dominante de Alemania 2006. ¿Hasta dónde extenderá su leyenda? En cierta forma, se ha convertido en un genio demasiado frecuente; su gusto por las jugadas de fantasía hace que cualquier partido se parezca al comercial de Jogo Bonito en el que se intercalan las proezas que hace ahora con las que hacía de niño. Alemania 2006 es su prueba de fuego. Algunas hechiceras han leído en huesos de pollo que Brasil dispone de guía longevo. Hay señas más sensatas para prever lo mismo.

La dedicación de Ronaldinho al fútbol es absoluta y carece de la curiosidad distractora que tantos astros brasileños tienen por las rubias y las discotecas. Cuando no juega ni posa para anuncios, se entretiene con la PlayStation ¡y elige el personaje de Ronaldinho! La felicidad es para él una reiteración de la costumbre. "No necesito dormir para soñar", dice el hombre que descansa del fútbol con más fútbol. Su concentración no es la de un disciplinado monje zen, sino la de alguien que no quiere hacer otra cosa. Ni siquiera le interesan los autos deportivos. Cuando pasea por Barcelona, le pide a su amigo Tiago que se ponga al volante.
El 10 brasileño parece encaminarse a una primavera de cuatro años. Un jardinero constante, marcado por la dicha. Si deja de sonreír es para anotar un gol.

En julio de 1999 la revista brasileña "Placar" hizo una encuesta para bautizar al novato que un mes antes había deslumbrado a la afición en la Copa América. Ronaldo Assis merecía individualizarse. Los lectores votaron por llamarlo Ronaldinho Gaucho. Fue su segundo nacimiento. Los diminutivos denotan siempre que hay alguien más grande, pero duran lo suficiente para adquirir otro significado. Como el cartero, también el destino llama dos veces. Ronaldo depende ahora del niño que le pidió un autógrafo.