Opinión

Craig

Portulanos

13 noviembre, 2009 01:00


John Gielgud, sobrino nieto de Ellen Terry, contaba que era posible reconocer a todos los actores de la familia por un detalle: su facilidad para verter lágrimas. No sé si Edward Gordon Craig, hijo ilegítimo y genial de Ellen y de un arquitecto golfo, tuvo tiempo de llorar mucho, pues su carrera actoral fue corta. Pero, desde luego, hizo llorar a los demás. Arruinó a su propia madre al convencerla para que invirtiera sus ahorros de toda la vida en proyectos disparatados. Era un niño mimado y caprichoso, dejaba las facturas sin pagar y solía comportarse groseramente; era, también, un seductor con las mujeres: hasta que, como señala Gielgud irónicamente, "tenían la mala costumbre de quedarse embarazadas". En Moscú dicen que aún se escuchan los gritos de sus discusiones con Stanislavski, desde la época en que ambos colaboraron en un Hamlet. No es extraño que, ante este perfil egoísta y algo sociópata, se tienda a pensar que su teoría de la Übermarionette fuera producto de su desprecio por los actores, pero, al menos esta parte de su leyenda no es cierta: resulta que Craig, como Artaud, pensaba que la misión del teatro era mostrar lo invisible. Interesante cuestión: en la época del más despiadado cientifismo, el teatro fue renovado por místicos que, no teniendo una religión precisa a la que adherirse, arrojaron sus angustias al escenario. Craig veía bolas de fuego y fantasmas, pero sentó las bases de la escenografía y de la puesta en escena modernas. Estaba destinado a ser raro desde el principio: careciendo de apellido, su madre le puso el de Craig en recuerdo de un peñasco de los acantilados escoceses donde pasaba sus vacaciones. La Casa Encendida de Madrid le rinde un merecido tributo.